Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

La entrada del Señor en Jerusalén tiene como meta la cruz: “es la subida hacia el ‘amor hasta el extremo’ (cf Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios” (Benedicto XVI). En este sentido, la celebración del Domingo de Ramos une el recuerdo de las aclamaciones a Jesús como Rey y Mesías con el anuncio del misterio de su Pasión. 

“Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!” (Mt 21,9). Esta exclamación, “Hosanna”, era una expresión de súplica y, a la vez, de alegría con la que los discípulos y los peregrinos que acompañaban a Jesús manifestaban su alabanza jubilosa a Dios, la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías y, a la vez, la petición de que fuera instaurado el reinado de Dios. 

Jesús es aclamado como “el que viene en nombre del Señor”, como el Esperado y Anunciado por todas las promesas. El profeta de Nazaret de Galilea, desconocido para la mayoría de los habitantes de Jerusalén, es, sin embargo, reconocido por los niños hebreos como el hijo de David (cf Mt 21,15). 

Jesús es el Rey que, tal como había profetizado Zacarías, se presenta de forma humilde, montado en una burra acompañada por su burrito (cf Mt 21,5). Es un rey manso y pacífico, que no viene a disputar el poder al emperador de Roma, sino viene a cumplir la voluntad salvadora de Dios. “Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y de la sencillez, un rey de los pobres”, comenta Benedicto XVI.

En la cruz un letrero proclamará su realeza: “Éste es Jesús, el Rey de los judíos”. Su título real se convierte, por el rechazo de los hombres, en un título de condena, como si finalmente prevaleciese el reino del pecado sobre el reinado de Dios. Pero Jesús no se echa atrás ante ese rechazo del mundo al amor de Dios. Él, como el Siervo del Señor del que habla el profeta Isaías (Is 50,4-7), sostenido por la palabra de Dios, asume en la obediencia y en la esperanza el sufrimiento causado por ese rechazo.

 

Se cumple así la finalidad redentora de la Encarnación: el Hijo de Dios “tomó la condición de esclavo” y “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (cf Flp 2,6-11). Como nos recuerda el Catecismo, “la entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la gran Semana Santa” (560). 

La meditación sobre este misterio de la vida de Cristo - su entrada en Jerusalén – ha de llevarnos a cada uno de nosotros a participar de su Cruz para tener parte en su Resurrección.

En la Santa Misa, Cristo llega nuevamente a nuestras vidas “bajo la humilde apariencia del pan y del vino”. “La Iglesia – escribe Benedicto XVI – saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su ‘subida’ hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo”. 

Guillermo Juan Morado.

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