8.12.14

Un exorcismo no es nada raro; es una oración

Un exorcismo es una oración; una de las formas de la oración de la Iglesia: “Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo” (Catecismo 1673).

 

Si quisiéramos precisar un poco más, diríamos que esa oración forma parte de un sacramental; de un signo sagrado con el que, de un modo parecido a lo que acontece con los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia.

 

Los sacramentales preparan a recibir la gracia y predisponen a cooperar con ella: Por ejemplo, una bendición – de un objeto, de un lugar o de una persona – o un exorcismo.

 

Salvo que arranquemos a los evangelios casi todas sus páginas – en un proceso de desmitologización racionalista - , hay que aceptar que Jesús practicó exorcismos  (cf Mc 1,25-26; etc.) y que la Iglesia ha recibido de Jesús el poder de exorcizar (cf Mc 3,15; 6,7.13; 16,17).

 

Realmente, el primer exorcismo acontece con el Bautismo: “Dios todopoderoso y eterno, que has enviado tu Hijo al mundo, para librarnos del dominio de Satanás, espíritu del mal, y llevarnos así, arrancados de las tinieblas, al Reino de tu luz admirable…”, se reza en cada Bautismo.

 

Los llamados exorcismos solemnes solo pueden ser practicados por un sacerdote y con permiso del Obispo. Pero un exorcismo solemne no deja de ser lo que es: un sacramental, que incluye una oración: “En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no de una enfermedad (cf. CIC can. 1172)” (Catecismo, 1673).

 

La prudencia, la moderación, la sensatez, llevará a discernir si se trata de un padecimiento puramente médico o de algo más. Pero esta apelación a la prudencia y al buen juicio no puede equivaler a la exigencia de una prueba médica – del tipo de un análisis de sangre o similar - , sino que, guste o no, remite al juicio de un hombre prudente, bien formado, que estime, en cada caso, si procede exorcizar o no hacerlo.

 

El Código de Derecho Canónico incluye, asimismo, los exorcismos entre los sacramentales – entre las oraciones que, a semejanza de los sacramentos, van acompañadas de signos – y establece: “Sin licencia peculiar y expresa del Ordinario del lugar, nadie puede realizar legítimamente exorcismos sobre los posesos”, y añade: “El Ordinario del lugar concederá esta licencia solamente a un presbítero piadoso, docto, prudente y con integridad de vida” (c. 1172).

 

¿Puede darse el error? Sin duda. Las cosas importantes de la vida siempre están vinculadas a juicios prudenciales; es decir, sujetos a error (un diagnóstico médico, una sentencia judicial, la corrección de un examen, etc.). Pero, si se respeta la libertad religiosa y la libertad de culto, no cabe que una legislación civil prohíba los exorcismos. Como no cabe, tampoco, que prohíba rezar, celebrar la Misa o bendecir la mesa. Ni le compete a la autoridad civil decidir si la Misa se ha celebrado bien o mal, si la mesa se ha bendecido bien o mal, o si el exorcismo se ha practicado bien o mal.

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6.12.14

Las colinas y los valles

¿Cómo podemos preparar la venida del Señor a nuestras vidas? Mediante la escucha de la predicación y la penitencia. El que predica la Palabra del Señor, como Isaías y Juan el Bautista, hace rectos los senderos posibilitando que esa Palabra llegue al corazón de los oyentes para penetrarlos con la fuerza de la gracia e ilustrarlos con la luz de la verdad.

 

La predicación es un anuncio de consuelo y de alegría: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40,1). El contenido de este anuncio es la alegría causada por la presencia de Dios: “aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina” (Is 40,9-10).

 

Juan el Bautista, que - como dice San Jerónimo - es el amigo del Esposo que conduce a la Esposa a Cristo, es la voz que grita en el desierto llamando a preparar el camino al Señor, predicando la conversión, anunciando la llegada del “que puede más que yo” (Mc 1,7).

 

La predicación de la Palabra de Dios es la proclamación del “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). El Evangelio es la “Buena Noticia” que tiene como objeto central la persona misma de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Jesús es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos […] Ahora, la Palabra no solo se puede oír, no solo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 12).

