Sola fides
Una catequesis del Papa sobre San Pablo, en la Audiencia General del miércoles, 19 de noviembre, ha causado sorpresa en la opinión pública debido a una referencia a Lutero; y no a cualquier aspecto de la teología luterana, sino al centro de la misma, la justificación por la fe, por la “sola fe”. No es la primera vez que Benedicto XVI menciona a Lutero en el curso de estas catequesis paulinas. Lo hizo también el 24 de septiembre, a propósito de la explicación de 2 Cor 5,21 y de 2 Cor 8,9, citando un pasaje del Comentario a los Salmos del entonces todavía católico Martín Lutero.
La doctrina de la justificación es la clave sobre la que gira la reforma teológica luterana. Como es sabido, el Concilio de Trento abordó la problemática de la justificación en la sesión sexta, del 13 de enero de 1547. En el decreto tridentino se rechazaron las doctrinas luteranas sobre la justificación y sobre la cooperación del hombre con la gracia. En el canon 9, por ejemplo, puede leerse: “Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más que con que coopere a conseguir la gracia de la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema”.
El 31 de octubre de 1999 la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial hacían pública una “Declaración conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, en la que, por ambas partes, se reconocía que era posible “articular una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo”. Esta interpretación común “no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no dan lugar a condenas doctrinales”. De esta “Declaración conjunta” no se deduce que, en su día, no hubiese motivo para la condena doctrinal, sino que esa condena, hoy, queda superada por una más profunda interpretación del proceso de justificación. Una cosa son las diferencias en la fe y otra, distinta, las diferencias en la explicación teológica de la fe. Es posible estar unidos en la fe y diverger en la Teología.

Un cierto pudor nos impide, a veces, referirnos públicamente a todo lo que tenga que ver con el dinero. El dinero está muy bien visto, es un bien apetecido y apetecible, pero, en sociedad, no resulta de buena educación hablar sobre él. Mucho menos en la Iglesia. La palabra “Iglesia” se asocia, en el mapa semántico de la mente de muchos católicos, con otras palabras: “pobreza”, “gratuidad”, “limosna”, etc. Con menor frecuencia se vincula ese término a los conceptos de “corresponsabilidad”, “sostenimiento”, “contribución”.
El Día de la Iglesia Diocesana debe ayudarnos a meditar sobre nuestra pertenencia a la Iglesia y sobre nuestra corresponsabilidad en su labor pastoral y en su sostenimiento económico.
Cuando hablamos de las “iglesias de Oriente” pensamos, casi inmediatamente, en las iglesias precalcedonenses separadas de la antigua Iglesia unida – los armenio-gregorianos, los coptos, los etíopes y los siro-jacobitas – o bien en las iglesias ortodoxas, calcedonenses, ligadas a los patriarcados de Alejandría, de Antioquía, de Jerusalén y de Constantinopla que rompieron la comunión con la Iglesia de Roma. Hoy, al elenco de las iglesias ortodoxas, habría que añadir, al menos, el arzobispado del Monte Sinaí, la Iglesia de Rusia, de Georgia, de Serbia, de Rumanía, de Bulgaria, de Chipre, de Grecia, de Polonia y de Albania; a parte de las iglesias ortodoxas autónomas (Finlandia, Japón, China y Hungría).
La Basílica de Letrán, edificada por el emperador Constantino y dedicada en el año 324, es la catedral del Papa, la sede del Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Desde el siglo XI, la Iglesia Romana celebra la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán el día 9 de noviembre. Esta Basílica es llamada “cabeza y madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe” y constituye un punto de referencia para todos nosotros porque nos recuerda nuestra unión con el Papa. Como enseña el Concilio Vaticano II, el Sumo Pontífice “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen gentium 23). Sin el Papa, y mucho menos contra el Papa, no podemos vivir plenamente el misterio de la unidad de la Iglesia.






