Rapsodas de la nada

No salgo de mi asombro al comprobar cómo tantos jóvenes se convierten en soldados y guerrilleros de no se sabe qué causa. Quizá quienes con sus palabras y sus silencios los apoyan y manipulan saben de sobra por qué y para qué. Yo no. Solo siento por estos jóvenes en caída libre hacia el abismo una sincera piedad.

La palabra “cultura”, como todas las palabras, está sometida al juego – rico y variado, como rico y variado es el mundo – de la analogía. Las palabras no suelen ser unívocas – no es frecuente que un solo término tenga un solo significado - , ni equívocas – tampoco es lo más común que una misma palabra signifique cosas completamente distintas -, sino análogas – las palabras significan cosas distintas, pero con cierto parecido entre sí-.

La cultura es, al mismo tiempo, el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico y el conjunto de modos de vida y costumbres de una época o grupo social. La primera acepción apunta a la cultura como formación, la segunda acepción es más sociológica, la cultura como modo de vida. Pero hay una relación entre ambas acepciones. En cierto modo, mediante la cultura uno se perfecciona a sí mismo y se inserta en la sociedad.

No todo es “cultura”, no todo perfecciona ni todo ayuda a vivir socialmente; es decir, como seres humanos. Tampoco la palabra “arte” es unívoca. Es de lo más análoga, rozando casi con lo equívoco. Se habla de “bellas artes” y de “malas artes” y apenas, entre unas y otras, hay nada en común, más allá de la destreza para ejecutar algo.

En nuestra sociedad se sobrevalora la expresión “mundo de la cultura”, así como la expresión “mundo del arte”. Son conjuntos en los que cabe casi todo; aunque normalmente están poblados por el amplio muestrario de los “famosos”. Uno puede ser famoso por haber hecho una contribución a la ciencia, por cantar bien, por ser un asesino en serie o una estrella de cine. Casi por cualquier cosa.

Uno puede ser famoso por hacer apología de la violencia y del terrorismo o por acumular condenas que, alguna vez, han de ser cumplidas. Eso entra dentro de lo normal, incluso de la normalidad de los países que dicen ser democráticos. Hasta aquí todo es más o menos “normal”.

No lo es tanto esa carga de agresividad, ese descontento, esa disposición de tantos jóvenes a ser instrumentalizados. Tampoco es normal, aunque no resulte extraño, que esa fuerza bruta del descontento se canalice, por intereses bastardos, a favor de lo peor. ¿Quién desea que su hijo o su hermano se convierta en un rapsoda de la nada? ¿En un lanza-adoquines? ¿Quién, de verdad, lo desea?

En una democracia todos exigimos la libertad de expresión. Pero, en caso de conflicto, el ejercicio concreto de esa libertad, como el de todas las libertades, ha de ser sometido al arbitraje del derecho. Al arbitraje, no a la arbitrariedad del que manda más, del que grita más o del que tira la piedra más lejos.

Sí hubo jóvenes que lucharon y arriesgaron su vida ante poderes totalitarios y destructivos, como los componentes de la “Rosa Blanca”, un grupo de resistencia frente a los nazis en la Alemania de la II Guerra Mundial. El núcleo de esta asociación lo constituían jóvenes cristianos estudiantes de la Universidad de Munich; entre ellos los hermanos Hans y Sophie Scholl, condenados a muerte y guillotinados por el régimen de Hitler.

El novio de esta última, de Sophie, escribió: “La conciencia nos da la capacidad de distinguir entre el bien y el mal”. Apelaban a la conciencia, no a los adoquines. Habían adquirido una verdadera formación, que iba más allá de una apuesta suicida por la nada.

 

Guillermo Juan Morado.

Publicado en “Atlántico Diario”.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.