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3.12.14

El corazón, la verdadera realidad del hombre

El corazón designa el centro de la persona. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “el corazón es la sede de la personalidad moral”. No tener corazón equivale a ser insensible, a carecer de alma. Un “corazón de bronce” significa ser duro e inflexible, incapaz de apiadarse. En cambio, tener un “corazón de oro” indica benevolencia y generosidad. “Tocar el corazón” de alguien supone mover su ánimo para el bien.

 

El corazón, decía Romano Guardini, es “la verdadera realidad del hombre”. El hombre no es, por separado, espíritu y materia, sino que es “espíritu encarnado”; es alma y cuerpo a la vez: “Solo por el corazón vive el espíritu humanamente y vive humanamente el cuerpo del hombre. Solo por el corazón el espíritu se convierte en alma y la materia en cuerpo y solo por él existe, pues, la vida del hombre como tal con sus dichas y sus dolores, sus trabajos y sus luchas, miserable y grande al mismo tiempo”.

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29.11.14

Despertar del sueño

El profeta Isaías expresa el deseo ardiente de la venida del Señor (cf Is 63,16-19; 64,2-7). El pueblo atraviesa una situación dolorosa, ya que está desterrado en Babilonia, y dirige su mirada a Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. La memoria de la fe fundamenta este deseo: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”.

 

Ante este recuerdo brotan dos actitudes: por una parte, la aflicción por la propia infidelidad, la conciencia de que “nuestras culpas nos arrebatan como el viento”; pero, por otra, la oración confiada: “Vuélvete por amor a tus siervos”. Dios ama a su pueblo, nos ama a cada uno. Él es nuestro Padre, su nombre es “Nuestro Redentor” y  todos somos obra de su mano.

 

Como Israel, cada uno de nosotros ha de profundizar en este deseo de que Dios venga a nuestras vidas. La memoria de la llegada de Cristo en la Navidad, el recuerdo de su Pascua, la experiencia de sabernos amados y perdonados por Él suscitan también en nuestros corazones el arrepentimiento y la confianza: “Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).

 

Vinculada al deseo está la esperanza de la manifestación definitiva de nuestro Señor Jesucristo (cf 1 Cor 1,3-9). Se trata de una espera activa, de un compromiso que ha de traducirse en nuestras vidas, ya que debemos ser irreprensibles en el tribunal de Jesucristo. Pero esta exigencia no debe asustarnos, porque el Señor nos da su gracia: “Él os mantendrá firmes hasta el final”, dice San Pablo. Dios es fiel y no dejará que nos falte nada para corresponder a su llamada, a la vocación cristiana.

 

Jesús nos pide vigilancia: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento” (Mc 13,33).  Jesucristo es el dueño de la casa que puede venir en cualquier instante: “El hombre que saliendo a un viaje largo dejó su casa es Cristo, quien, subiendo triunfante a su Padre después de la resurrección, dejó corporalmente la Iglesia, sin privarla por eso de la protección de la presencia divina”, comenta San Beda.

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22.11.14

La justicia y la gracia

Jesucristo, Rey del Universo, lleva a su consumación el plan salvador de Dios. Él es el supremo Pastor, Rey y Juez de todos los hombres, tal como había profetizado Ezequiel (cf Ez 34,11-17). Jesucristo nos acompaña todos los días de nuestra vida; nos guía por el sendero justo y nos conduce a la casa del Padre (cf Sal 22).

 

Él es el Rey del mundo y el Señor de la historia. Quiere reinar en el mundo reinando en nuestros corazones. “Nosotros, y solo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia", comenta Benedicto XVI.

 

Aunque no es de este mundo, el reino de Cristo tiene implicaciones en este mundo. Su mensaje no puede reducirse a una cuestión puramente privada, sino que posee una dimensión social. Toda la organización de la vida social y política debe estar sometida al reino de Cristo, reconociendo la soberanía de Dios y la dignidad de los seres humanos.

 

Nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo, depende de nuestra correspondencia a la gracia, que se traduce de modo concreto en la decisión de practicar la justicia y no la iniquidad, de abrazar el perdón y no la venganza, el amor y no el odio. Como enseña el Concilio Vaticano II: “Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial” (Gaudium et spes, 93).

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