3.08.15

La mirada de Jesús

Recoge San Mateo que el Señor, tras retirarse a un lugar tranquilo y apartado, se encontró rodeado de una muchedumbre: “vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos” (cf Mt 14,13-21).

Su mirada, su “ver”, y no solo su “mirar”, resulta completamente única. Solo Él puede mirar y ver de esa manera, con esa amplitud y con esa profundidad. Él lo ve todo, incluso la profundidad del hombre, su corazón.

La mirada de Jesús, abierta totalmente a los otros, y sensible a sus necesidades – es decir, una mirada compasiva – , contrasta a menudo con la nuestra, que tiende a ser narcisista., que tiende ahogarse en el reflejo de la nada, en la imposible levedad de un espejo que en lugar de abrirnos espacios nuevos nos encierra en lo que nos gustaría contemplar de nosotros mismos.

Y nos gustaría contemplar lo que ya no es, lo que nunca fue o lo que nunca podría ser. La belleza juvenil, de haberla tenido. La inmunidad al paso del tiempo. La fuerza o el vigor más imaginado que real. No somos así, por lo general o casi nunca. Somos humanos, demasiado humanos.

¿Qué buscarían en Jesús aquellos que se atrevieron, cuando Él, siempre tan soberano, se alejó por barca, a acercársele por tierra? Solo Él lo sabe, en el fondo. ¿Peticiones, acciones de gracias, curiosidad? De todo puede haber.

También lo pensaba ayer al comprobar cómo en una ciudad tan secularizada como la mía tantas personas seguían la efigie de Cristo, del Santísimo Cristo de la Victoria. Estaban allí nuestros corazones y el Suyo. Nuestras búsquedas, más o menos confusas, y su mirada, una mirada que siente lástima de nosotros.

Pero San Mateo anota, poco después, que Jesús “alzó la mirada al cielo”. Ahí está, en el fondo, la raíz de la preocupación de Jesús por las gentes, por cada persona. Él vive para el Padre – para Dios – y mira como el Padre – como nos mira Dios - . Él es Dios y hombre, el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso es el Mediador entre Dios y los hombres. Sus milagros son signos de su divinidad. El carácter de signo de estos milagros nos hablan de su compasión sin límites.

No conseguiremos sustituir la mirada narcisista o la “mirada virtual”, que se fija en el PC o en el móvil creyendo que la realidad virtual es, sin más, la realidad real, si no empezamos a mirar un poco hacia lo alto, hacia Dios.

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25.07.15

Dos peticiones al Apóstol

Con mayor exactitud, más que de dos peticiones al Apóstol, deberíamos hablar de dos peticiones a Dios por intercesión del apóstol Santiago. Las tomo, ambas, de la oración colecta de la misa de hoy: que sea fortalecida la Iglesia y que España se mantenga fiel a Cristo hasta el final de los tiempos.

Pueden parecer dos intenciones muy diferentes, pero yo creo que, en el fondo, no lo son tanto. La primera de ellas implora el fortalecimiento de la Iglesia. ¿En qué consiste esta fortaleza? Pues, ante todo, en la pureza, en la autenticidad, del testimonio de los miembros de la Iglesia. La Iglesia, siempre débil ante el mundo, es fuerte, con la fortaleza que viene de Dios, si los fieles cristianos intentan que no exista separación entre la fe y la vida. Solo esa coherencia martirial confiere a la Iglesia credibilidad.

Decía esta mañana el arzobispo de Santiago, don Julián Barrio: “Necesitamos coraje moral para salir de la irresponsabilidad, del escepticismo y de la inmoralidad. No faltan testimonios valientes y humildes”. Y añadía: “Solo puede predicarse [el Evangelio] con credibilidad desde la cruz, desde la pobreza y desde la libertad, redescubriendo la necesidad de Dios en la vida del hombre, y la exigencia de la espiritualidad para superar una visión puramente material de nuestra existencia”.

El fortalecimiento de la Iglesia o, dicho de otra manera, la santidad de los cristianos, no es una amenaza para la sociedad. Muy al contrario, “el cristianismo favorece la vida espiritual de las personas y de los pueblos, iluminando la dimensión cultural, social, económica y política para volver a la verdad del hombre”, añadía el arzobispo. De ese modo se transforma la sociedad.

¿Cómo entra hoy Dios en el mundo? Hans Urs von Balthasar decía en su Teología de la historia que Dios renueva su presencia en el mundo generando santos. Y los santos son los testigos creíbles que hacen fuerte a la Iglesia.

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15.07.15

El callejero de Madrid y la memoria histórica

Hoy he leído, un tanto sorprendido, no por el fondo sino por la forma, algunos artículos publicados en periódicos de Galicia. Se mostraban muy molestos, los autores de estos textos, por el propósito del Ayuntamiento de Madrid de borrar del callejero a personajes como, por ejemplo, a Álvaro Cunqueiro.

Álvaro Cunqueiro es un importante literato gallego. Si no han leído “Merlín y familia” o “Si el viejo Simbad volviese a las islas”, háganlo. Si lo hacen, en el caso de que aún no lo hayan hecho, me evitarán dar más explicaciones.

Yo no he conocido a Álvaro Cunqueiro (1911-1981), aunque sí, por una razón puramente circunstancial, a su hijo César Cunquiero, un notario que tenía su notaría muy cerca de donde está mi parroquia. Por una consulta técnica, como motivo, pude hablar con él y quedé impresionado por su inmensa cultura.

