Juzgar que no se debe juzgar

En una parroquia de una diócesis, pongamos la mía, ha sucedido lo que, en ocasiones, sucede: que un párroco estima que la persona elegida para ser madrina, o padrino, de un bautizado, no es la persona adecuada: por no tener la edad suficiente, por no haber sido confirmada, por no vivir, al menos externamente, en conformidad con la fe católica, etc. Es obvio que alguien que vive en pareja sin haber contraído con su conviviente matrimonio canónico se aparta, externamente, de la ley de Dios y de la disciplina de la Iglesia. No querer verlo sería negar lo obvio.

Que el obispo respalde esa decisión del sacerdote es lo normal y lo justo. Porque, párroco y obispo, están sometidos al derecho canónico, cuyo responsable máximo es el papa.

En el cristianismo, se debe procurar que lo que aparece se corresponda con lo que es. La apariencia debe reflejar la realidad, y no eclipsarla. Bautizar a un niño es introducirlo en el mundo de la fe, de las realidades sobrenaturales. Equivale a hacerlo miembro de la familia de la Iglesia, con toda su herencia de verdad, con todo su compromiso de bondad, con toda su potencia de belleza.

No se bautiza a un niño con la finalidad de que sea un pagano o un apóstata. Se le bautiza para que llegue a ser santo. Y, si se puede, se le proporciona ayudas. Como un padrino o una madrina, o un padrino y una madrina. Si se puede, si no, no. Si no, bastará con algún bautizado que actúe de testigo de que ese bautismo se ha celebrado. Y si no se puede ni eso, pues ni eso.

Mejor la carencia de padrinos que un baile de disfraces, haciendo pasar por padrinos o madrinas idóneos a quienes, por causas públicas y objetivas, no podrían serlo. Seleccionar si alguien puede desempeñar bien un servicio eclesial no significa discriminar a nadie de modo injusto, ni sentenciar nada acerca de la bondad o maldad de su corazón. Significa, simplemente, intentar hacer bien las cosas.

En un periódico de una ciudad, pongamos que es la mía, un articulista finge indignarse: “¿Quiénes son el cura y el obispo para juzgar?”. Es casi imposible responder a lo que escribe este articulista. Carece por completo de lógica. Lo mezcla todo. Lo confunde todo. Lo enreda todo.

Eso sí, él no se priva de juzgar. Él sí puede hacerlo, sin que se sepa quién lo ha investido de esa autoridad en las cuestiones sacramentales católicas, y, hasta citando a Cristo, como si él estuviese a la altura del Mesías, lanza sobre párroco y obispo, la acusación de “hipócritas” y de “sepulcros blanqueados”.

En uno de los diálogos platónicos, uno de los personajes pregunta sobre otro: “¿Es griego y habla griego?”. Sin un idioma comprensible por ambas partes, y sin una razón que se pretenda universal, el diálogo no es posible. Sería lo que comúnmente se denomina un diálogo de besugos, donde la lógica está ausente.

En el texto del articulista no he captado la lógica por ninguna parte. Se limita a vociferar, a expresar sus prejuicios y sus carencias cognitivas. Eso sí, no se priva de juzgar. Como si supiese de lo que habla.

Guillermo Juan Morado.

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