Miércoles de Ceniza
La celebración de este miércoles, con el que comienza el tiempo de Cuaresma, se caracteriza, en el rito romano, por el austero símbolo de las cenizas. El gesto externo de cubrirse con ceniza, que representa la propia fragilidad y mortalidad, tiene un significado interior: asumir, cada uno de nosotros, un corazón penitente, dispuesto a acoger, por la misericordia de Dios, la redención, la liberación, abriéndonos a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual, muriendo al pecado y renaciendo a la vida de los hijos de Dios.
El profeta Joel apunta a esta renovación interior: “rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo” (cf Jl 2,12-18). Con el Salmo 50, pedimos: “Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”. Y el versículo antes del Evangelio, insiste: “No endurezcáis hoy vuestro corazón; escuchad la voz del Señor”.
Solo Dios, que crea a partir de la nada, puede crear en nosotros, pecadores, un corazón puro; un corazón capaz de amarle a él sobre todas las cosas: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. El corazón limpio es un corazón abierto a la santidad de Dios: abierto a la caridad, a la castidad, al amor de la verdad, a la ortodoxia de la fe (cf Catecismo, 2518). Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen”, escribe san Agustín.

El catolicismo llama “infierno” al estado de la autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Equivale al fracaso absoluto de la propia existencia, ya que el logro de la misma no se alcanza en el aislamiento, sino en la comunión. Si el infierno fuesen necesariamente los otros, entonces el hombre sería, como pensaba Sartre, una pasión inútil. Pero esta visión tan pesimista no es compatible con la enseñanza cristiana, que siempre invita a la esperanza.
En Dei Verbum 10, a propósito de la transmisión de la revelación divina, se habla de la relación que vincula a la Escritura con la Tradición y el Magisterio: “La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia”. El “depósito sagrado” es un concepto de enorme alcance ecuménico, porque aúna Escritura y Tradición, subordinando ambos testimonios, inseparables, que “manan de la misma fuente” (DV 9), a la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura y la tradición son la única Palabra de Dios transmitida de formas diferentes.












