El rechazo de Dios
El fenómeno del rechazo, de la resistencia, de la contradicción, está presente en la vida y en el ministerio de Jesús y, en consecuencia, en la vida y en el ministerio de la Iglesia. La parábola que recoge el evangelista San Mateo (21,28-32) contrapone dos actitudes: la de aquellos que obedecen sólo de palabra y la de aquellos que, a pesar de la oposición inicial, terminan obedeciendo con las obras. El Señor describe con esta parábola una experiencia propia: la resistencia a creer en Él por parte de los fariseos, de los letrados y de los sacerdotes de Jerusalén; es decir, de aquellos que, al menos en teoría, dicen “sí” a Dios, porque afirman conocer la Ley y presumen de cumplirla, pero rechazan a los enviados de Dios, incluso al mismo Hijo de Dios.
Por el contrario, los considerados últimos desde el punto de vista religioso; los pecadores públicos, como los publicanos y las prostitutas, a pesar de su desobediencia inicial a Dios – ya que viven en pecado y al margen de la Ley – , al escuchar a Jesús y al ver sus obras creen y se convierten. Es precisamente la necesidad de la conversión lo que subraya Jesús al afirmar: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. No, obviamente, por ser pecadores públicos, sino porque han dado el paso necesario para entrar en el Reino de Dios: la conversión.
La fe es obediencia. El pecado es rechazo. Y la fuente de este rechazo es la desconfianza hacia Dios. El Catecismo explica en estos términos el primer pecado del hombre: “tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador” (n. 397). Esta muerte de la confianza en Dios subyace también, de un modo o de otro, en las diversas formas de ateísmo y de indiferencia religiosa.