7.01.15

El (único) motivo de la esperanza

“Rex tremendæ maiestatis, qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis”, canta el famoso himno “Dies irae”. Jesús es el rey de la majestad infinita. Él posee, como Dios y como hombre – “su reino no tendrá fin” - , la plenitud del poder y de la gloria.

 

“Todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). Todo tiene en Él su consistencia (Col 1,17). El tener a Jesucristo como destino, como meta final, supone, como condición de posibilidad, como base, que la creación tenga en Él su fundamento.

 

Todo depende de Cristo. Todo se sostiene en Cristo. Nada hay creado que no esté orientado hacia Él. La obra maestra de la creación, la expresión más perfecta de la poética divina, es María. Y en Ella, del modo más claro que cabría imaginar, “todo es relativo a Cristo”, como recordó el beato Pablo VI

 

¿Cómo ha ejercido Jesús, en su vida terrena, su señorío? Podríamos decir que más bien en el fracaso que en el éxito. Jesús, en su vida terrena, y en esa especie de prolongación de la Encarnación que es la historia de la Iglesia, no ha triunfado brillantemente sobre el reino de las tinieblas. Aún no. Todavía no. Porque, en última instancia, la historia no es la escatología ni, aún, el mundo es el cielo.

 

Romano Guardini ha escrito que “el talante de la vida de Jesús es el fracaso, el sucumbir”. Sin ser conscientes de este hecho, se pierde la inmensa grandeza del Señor. Él nos dijo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

 

En una cultura de lo inmediato, de la rentabilidad a corto plazo, de la autorrealización – que es una empresa justa, pero que puede servir de máscara para el egoísmo más acendrado – estas palabras no acaban de convencernos.

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5.01.15

La adoración, la obediencia del ser

Es muy bello el relato de San Mateo de la visita de los Magos a Jesús recién nacido (cf Mt 2,1-12). Los que tenían que saber no saben y los que quizá no estaban en disposición de conocer tanto - unos paganos - , buscan a Jesús, lo encuentran, lo adoran y le ofrecen sus dones.

 

Los oficialmente sabios – los sumos sacerdotes y los escribas del país -  se sobresaltaron ante la noticia del nacimiento del Rey de los judíos. Estaba todo escrito, pues así lo había dicho el profeta: “En Belén de Judea”, pero no salieron de sus casas. Lo sabían, pero no lo creían. Lo sabían, pero como si no lo supiesen. Tenían, de ese acontecimiento, una idea puramente nocional, distante del compromiso, ajena a la implicación de la vida.

 

Los Magos, no. Los Magos no eran expertos en las Escrituras, ni conocían a los profetas. No disponían, podríamos decir, del Libro de la Escritura, pero sí del Libro de la Naturaleza. Quizá eran astrónomos, habituados a escudriñar las señales que emite el gran Libro de la Creación. Ellos, los más lejanos, habían sido los primeros en haber visto salir su estrella. Ellos fueron también, casi, los primeros que se sintieron movidos a venir a adorarlo.

 

Pero, a la vez, los Magos son humildes. Preguntan a quienes, aunque sea solo nocionalmente, saben. Y de los expertos que no salen de casa brota, no obstante, una indicación precisa: “En Belén de Judea”.

 

La estrella los fue guiando hacia el lugar adecuado, hacia la Persona adecuada, hacia Dios, hacia Jesús. Y esa búsqueda, y esa docilidad, les llenó de una inmensa alegría. Quien busca la verdad y la encuentra se llena de gozo. Porque ningún otro interés, ningún afán de poder, ningún cálculo político – a diferencia de Herodes –,  les había movido en su intento de encontrar aquello, a aquel, que buscaban.

 

La alegría es como un preludio de la visión: “Vieron al niño con María, su madre”. Y esa visión no les desconcierta, no les sobresalta. Lo que ven es algo muy normal: al niño con su madre. El texto no dice que hubiesen entrado en un palacio y que viesen a una reina coronada de oro al lado de un rey recién nacido, en una cuna adornada con piedras preciosas. No, vieron al niño con María, su madre.

 

Al encontrar a quien buscaban, no dudan. Porque la duda es, en el fondo, incompatible con el encuentro: “y cayendo de rodillas lo adoraron”. Estos hombres, los Magos, habían hecho el esfuerzo de hallar la verdad y, una vez hallada, se rinden ante ella. Y no solo con una aquiescencia del alma, con un homenaje de la “res cogitans”, de su intelecto avezado, sino también con el tributo del cuerpo, con la oración del cuerpo: “cayendo de rodillas”.

