Nadal, al Seminario
Tiene cara de buen chico. Y dicen que la cara es el espejo del alma, aunque el aspecto y la apariencia pueden engañar, pero no creo que sea el caso. De Rafa Nadal, de sus méritos deportivos, de su saber ganar, se ha escrito tanto que poco puedo añadir yo. Sobre todo porque, en lo que al deporte se refiere, mi ignorancia es absoluta. No recuerdo haber visto nunca, entero, un partido de fútbol; ese extraño juego entre dos equipos, de once jugadores cada uno, cuya finalidad es hacer entrar un balón por una portería. No logro descifrar el misterio que encierra este juego, ni las claves ocultas que consiguen acaparar incondicionalmente la atención de los espectadores. Pero hace mucho tiempo que he renunciado a intentar explicarlo todo.
Si el fútbol es complejo en su aparente simplicidad, ¿qué decir del tenis? En este deporte dos personas se lanzan alternativamente una pelota, utilizando raquetas, por encima de una red, con el propósito de que la otra parte no acierte a devolverla. Si ustedes me explican la segunda ley de la termodinámica, no les aseguro mi comprensión. Pero los enigmas relativos al calor y a las restantes formas de energía se me antojan, en su dificultad, más asequibles y cercanos que los arcanos del tenis. Los torneos; los “Roland Garros”, los “Wimbledon” y los “Open de Australia” suenan a mis oídos con la misma cadencia esotérica con la que puedo escuchar un mantra en sánscrito.