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12.10.21

Fe, subjetividad, sensibilidad

Hace ya mucho tiempo que reflexiono sobre la fe. A mi modo de ver, es el tema fundamental: “Creer o no creer”. No me refiero a creer en cualquier cosa, sino, específicamente, a creer en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre.

Lo debates centrados en el binomio fe-razón siguen siendo procedentes, pero se han quedado un poco anticuados. El hombre no es solo razón. El hombre, el sujeto creyente, en este mundo terreno, es un espíritu encarnado. Es razón y voluntad, razón y pasión, cuerpo y alma. Es todo eso en la unidad de lo humano.

La apologética, la argumentación en favor de la fe, falla si olvida al sujeto; al destinatario de la revelación cristiana. Lo supo expresar muy bien el filósofo Maurice Blondel: “No nos cansamos de repetir argumentos conocidos, de ofrecer un objeto, mientras que es el sujeto quien no está dispuesto. No es nunca del lado de la verdad divina, sino del lado de la preparación humana, donde se halla la diferencia y donde el esfuerzo de la demostración debe realizarse”.

El que está llamado a creer, en este mundo, es el ser humano. Un sujeto que sintetiza los datos objetivos. El problema del hombre, la cuestión del sentido de la vida, es el camino que Dios ha elegido para revelarse, para darse a conocer; es el camino de la Encarnación: “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22).

La fe es, desde la perspectiva humana, la principal opción de la libertad. Vivir humanamente es optar. Y creer es ejercitar hasta el fondo esta posibilidad, escogiendo el amor a Cristo y a los hermanos como la finalidad verdadera y última de la propia vida. Creer es optar; creer es ser libre; creer es llevar a plenitud la propia humanidad.

El sujeto ha de estar dispuesto. Y el sujeto es cuerpo y alma. Es lo visible y lo invisible. Joseph Ratzinger dice que “el hombre debe poner el pie en la ‘escala’ del cuerpo, para encontrar en ella el camino al que la fe lo invita”. Y hablar del cuerpo es hablar de la sensibilidad, del corazón. Decía Saint Exupéry: “Solo se ve bien con el corazón”.

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