La pena de muerte, hoy inadmisible

No todos los contenidos del Catecismo son dogmas de fe, en sentido estricto; pero eso no significa que carezcan de importancia. El Catecismo de la Iglesia Católica es una “presentación auténtica y sistemática de la fe y de la doctrina católica”, decía Juan Pablo II. “Auténtica”, porque está promulgado por la autoridad del Romano Pontífice como “instrumento de derecho público”.

Los últimos papas se han mostrado partidarios de la abolición de la pena de muerte y han ido poniendo cada vez más reparos a la hora de reconocer, en la práctica, la legitimidad moral de esta medida. Baste, a modo de ejemplo, citar un discurso del papa Benedicto XVI, dirigido al Embajador de México, en el que se congratulaba por la abolición en ese país de la pena capital: “Nunca se insistirá bastante en que el derecho a la vida debe ser reconocido en toda su amplitud” y, añadía citando a Juan Pablo II, que en el reconocimiento del derecho a la vida “se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política”.

En este contexto se inserta la iniciativa del papa Francisco de reformular la enseñanza del Catecismo sobre la pena de muerte, modificando el número 2.267. Cabe entender esta reformulación en la clave de un progresivo “afinamiento” de posiciones anteriores. No es que lo que se enseñaba antes fuese erróneo, pero este reconocimiento no es obstáculo para que la exposición de la doctrina pueda ser perfeccionada y aquilatada, haciéndola más conforme aun con las exigencias del Evangelio y con el respeto a la dignidad de la persona.

Todo es susceptible de mejora. No cabe la vuelta atrás, en el sentido de rebajar las exigencias morales, pero sí es posible ahondar en el sentido de esas exigencias para ser cada vez más conscientes de sus implicaciones más profundas.

No nos escandaliza demasiado, y hasta cierto punto lo consideramos moralmente aceptable, que alguien que delinque sea castigado con la privación de libertad. Pero esta medida, que debería ser extrema, debe ir aplicándose con la mayor parsimonia, compatible con la defensa del bien común. Si una multa bastase para reprimir y castigar un delito, sería preferible optar por la multa y no por el encarcelamiento.

Sobre la pena de muerte en sí misma no recae una condena absoluta por parte de la doctrina católica. Eso debería de quedar muy claro. No estamos ante un absoluto moral, ante un acto intrínsecamente malo. La ley que proscribe el homicidio voluntario de un inocente sí posee una validez universal, en el sentido de que obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes: “No quites la vida del inocente y justo” (Éxodo 23,7). Así lo recuerda el número 2.261 del Catecismo, número que no ha sido modificado.

Cuando hablamos de la pena de muerte no nos encontramos ante una prohibición similar. Lo reconoce el Catecismo, en la versión renovada del número 2.267: “Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común”.

Durante mucho tiempo lo fue; pero “hoy” ya no lo es. Eso, en suma, nos viene a decir el Catecismo, en su redacción renovada. ¿Por qué “hoy” – el adverbio es importante – ya no es admisible? Porque han cambiado las razones que, a modo de premisas, permitían deducir una conclusión más o menos favorable, o no diametralmente contraria, a la aplicación de la pena de muerte. La legítima defensa de las personas y de las sociedades es compatible (hoy) -eso enseña el Catecismo - con el hecho de no privar al reo de la posibilidad de redimirse.

Podríamos establecer alguna analogía, aunque las comparaciones siempre son peligrosas. Una cirugía de campaña en el siglo XVI permitía, en aras de salvar la vida de un soldado, procedimientos que hoy consideraríamos como bárbaros. No han cambiado los grandes principios, sí la concreción de los mismos: Hoy, porque la medicina así lo permite, no se nos ocurre intervenir a nadie sin una adecuada anestesia. Pero estas nuevas posibilidades no convierten, sin más, a los médicos de campaña del siglo XVI en sádicos.

Las circunstancias han cambiado y, por consiguiente, la aplicación de la pena de muerte ya no parece admisible: “Por tanto, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que ‘la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona’, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo” (Catecismo, n. 2.267).

Ojalá que, de un modo análogo, sea posible mantener el orden sin privar a nadie de libertad, o preservar la paz y defenderse de un agresor injusto sin recurrir a la defensa armada. De momento, no parece que esté a nuestro alcance ni una cosa ni la otra. Y no deberíamos, en consecuencia, mirar con irresponsable prevención a jueces y a militares.

El compromiso de la Iglesia a favor del respeto a la vida humana es muy amplio. Abarca desde la concepción hasta la muerte natural. La apuesta por la abolición de la pena de muerte ayudará a que el anuncio y el testimonio de la Iglesia sean más coherentes. Se valora tanto la vida humana, que no solo se protege la del concebido aún no nacido, o la del anciano o del enfermo, sino incluso la del que se ha hecho reo de graves crímenes. No todos los abolicionistas de la pena de muerte manifiestan esa coherencia.

En la Carta a los Obispos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que expone esta nueva redacción del Catecismo, el cardenal Ladaria explica que esta versión no constituye un cambio radical, sino un desarrollo coherente de la doctrina, en continuidad con el magisterio anterior. Un punto este muy importante, sobre el que teólogos y pastores deberán insistir. La coherencia doctrinal es un signo de credibilidad de la fe.

 

Guillermo Juan Morado.

El mismo asunto, en un artículo publicado en La Voz de Galicia.

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