Fe, subjetividad, sensibilidad

Hace ya mucho tiempo que reflexiono sobre la fe. A mi modo de ver, es el tema fundamental: “Creer o no creer”. No me refiero a creer en cualquier cosa, sino, específicamente, a creer en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre.

Lo debates centrados en el binomio fe-razón siguen siendo procedentes, pero se han quedado un poco anticuados. El hombre no es solo razón. El hombre, el sujeto creyente, en este mundo terreno, es un espíritu encarnado. Es razón y voluntad, razón y pasión, cuerpo y alma. Es todo eso en la unidad de lo humano.

La apologética, la argumentación en favor de la fe, falla si olvida al sujeto; al destinatario de la revelación cristiana. Lo supo expresar muy bien el filósofo Maurice Blondel: “No nos cansamos de repetir argumentos conocidos, de ofrecer un objeto, mientras que es el sujeto quien no está dispuesto. No es nunca del lado de la verdad divina, sino del lado de la preparación humana, donde se halla la diferencia y donde el esfuerzo de la demostración debe realizarse”.

El que está llamado a creer, en este mundo, es el ser humano. Un sujeto que sintetiza los datos objetivos. El problema del hombre, la cuestión del sentido de la vida, es el camino que Dios ha elegido para revelarse, para darse a conocer; es el camino de la Encarnación: “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22).

La fe es, desde la perspectiva humana, la principal opción de la libertad. Vivir humanamente es optar. Y creer es ejercitar hasta el fondo esta posibilidad, escogiendo el amor a Cristo y a los hermanos como la finalidad verdadera y última de la propia vida. Creer es optar; creer es ser libre; creer es llevar a plenitud la propia humanidad.

El sujeto ha de estar dispuesto. Y el sujeto es cuerpo y alma. Es lo visible y lo invisible. Joseph Ratzinger dice que “el hombre debe poner el pie en la ‘escala’ del cuerpo, para encontrar en ella el camino al que la fe lo invita”. Y hablar del cuerpo es hablar de la sensibilidad, del corazón. Decía Saint Exupéry: “Solo se ve bien con el corazón”.

La tradición cristiana habla del amor como una potencia que conoce más allá de los límites de la razón: “el amor entra y se acerca, donde la razón está fuera”, dice Hugo de San Víctor. Y Ricardo de San Víctor escribe: “El amor es el ojo y el amar es la visión”.

El cristianismo es sensible. Es cordial. Es divino-humano. Es el “Cor ad cor loquitur” de Newman. En el corazón se expresan las pasiones del hombre. Y hasta la Pasión de Cristo.

Dios tiene corazón. Así lo han visto los místicos medievales al leer en “Cantar de los Cantares”. Y así se expresa en el capítulo 11 del libro de Oseas: “porque yo soy Dios y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira”.

En el Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del corazón de Dios. Ya, en la época patrística, algunos autores cristianos se inspiran en la escuela estoica, que ve en el corazón el sol del cuerpo, el Logos en nosotros. Y en el Logos, el corazón del mundo.

El corazón es el lugar de encuentro con el Logos. “Regresemos al corazón para encontrarle”, decía san Agustín. Como escribe J. Ratzinger: “La tarea del corazón es la autoconservación, la resistencia y la consistencia de lo propio. El corazón traspasado de Jesús también ha ‘revolucionado’ o ‘trastocado’ esa definición (cf. Os 11,8). Ese corazón no es autoconservación, sino donación de sí. Él salva al mundo, en cuanto se abre. La revolución del Corazón abierto es el contenido del misterio pascual”.

Hay que preparar al sujeto, hablándole al corazón. El corazón de Cristo llama, habla a nuestro corazón. Sin llamar a esa puerta, la apologética, con todo su valor, vale muy poco. Hay que allanar el camino a la Pascua.

 

Guillermo Juan-Morado.

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