Infierno

El catolicismo llama “infierno” al estado de la autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Equivale al fracaso absoluto de la propia existencia, ya que el logro de la misma no se alcanza en el aislamiento, sino en la comunión. Si el infierno fuesen necesariamente los otros, entonces el hombre sería, como pensaba Sartre, una pasión inútil. Pero esta visión tan pesimista no es compatible con la enseñanza cristiana, que siempre invita a la esperanza.

No obstante, no se trata de una esperanza ingenua que piense que todo va a ir bien, sea lo que sea lo que hagamos. De nuestras opciones, del uso de nuestra libertad, dependen muchas cosas, tanto para nosotros mismos como para los demás. Nuestras elecciones libres no carecen de consecuencias; consecuencias que incluso pueden llegar a ser definitivas. De ahí la importancia de la responsabilidad y de la conversión.

Jesucristo alude al infierno con términos muy graves. En el capítulo 25 del evangelio de Mateo dice: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. El magisterio oficial de la Iglesia ha recordado muchas veces la seriedad de esta advertencia.

En el magnífico “Juicio Final” de Miguel Ángel, en el centro de la parte inferior del fresco, aparecen los ángeles que han descendido muy bajo para tocar las trompetas y despertar a los muertos para que resuciten, unos para la gloria y otros para la condenación. El libro que recoge el nombre de los condenados es grueso y pesado, hacen falta dos ángeles para poder abrirlo. El libro de los elegidos es, en cambio, cuatro veces más pequeño. De los hombros de los ángeles cae, no obstante, un manto verde claro, que alude a la fe impregnada de esperanza.

“Dos cosas necesita conocer el hombre: la gloria de Dios y los castigos del infierno. Estimulados por la gloria y atemorizados por el castigo se guardan y retraen los hombres del pecado”, escribe Santo Tomás de Aquino. Pero, añade, aunque el juicio es temible, contra este temor debemos emplear cuatro remedios: El primero consiste en obrar bien; el segundo es la confesión y la penitencia; el tercero es la limosna, que todo lo purifica y el cuarto es la caridad, el amor a Dios y al prójimo, amor que cubre los pecados en bloque.

No es preciso profesar la fe cristiana para advertir que del mal uso de la libertad de unos derivan enormes sufrimientos para otros, tantos como para hacer que la tierra se asemeje en muchos casos al infierno: ¿quién puede medir el daño infligido a tantas víctimas por homicidas que anteponen su capricho a la justicia, su afán de lucro al respeto ajeno, su voluntad a la dignidad del otro? ¿Quién puede, responsable y de modo realista, banalizar el mal? ¿Quién puede pensar que da lo mismo hacer una cosa u otra?

“Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor […] En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno”, comenta Benedicto XVI.

Ante la perspectiva del Juicio, el himno latino “Dies irae” se dirige con confianza a Cristo: “Rey de tremenda majestad, que a los salvandos salvas gratis, sálvame, fuente de piedad”.

Guillermo JUAN-MORADO.

Publicado en Atlántico Diario.

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