InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2011

29.11.11

Profesión de fe: ¿No es válida para todos?

PROFESIÓN DE FE

Fórmula a utilizar en los casos en que
el derecho prescribe la profesión de fe

“Yo, N., creo con fe firme y profeso todas y cada una de las cosas contenidas en el Símbolo de la fe, a saber:

Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

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La elección del celibato

“Una vez obtenida la certeza moral de que la madurez del candidato ofrece suficientes garantías, estará él en situación de poder asumir la grave y suave obligación de la castidad sacerdotal, como donación total de sí al Señor y a su Iglesia.

De esta manera, la obligación del celibato que la Iglesia vincula objetivamente a la sagrada ordenación, la hace propia personalmente el mismo sujeto, bajo el influjo de la gracia divina y con plena conciencia y libertad, y como es obvio, no sin el consejo prudente y sabio de experimentados maestros del espíritu, aplicados no ya a imponer, sino a hacer más consciente la grande y libre opción; y en aquel solemne momento, que decidirá para siempre de toda su vida, el candidato sentirá no el peso de una imposición desde fuera, sino la íntima alegría de una elección hecha por amor de Cristo“.

Pablo VI, Encíclica “Sacerdotalis caelibatus”, 72.

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27.11.11

¿Celibato opcional? Sí

No hay ninguna duda: a nadie se le puede obligar, en contra de su voluntad, a vivir el celibato. Tampoco a los sacerdotes. Un hombre, o una mujer, tiene derecho, si encuentra a un posible cónyuge, a contraer matrimonio. El matrimonio entra dentro del campo del derecho natural. Las normas de la Iglesia, o de los Estados, pueden aquilatar el cómo, las formalidades, pero el derecho está ahí, basado en el orden de la creación.

En la Iglesia Católica de rito latino existe, de hecho, un vínculo entre sacerdocio y celibato. Eso significa que los varones que se sientan llamados al sacerdocio han de verificar si, a la vez, tienen la vocación celibataria. Una duda persistente al respecto es motivo más que sobrado para desistir, para dejar el Seminario, para pensar en otra cosa.

Cuando uno es ordenado diácono promete, libremente, de manera pública, ante Dios y su Iglesia, que está dispuesto a vivir la continencia perpetua y perfecta por el reino de los cielos. Esa promesa, para ser válida, ha de ser plenamente libre, sin coacción de ningún tipo. Y ha de desistir quien vea que su camino no discurre por esos senderos.

¿La promesa del celibato es una vacuna contra el enamoramiento, contra nuevos “enamoramientos"? No. Pero sí es un recordatorio permanente para la responsabilidad. No se puede ser todo a la vez. Si se es una cosa, no se puede, muchas veces, ser otra. Quien opta por casarse no puede, al mismo tiempo, querer estar soltero. Quien decide ser padre no puede, con coherencia, despreocuparse de su prole. Quien elige, “sic rebus stantibus", aceptar la vocación sacerdotal en la Iglesia latina ha de hacerlo con todas las consecuencias.

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26.11.11

El deseo, la espera y la vigilancia

Homilía para el Domingo I de Adviento (ciclo B)

El profeta Isaías expresa el deseo ardiente de la venida del Señor (cf Is 63,16-19; 64,2-7). El pueblo atraviesa una situación dolorosa, ya que está desterrado en Babilonia, y dirige su mirada a Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. La memoria de la fe fundamenta este deseo: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”.

Ante este recuerdo brotan dos actitudes: por una parte, la aflicción por la propia infidelidad, la conciencia de que “nuestras culpas nos arrebatan como el viento”; pero, por otra, la oración confiada: “Vuélvete por amor a tus siervos”. Dios ama a su pueblo, nos ama a cada uno. Él es nuestro Padre, su nombre es “Nuestro Redentor” y somos todos obra de su mano.

Como Israel, cada uno de nosotros ha de profundizar en este deseo de que Dios venga a nuestras vidas. La memoria de la llegada de Cristo en la Navidad, el recuerdo de su Pascua, la experiencia de sabernos amados y perdonados por Él suscitan también en nuestros corazones el arrepentimiento y la confianza: “Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).

Vinculada al deseo está la esperanza de la manifestación definitiva de nuestro Señor Jesucristo (cf 1 Cor 1,3-9). Se trata de una espera activa, de un compromiso que ha de traducirse en nuestras vidas, ya que debemos ser irreprensibles en el tribunal de Jesucristo. Pero esta exigencia no debe asustarnos, porque el Señor nos da su gracia: “Él os mantendrá firmes hasta el final”, dice San Pablo. Dios es fiel y no dejará que nos falte nada para corresponder a su llamada, a la vocación cristiana.

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25.11.11

Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir

Una homilía dedicada a la patrona de los filósofos

El papa Benedicto XVI nos recuerda que “cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios” (cf “Verbum Domini”, 48). La vida de Santa Catalina de Alejandría, su martirio, nos ayuda a interpretar el texto evangélico que, insistentemente, repite: “No tengáis miedo” (cf Mt 10, 28-33).

El Señor da ánimo a sus discípulos para que no se asusten. Ya en algunos pasajes del Antiguo Testamento se ponen en boca de Dios esas palabras para mostrar que es Él quien, en momentos difíciles, consuela, alienta y garantiza la seguridad. El cristiano no debe temer a los perseguidores, que solo pueden matar el cuerpo. El único temor que cabe es el temor de Dios, pues Él sí tiene poder sobre el alma y el cuerpo.

Seguramente que la virgen Santa Catalina escuchó muchas veces esa exhortación de Jesús; esa llamada al coraje, a la valentía. De ella se cuenta que se atrevió en público a desafiar al emperador por haber ordenado ofrecer sacrificios a los dioses y a debatir con los mejores retóricos que, al final, se declararon vencidos. La perspectiva de la muerte no consiguió reducirla al silencio, pues estaba convencida de que el martirio no representaba el final definitivo.

Dios no se olvida de nosotros. Es nuestro Padre. Basados en esta confianza no debemos entregarnos a preocupaciones exageradas o falsas, sino abandonarnos en sus manos. Y no faltan ciertamente, en nuestra propia vida o en la situación del mundo, motivos que inducen a la inquietud, al desasosiego y a la pesadumbre. Dios no ha dejado de ser Dios ni ha retirado a Jesucristo el señorío sobre la historia. En medio de la humanidad los cristianos hemos de ser testigos de la esperanza; de una esperanza activa que mueve a mejorar lo que esté a nuestro alcance pero, a la vez, de una esperanza serena.

Lo decisivo, en el momento de la prueba, es confesar a Jesús, asumiendo la responsabilidad del propio testimonio. A nuestra confesión o negación de Jesús ante los hombres corresponde la confesión o negación de Jesús ante el Padre en el juicio final, que es el único auténticamente irreversible.

La “homologesis”, el reconocimiento público de la fe, incluye – como pone de manifiesto el ejemplo de Santa Catalina – el recurso a la razón y a la palabra. En este sentido, toda Teología incorpora, como un momento de su propia tarea, el pensar filosófico. No es extraño que el magisterio pontificio – de León XIII, del Beato Juan Pablo II y de Benedicto XVI, por citar solamente algunos nombres - recuerde que “el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al sacerdocio” (Juan Pablo II, “Fides et ratio”, 62).

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