InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Abril 2011

21.04.11

Los amó hasta el extremo

Homilía para la Misa vespertina de la Cena del Señor

El evangelio de San Juan nos proporciona la clave para interpretar el sentido de la Pascua del Señor: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La muerte de Jesús, el “paso” de este mundo al Padre, es la culminación del amor que había presidido toda su vida.

El amor incondicional de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no retrocede ante nada y no se deja vencer por nuestro rechazo y por nuestra infidelidad. Llega hasta el extremo de asumir la muerte, consecuencia del pecado, para vencerla. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tal como había testimoniado Juan el Bautista (cf Jn 1,29).

Él es el Siervo que muere por los pecados del pueblo, dejándose conducir a la cruz “como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7). Él es el Cordero pascual, sin tacha, que rescata a los hombres al precio de su sangre (cf 1 Cor 5,7). Él es también el Cordero exaltado al cielo por su resurrección (cf Ap 5). Como escribe Melitón de Sardes en una homilía sobre la Pascua, Él es “aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro”.

Con la institución de la Eucaristía en la última Cena – institución que San Pablo recoge en la primera carta a los Corintios (cf 1 Cor 11,23-26) - , el Señor ofrece por sí mismo la vida que se le quitará en la cruz: “Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por los otros y a los otros […] Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección”, comenta Benedicto XVI.

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19.04.11

La Pasión de Cristo: Getsemaní

“Todo lo que al Señor se refiere es infinito, y lo que observamos en una primera mirada es sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad”. La frase es del beato John H. Newman, de uno de sus “Discursos sobre la fe”. Contemplar a Cristo es un ejercicio que no tiene fin, que dilata los horizontes de nuestra vida abriéndola a la vida de Dios.

La Semana Santa nos invita a practicar este ejercicio, con un espíritu de adoración más que de investigación. En el estremecedor discurso de Newman la atención se dirige a los “padecimientos que nuestro Señor padeció en su alma inocente”, a los “sufrimientos mentales” y no solo a los físicos. Es más fácil percibir, en los otros, el dolor del cuerpo que el dolor del alma. El dolor físico suscita nuestra compasión. Las imágenes de un Cristo lacerado despiertan nuestra sensibilidad, como la despierta la visión de otro ser humano que experimenta el dolor. En cambio, el sufrimiento del alma, del alma del otro, resulta mucho más difícil de compartir. Solemos dejar solo al que se ve aquejado de este mal. Nos asusta tanto, nos incomoda hasta tal punto, que huimos instintivamente, porque tememos el contagio con mayor miedo que el contagio de la peste. El dolor del otro no es, automáticamente, mi dolor. Pero el sufrimiento del otro sí amenaza con convertirse en mi sufrimiento.

Jesús poseía un alma como la nuestra y “padeció su pasión redentora en el alma tanto como en su cuerpo”. Lo que hace más costoso el dolor, observa Newman, es que no podemos evitar pensar en él mientras sufrimos. Y, encima, también la memoria, y no solo el entendimiento, convierte el dolor en insufrible: “la memoria de los precedentes momentos dolorosos actúa sobre el dolor que sigue y lo va acercando a un límite”.

El dolor de Cristo es aun más singular que el nuestro. No es solo un dolor consciente, como el nuestro, ni solo un dolor con memoria, como el nuestro; es, a diferencia del nuestro, un dolor voluntario. Jesús, Dios y hombre, sufrió porque “quiso” sufrir, porque quiso, en su soberana voluntad, aceptar el sufrimiento: “No hizo nada a medias. No apartó su mente del dolor, como hacemos nosotros. No dijo una cosa, para retirarla luego. Habló y actuó en consecuencia”.

La Pasión de Cristo es, de este modo, una Pasión activa: “Su pasión fue en realidad una acción. Vivía intensísimamente mientras languidecía, desmayaba y moría. Murió por un acto de su voluntad, pues inclinó su cabeza en señal de mandato y de resignación al mismo tiempo, y exclamó: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Jesús entregó su vida, no la perdió”.