En el Faro de Vigo han publicado un artículo titulado, ni más ni menos, “Cunqueiricidio”. Lo firma Ceferino de Blas y dice, entre otras cosas:

“Si los concejales madrileños persisten en su intención de expulsar del callejero a Cunqueiro, y la larga lista de escritores y artistas que vivieron durante el franquismo y prestigiaron la cultura -Dalí, Josep Pla, Mihura, Jardiel Poncela, Julio Camba…-, no merecen estar donde están. Son mastuerzos. Previsiblemente no se llevará a cabo el cunqueiricidio porque PSOE, PP y Ciudadanos se lo impedirán al grupo de la alcaldesa Manuela Carmena. Pero basta la intención para dejar en evidencia el sectarismo de quienes lo pretenden. Sin quererlo, inciden en los mismos errores de quienes más odian, los fascistas. Lo mismo que los nazis perseguían a los artistas de vanguardia, a éstos, llamémoslos “neos” - leninistas, marxistas u lo que sean, también les estorban los escritores y artistas que no consideran de su cuerda. Interpretan “su” memoria histórica -como ellos la entienden-, como “la” memoria histórica. Olvidan la coplilla machadiana (de Antonio, el bueno), al malo (Manuel) también quieren quitarle su calle: “tu verdad, no, la verdad, vamos juntos a buscarla, la tuya guárdatela".

No menos complacientes están en La Voz de Galicia, periódico en el que Roberto L. Blanco Valdés escribe: el nuevo equipo de gobierno de Madrid está preparando “una amplia lista de figuras de nuestra historia para limpiar su callejero de franquistas reales o supuestos. ¡Una nueva depuración! ¡A estas alturas! Pues sí, otra más, en la que los inquisidores no se han parado en barras al repartir los capirotes”. Y cita a Eugenio D’Ors, a Josep Pla, Jardiel Poncela, Miguel Mihuera, Gerardo Diego, Manuel Machado y, también, Álvaro Cunqueiro.

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14.07.15

Primero una cosa y luego otra

Es muy mala receta que uno se deje agobiar. A veces será inevitable sentir agobio y cansancio, pero no siempre será, ni de lejos, la única ni la mejor receta. Aunque es normal que uno desconfíe de las “recetas”, ya que las situaciones que nos toca vivir son, casi siempre, muy peculiares.

“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28), nos dice Jesús. Tomando literalmente estas palabras, el Señor promete solo “alivio”, que no es poco. “Aliviar” es quitar parte del peso que pesa sobre uno. Si uno ha tenido la experiencia de cargar con un peso excesivo y alguien se ha ofrecido a hacerse cargo de una parte de ese peso, uno se tiende agradecidamente aliviado.

Muchas veces la carga excesiva está en la realidad, sí, pero también en la anticipación que nuestra mente hace de esa carga, de ese peso. Podemos hacer que muchas cosas nos afecten antes de tiempo. Incluso quizá no nos lleguen a afectar, pero si las anticipamos, nos afectarán.

Dios no nos va a obligar a cargar con un peso que exceda nuestras fuerzas. Haremos, en lo posible, lo que nos toque hacer. No somos el centro del universo ni la clave de bóveda de la que dependa las grandes causas de la justicia en el mundo o de la equidad universal.

A cada cual le toca lo suyo. Haremos, quizá, muy poco, si nos centramos en un plazo muy corto. Haremos mucho si, “primero una cosa y luego otra”, tratamos de dar lo que podamos dar de nuestra parte.

Dios es misericordioso y omnipotente. También es paciente. Dios sabe esperar. Lo mismo debe hacer cada uno de nosotros. Esperar. La siembra no es la cosecha. El éxito y el fracaso no son inmediatos. Y si uno hace lo que puede, “primero una cosa y luego otra”, no puede fracasar más que aparentemente.

Pero la apariencia no es la verdad. La apariencia y la verdad solo coinciden, al cien por cien, en Cristo, al menos si se ve esa coincidencia desde la perspectiva de Dios. Desde la óptica humana, ni en ese caso.

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4.07.15

Orgullo

Se ensalza mucho la palabra “orgullo”, como si el hecho de ser –  o sentirse – orgulloso de algo fuese, en sí mismo, una virtud. Realmente la palabra “orgullo” tiene, más bien, una connotación negativa: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”, dice el “Diccionario”.

El orgullo suele coincidir, pues, con el exceso: bien sea de altanería, de insustancialidad o de aprecio de uno mismo. Los excesos no son buenos. Y el orgullo, aun en el hipotético caso de que nazca de causas nobles, no es muy noble. Lo noble es la humildad, el antónimo por excelencia del orgullo.

La humildad es compañera de la verdad. El orgullo lo es de la mentira, aunque esta mentira se disfrace de “piadosa”. En el plano de la verdad, uno puede sentirse conforme con lo que es, o agradecido, o resignado o hasta desgraciado. No creo que nunca uno pueda sentirse orgulloso de nada.

Expresiones como “estoy orgulloso de mis padres” o “de mi patria” o de… no dicen, si vamos al fondo, gran cosa. Por buenos que sean nuestros padres, ninguno de nosotros ha podido elegirlos. Ni tampoco el lugar de nuestro nacimiento.

El orgullo está peligrosamente cerca de la soberbia; tan cerca que casi se identifica, en su apuesta por el exceso, con ella. Y la soberbia, lo sabemos, es uno de los pecados capitales, quizá el más capital de todos ellos; o sea, es un pecado, un vicio, que da origen a muchos otros.

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