La exaltación de la Santa Cruz
La Iglesia, en esta fiesta, “exalta” la Santa Cruz; realza su mérito, la eleva a la máxima dignidad. En definitiva, hace suya la recomendación que San Pablo dirigía a los Gálatas, que recoge la antífona de entrada de la Misa: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y libertado” (cf Ga 6, 14).
El lenguaje de la exaltación se contrapone al lenguaje de la humillación. El misterio de la Cruz se comprende enmarcado en ese dinamismo de elevación y de descenso. El que ha sido exaltado es, a la vez, el que “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). En este texto de la Carta a los Filipenses, que probablemente recoge un himno utilizado por los primeros cristianos, se establece un contraste entre Adán y Cristo. Adán, siendo hombre, ambicionó ser como Dios. Jesucristo, siendo Dios, se anonadó a sí mismo, haciéndose semejante a los hombres, descendiendo hasta el extremo de morir como un condenado. También San Juan, en el Evangelio, emplea la imagen de la elevación y del descenso: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13).
Celebrar la fiesta de la Santa Cruz constituye una invitación a entrar en este movimiento, a tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. ¿Cuáles son estos sentimientos? San Pablo los indica en unos versículos anteriores al himno al que hemos hecho referencia: la unidad basada en la humildad (cf Flp 2, 1-4). La rivalidad, el afán de ser más que los otros, y la vanagloria, la jactancia del propio valer u obrar, generan división. La humildad y la búsqueda, no del propio interés, sino del interés de los demás, crea la unión. Este dinamismo de la Cruz es capaz de transformarnos por dentro, de hacernos vencer el egoísmo, el inmoderado amor a nosotros mismos que nos lleva a prescindir de los demás.

La cultura nos permite situarnos críticamente en el mundo. La “cultura” y el “culto” están íntimamente asociados. El hombre es aquel ser terreno que crea cultura, y que se deja modelar por la misma. Es, asimismo, el ser que da culto, que tributa honor a Dios y a lo sagrado.
He seguido la retransmisión de la llegada del Papa a París y de la ceremonia de bienvenida en el palacio presidencial. Los franceses, cuando quieren, saben hacer las cosas bien. Y hoy las han hecho bien.
He leído con gran interés, y con atención, un artículo del Cardenal Cañizares que hoy (11 de septiembre de 2008) publica el diario “La Razón”. Se titula el escrito: “El aborto, una derrota de la humanidad”. Tiene una virtud, a mi juicio, el Cardenal de Toledo: la valentía de decir lo que piensa en los medios de comunicación. Es muy fácil, tal vez, escribir en un Boletín Diocesano o en una Hoja Parroquial. Mucho menos cómodo resulta expresar la propia opinión en un periódico, donde nunca falta el juicio, muchas veces inmisericorde, del “otro”, del que no ve las cosas del mismo modo como las ve uno.
La sacralidad de la vida humana, o la debilidad de una ética sin Dios












