Domingo de Pascua: Al tercer día
En su novela “El loco de Dios en el fin del mundo”, Javier Cercas escribe: “la Iglesia no es solo un hospital de campaña, ni solo una ONG; también –o antes que nada– es el hogar inconcebible de Dios. Los Cristos de Elqui de Francisco no solo entregan su vida en holocausto por un mundo mejor; la entregan, sobre todo, por algo insuperable, infinitamente mejor que el mejor de los mundos: la resurrección de la carne y la vida eterna”.
Tiene razón. Sin la resurrección de Cristo, primicia de la resurrección de los muertos, la fe cristiana cae, no se mantiene. Lo afirma san Pablo con absoluta claridad: “si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe”.
El teólogo, primero luterano y después converso al catolicismo, Heinrich Schlier (1900-1978) resume lo que el Nuevo Testamento entiende por “resurrección de Cristo” con estas palabras: “en la resurrección de Jesucristo, Dios arrebató del dominio de la muerte a aquel que murió en la cruz y fue sepultado, y lo resucitó al poder y a la gloria de la vida donada por Dios, que es la vida en su forma absoluta, sin adjetivos. La resurrección de Jesucristo es la ascensión de Jesucristo muerto al poder vivificante de Dios”.