“Todo podría ir a peor”

A veces, medio en broma, les digo a mis alumnos que un estupendo lema episcopal rezaría: “Todo podría ir a peor”. Ellos, mis alumnos, se ríen. Pero yo no estoy tan seguro de que esa risa esté muy justificada, más allá de la gracia que pueda hacerles la ocurrencia.

W. Benjamin usó una metáfora para describir – y criticar – uno de los dogmas de la modernidad: la idea de que, inexorablemente, todo irá a mejor. Se refería Benjamin, como se sabe, a un cuadro de Paul Klee titulado Angelus Novus. El ángel quiere detenerse en el pasado, para hacerse cargo de sus aspectos catastróficos y ruinosos, pero una tormenta de enorme potencia le impide plegar las alas y lo arrastra “irresistiblemente hacia el futuro”. A esa tempestad, a esa tormenta, le llamamos “progreso”.

Parece que una tormenta similar se apodera en ocasiones de nosotros, como creyentes y como ciudadanos. Parece que ese viento impetuoso nos impide leer la realidad tal cual es, para dejarnos mecer, o llevar, por lo que ostenta el marchamo del futuro, como si el futuro, sin más, nos garantizase algo mejor o algo auténticamente nuevo.

Lo “nuevo”, en sentido pleno, solo viene de Dios. Lo “nuevo” no es una tormenta ni un ciclón: “en el huracán no estaba el Señor” (1 Re 19,11). Dios más bien es amigo de la “brisa suave”, más del susurro que del ruido desproporcionado.

¿Todo va a ir a mejor, necesariamente, sea como sea? No. Las bienaventuranzas suponen una interrogación crítica frente a la ciega fe en el progreso. Corrigen las expectativas terrenas para elevarlas hacia el cielo. Todo podría ir a mejor, o a peor, pero – pase lo que pase - la esperanza que no falla solo radica en Dios (Rom 5,5). La virtud de la esperanza no es el Angelus Novus de Paul Klee. La esperanza, que se apoya solo en Dios, no pasa por encima del pasado ni del presente. Es una esperanza que confía en la definitiva justicia y en la definitiva misericordia, que vienen a ser lo mismo.

Pero, mientras nos sostiene la gran esperanza, ¿qué podemos pensar de las pequeñas esperanzas?, como planteaba Benedicto XVI en Spe Salvi. En la medida en que estas “pequeñas esperanzas” tengan que ver con lo poco que está en nuestra mano a la hora de decidir nuestro inmediato futuro, me remitiría a la virtud de la prudencia, a la capacidad de pensar, ante ciertos acontecimientos o actividades, sobre los riesgos posibles que eso poco conlleva, y adecuar o modificar la conducta para no recibir o producir perjuicios innecesarios.

Una virtud, la prudencia, muy apreciada por Aristóteles. Tal como estamos, en una situación complicada, me inclino por pensar que, en la vida civil y en la eclesial, se debe sopesar muy a fondo si, como dice el refrán, “el remedio puede ser peor que la enfermedad”.

Por ejemplo, ante la posibilidad de una guerra, no cabría emprenderla si, entre otras cosas, no cupiese asegurar, prudentemente, que el recurso a la misma no entrañase “males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar”, dice el Catecismo.

¿Todo podría ir a mejor? Sin duda. No solo “podría”, sino que debería ir. Pero también todo “podría” ir a peor, y a veces lo hace. La solución ética quizá radique en no dejarse envolver por la tempestad de lo que hoy parece el progreso, sino en detenerse un poco en considerar lo que es la verdad.

Y esta cierta calma, en medio de las tormentas, solo podremos lograrla si creemos que Dios, solo Él, es la gran esperanza, lo único auténticamente nuevo. Mientras tanto, sin esa serenidad que solo viene de Dios, solo cabe debatirse entre lo que podría ir a mejor, o a peor.

 

Guillermo Juan Morado.

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