 

De un modo muy exacto Romano Guardini ha escrito que la adoración es “la obediencia del ser”. Lo que somos, la aceptación de lo que somos, jamás es más real ni consciente, ni libre, que cuando nos reconocemos como criaturas. Adorar es darnos cuenta, con el cuerpo y el alma, de que Dios es Dios y nosotros somos, nada más y nada menos, que criaturas suyas. Tocamos así la verdad más profunda acerca de nosotros mismos: Dios es Dios y nosotros somos hombres. Y nuestra grandeza radica en la capacidad de adorarle. Dios es grande y nosotros pequeños. Pero en reconocerlo así radica nuestra grandeza. La adoración, añade también Guardini, es “verdad realizada”.

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3.01.15

En la Iglesia hacen falta la verdad y la misericordia

Verdad y misericordia son realidades que no se pueden separar. Jesucristo, el más misericordioso de los hombres y la encarnación de la misericordia divina (San Juan Pablo II dijo, en Dives in misericordia, que Él la encarna y la personifica) se definió a sí mismo como el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6).

 

La verdad, la conformidad de lo que se dice con lo que se piensa, y de lo que se piensa con lo real, no es una amenaza, sino un medio para alcanzar la libertad: “La verdad os hará libres”, nos dice también Jesús (Jn 8, 32).

 

A muchas personas no les interesa la verdad, ni la estabilidad, ni la firmeza, ni lo que no está escondido frente a lo falso y a lo aparente. A muchas personas, quizá a una civilización entera, la verdad les parece algo muy poco práctico, una cuestión de la que se puede prescindir en aras de la eficiencia. Más o menos lo formuló, en su día, Pilato: “Y ¿qué es la verdad?” (Jn 18,38). ¿Para qué perder el tiempo con la cuestión de la verdad cuando hay tantas cosas que hacer?

 

Esta indiferencia ante la verdad,  si es mala en “el mundo” – que lo es – , más lo será en la Iglesia. El Cristianismo jamás se ha presentado como una mera opinión, sino como verdad; para ser más exactos, como “la” verdad sobre Dios y sobre los hombres. Abdicar de la pretensión de verdad del Cristianismo sería, más o menos, como apostatar de la fe. Un Cristianismo que no pretenda ser verdadero dejaría de ser Cristianismo.

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2.01.15

Una carta a los feligreses

Queridos feligreses:

La Parroquia es, en el día a día, la concreción más próxima, más cercana e inmediata, de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico dice que “la Parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.

 La Parroquia no es, ante todo, el párroco, sino la comunidad de fieles. Al párroco le compete, con la eventual ayuda de otros sacerdotes, si la hay, la atención pastoral de esa comunidad. La atención pastoral, el servicio pastoral.

¿Cómo puede mejorar una Parroquia? Yo creo que la “parroquia perfecta” no existe, porque perfecto es Dios y las comunidades humanas no suelen serlo. Pero no ser perfectos, aún, no significa que no podamos mejorar.

 Se me ocurren cuatro objetivos que, una Parroquia, podría intentar alcanzar – o, al menos, caminar hacia ellos – durante el año 2015.

1º.  Mejorar la celebración de la fe, de la Liturgia. Tenemos que cuidar mucho la Liturgia, en especial la celebración de la Santa Misa. Es muy importante hacer un esfuerzo para ser puntuales a la hora de acudir a la Santa Misa. Ser muy puntuales para estar antes de la celebración y para no “huir” antes de que acabe la celebración. Da una penosa imagen que, incluso sin que el sacerdote regrese a la sacristía, los fieles salgan del templo, como si el encuentro con Dios equivaliese a algo de lo que librarse cuanto antes, en una especie de estampida muy poco ejemplar.

2º . Mejorar la escucha de la Palabra de Dios y la formación doctrinal. La fe viene por el “oído”, por la escucha de la Palabra de Dios. Hay que esforzarse por escuchar mejor las lecturas en la Misa. Y no solo eso: hay que saber, ya en casa, qué lecturas se van a proclamar. Hay que leer la Biblia y estudiar el Catecismo. Hay que acudir a la catequesis: de niños y de jóvenes, pero también de adultos. Asimismo, es bueno aprovechar los libros y medios de formación que, de forma discreta pero periódica, se ponen a disposición de los feligreses en casi todas las parroquias.