Nos falta, pienso, profundizar en el misterio de la Encarnación, tratando de adentrarnos, en esa mirada que se abre al infinito, en cómo el Hijo de Dios no sólo se hizo hombre, sino en que vivió como hombre en la tierra y en que como hombre vive para siempre en el cielo: “Dios era quien sufría. Dios sufría en su naturaleza humana”, dice, no sin audacia, Newman.

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Lo de menos es la excomunión

No es fácil deslindar los campos de la moral y del derecho. Sin duda, ambos terrenos se entrecruzan y, a la larga, un derecho completamente separado de la moral no puede subsistir. Un derecho sin ninguna referencia moral es arbitrario e irracional. Llegaría a imponerse, quizá, con la fuerza, pero jamás podría convencer.

El derecho mira, sobre todo, a la regulación de la vida común. La moral, sin olvidar la vida común, apela no solo a la ley positiva sino a lo que en conciencia podemos hacer o debemos evitar.

No hay una equivalencia automática entre mal moral y delito. Y, en justicia, no siempre deben coincidir ambas cualificaciones. Si yo pienso negativamente de otra persona, ese pensamiento mío puede ser injusto, pero no necesariamente ha de ser contrario al derecho positivo. Piense lo que piense, por solo pensar, no se va a ver alterada la vida común. De mis pensamientos sabemos Dios y yo. No pueden saberlo los demás, si no manifiesto mi pensamiento a otros.

Algo así sucede también en la vida de la Iglesia. Existe un derecho canónico, porque la Iglesia es una sociedad. Pero el derecho canónico, tan importante y tan necesario, no agota, ni lo pretende, la vida moral.

Algunos comportamientos inadecuados están sancionados en el derecho de la iglesia como delitos canónicos. Pero no debemos perder la perspectiva: El mal es mal no, ante todo, por ser delito. Si algo es delito es porque, previamente, es un mal.

Determinados males no están tipificados, que yo sepa, como delitos en el código canónico. Y no porque sean males de segunda fila, males “menores, o “cuasi-bienes”. Hay comportamientos que ya llevan consigo la suficiente condena instintiva, social y penal (en la legislación del Estado, por ejemplo) que hacen innecesaria una tipificación canónica.

Creo que no está tipificado como delito canónico el que un hijo mate a su madre. Ni lo está ni tiene por qué estarlo. No hace falta que la ley de la Iglesia advierta con penas añadidas de la gravedad de un comportamiento que es en sí mismo tan grave que cualquiera puede tomar conciencia de su malicia.

En cambio, otros males sí están tipificados en la legislación de la Iglesia como delitos. Yo creo que se trata de una medida pedagógica: “¡Cuidado!, se nos dice, esto, que quizá la sociedad civil apruebe o no condene, no vale para un discípulo de Cristo. “¡Cuidado!, se nos recuerda, esto, que la sociedad civil considera indiferente, supone un daño grave para la comunidad de los creyentes.

A la hora de juzgar la responsabilidad penal de un presunto delincuente, la justicia – del Estado o de la Iglesia – ha de extremar las precauciones. Nadie es culpable mientras no se demuestre. Es más, las leyes penales se han de interpretar estrictamente. Y eso otro de “en caso de duda, pro reo”.

La histeria de la “tolerancia cero”, que parece haberse desencadenado en el ámbito canónico exclusivamente en casos de abusos sexuales, me parece, en principio, muy poco sensata. A ver si en aras de la eficacia vamos a pasar por encima de la justicia y de sus exigencias. Tolerancia con los abusos, ninguna. Precipitación “administrativa”, tampoco.

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16.04.11

La subida hacia la Cruz

Homilía para el Domingo de Ramos

La entrada del Señor en Jerusalén tiene como meta la cruz: “es la subida hacia el ‘amor hasta el extremo’ (cf Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios” (Benedicto XVI). En este sentido, la celebración del Domingo de Ramos une el recuerdo de las aclamaciones a Jesús como Rey y Mesías con el anuncio del misterio de su Pasión.

“Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!” (Mt 21,9). Esta exclamación, “Hosanna”, era una expresión de súplica y, a la vez, de alegría con la que los discípulos y los peregrinos que acompañaban a Jesús manifestaban su alabanza jubilosa a Dios, la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías y, a la vez, la petición de que fuera instaurado el reinado de Dios.

Jesús es aclamado como “el que viene en nombre del Señor”, como el Esperado y Anunciado por todas las promesas. El profeta de Nazaret de Galilea, desconocido para la mayoría de los habitantes de Jerusalén, es, sin embargo, reconocido por los niños hebreos como el hijo de David (cf Mt 21,15).

Jesús es el Rey que, tal como había profetizado Zacarías, se presenta de forma humilde, montado en una burra acompañada por su burrito (cf Mt 21,5). Es un rey manso y pacífico, que no viene a disputar el poder al emperador de Roma, sino viene a cumplir la voluntad salvadora de Dios. “Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y de la sencillez, un rey de los pobres”, comenta Benedicto XVI.

En la cruz un letrero proclamará su realeza: “Éste es Jesús, el Rey de los judíos”. Su título real se convierte, por el rechazo de los hombres, en un título de condena, como si finalmente prevaleciese el reino del pecado sobre el reinado de Dios. Pero Jesús no se echa atrás ante ese rechazo del mundo al amor de Dios. Él, como el Siervo del Señor del que habla el profeta Isaías (Is 50,4-7), sostenido por la palabra de Dios, asume en la obediencia y en la esperanza el sufrimiento causado por ese rechazo.

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14.04.11

La grave enfermedad

Hablando de la redención Benedicto XVI ha dicho que “si para salvarnos el Hijo de Dios tuvo que sufrir y morir crucificado, no se trata de un designio cruel del Padre celestial. La causa es la gravedad de la enfermedad de la que debía curarnos: una enfermedad tan grave y mortal que exigía toda su sangre” (31.8.2008).

A poco que abramos los ojos podemos percibir que el mal y el pecado constituyen una realidad: en nuestras propias vidas, en la historia de la humanidad e incluso en el conjunto del cosmos. El peso del mal es tan intenso que no puede ser reparado con facilidad. No resulta gratis sembrar amor en medio del odio, justicia donde reina la injusticia, esperanza donde hay desesperación.

No es sencillo curar a quien padece una enfermedad grave, sino que exige un gran esfuerzo por parte de los médicos y del mismo paciente. Cristo es el médico que se hace a la vez paciente. Cristo es el que sana padeciendo; el que padece sanando. Su encarnación es real y no simulada, así como es real su pasión y su cruz: “No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti”, decía Orígenes.

El Hijo de Dios tomó nuestra carne, se hizo uno de nosotros, asumió incluso el reverso de la condición humana – cargando con nuestros pecados, con nuestra limitación y con nuestra muerte - . Haciéndose hombre, el Hijo de Dios manifestó, hasta las últimas consecuencias, el amor absoluto e incondicional del Padre: “Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus llagas habéis sido curados” (1 P 2,24).

El Señor nos ha dado, en la cruz, un arma para seguir venciendo el mal. Nos ha dado su amor, su omnipotente amor que triunfa incluso en medio de la mayor debilidad: “La Cruz constituye el supremo y perfecto acto de amor de Jesús, que da la vida por sus amigos”, recuerda el Papa. Por ella, por la cruz, todo es sanado y llevado a su plenitud.

Cristo es el grano de trigo que muere y da mucho fruto, que hace evidente el triunfo del amor sobre la muerte. El camino de la vida es la entrega, la donación, el “perderse para encontrarse”.

Una redención sin sangre sería, casi, una redención que no toma en cuenta la gravedad de la injusticia: “¿Por qué era necesario sufrir para salvar al mundo? Era necesario porque en el mundo existe un océano de mal, de odio, de violencia, y las numerosas víctimas del odio y de la injusticia tienen derecho a que se haga justicia. Dios no puede ignorar este grito de los que sufren, oprimidos por la injusticia. Perdonar no es ignorar, sino transformar; es decir, Dios debe entrar en este mundo y oponer al océano de la injusticia el océano más vasto del bien y del amor” (Benedicto XVI).

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