 Intensificar el compromiso de la caridad. Suele ser el punto en el que mejor responde la Parroquia. La prueba es que, de todas las colectas, las que, en general, resultan más cuantiosas son las que se dedican a la atención de personas necesitadas. Es una muy buena señal.

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27.12.14

Cuerpo y alma, naturaleza y libertad

Estamos en el tiempo de la Navidad, celebrando de modo especial el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: El Hijo de Dios – el Verbo eterno, consustancial con el Padre por la divinidad - , sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, llegando a ser consustancial con nosotros por su humanidad.

 

Jesucristo no solamente es perfectamente Dios y perfectamente hombre, sino que es también el hombre perfecto, el modelo de hombre. Nada falta en su naturaleza humana – en su alma y en su cuerpo – y nada falta tampoco – nada podría faltar – en su naturaleza divina. Una sola Persona, un solo Sujeto, es, a la vez, sin mezcla y sin confusión, Dios y hombre.

 

La unidad no es enemiga de la distinción, de la diferencia. El alma no es el cuerpo, ni el cuerpo es el alma, pero solo la unión de alma y cuerpo conforma una naturaleza humana. Y, en el caso de las personas humanas, nuestro yo, nuestra persona, se realiza – se hace real – en una concreta unión de alma y cuerpo. Yo, persona humana, soy lo que soy en una naturaleza que no es ajena a mi yo, sino que lo hace posible: una naturaleza humana.

 

Distinguir en el hombre cuerpo y alma es lícito; separarlos, no lo es. Separar, en el hombre, el cuerpo del alma es algo así como separar la naturaleza de la libertad. Y ambas magnitudes – naturaleza y libertad – no permiten tal separación. Yo puedo llegar a ser muchas cosas – bueno o malo, sabio o inculto, generoso o egoísta – pero no puedo llegar a ser nada en contra de mi naturaleza: No puedo ser una cabra, o una planta, o un simple virus.

 

La naturaleza “contrae” el ser; es verdad. Si soy algo no puedo ser otra cosa. Pero la naturaleza nos permite desplegar, en la buena dirección, en la única que puede tener éxito, nuestra libertad. La realización personal, la del yo, la del sujeto, consiste, en buena medida, en ese acuerdo, en la armonía entre naturaleza – lo que somos – y libertad – quienes somos  y quienes podemos llegar a ser -.

 

La naturaleza humana no solo es cuerpo, sino alma y cuerpo, pero es también cuerpo. Mi cuerpo, que es siempre un cuerpo “animado”, un cuerpo unido al alma, me limita, sin duda. Me impide ir en contra de la ley de la gravedad, me obliga a no ingerir, o a tratar de no hacerlo, un veneno mortal. Me invita a no desafiar la lógica; por ejemplo a no pretender volar como los aviones.

 

Y esas restricciones no se ven como un obstáculo para la libertad, sino como la salvaguardia de un uso responsable de la libertad. Y el uso de la libertad solo es responsable si hacemos, si elegimos, lo que nos permite llevar hasta el máximo nuestras potencialidades. Uno no ejercita su libertad optando por ser esclavo; no la ejercitaría, si esa fuese su opción, sino que, simplemente, habría renunciado a ella.

 

Pero cuerpo y alma son uno. Lo que, a simple vista, puede parecer solamente corporal no lo es en realidad. Es, en justicia, humano. Por ejemplo, el sexo, la sexualidad. No es, no puede serlo, una dimensión puramente material de lo que yo soy; es una parte de mi naturaleza – corporal, sí - , pero de un cuerpo con alma. O sea, es parte de mi naturaleza y, por consiguiente, tiene que ver con el uso y el logro de mi libertad.

Yo no puedo degradar, si no quiero degradarme, mi cuerpo a lo puramente biológico. Ni tampoco puedo hacerlo con mi sexualidad. En realidad, también la cultura dominante lo ve, en parte, así y reconoce que la violencia sobre el cuerpo, sin el consentimiento de la persona que tiene ese cuerpo – que es también ese cuerpo - , es un atentado, muy grave, contra su libertad.

 

El cuerpo humano es masculino o femenino. Y ese dato, esa diferencia, no es un elemento puramente biológico, sino que tiene un significado natural y  personal. La persona, el yo, es, siendo humana, hombre o mujer. Y este dato nos muestra un factor a tener en cuenta a la hora de ejercitar nuestra libertad: Seremos lo que estamos llamados a ser si no estamos en contra de lo que, por naturaleza, somos: hombres o mujeres.

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