La ciudad de Dios

San Agustín esbozó, en su extensa y profunda obra titulada “La ciudad de Dios”, una teología de la historia. De este texto agustiniano ofreció una interesante reflexión José Ferrater Mora en su libro “Cuatro visiones de la historia universal”. “Dos amores – nos dice San Agustín - fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial” (“La ciudad de Dios”, XVII,115).

En buena medida, esta teoría de San Agustín ayudó – así lo reconoce un autor poco sospechoso de pro-catolicismo como Bertrand Russell – a la separación entre Iglesia y Estado. Pero sería precipitado, e inexacto, identificar la ciudad de Dios con la Iglesia y la ciudad terrena con el Estado. La clave está en el objeto del amor o del desamor. Lo esencial es si la ciudad se edifica sobre el egoísmo y el desprecio de Dios o, por el contrario, sobre la solidaridad y el reconocimiento de Dios.

En este mundo, las dos ciudades están mezcladas. “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Solo el último juicio podrá separar a unos de otros. San Agustín escribía bajo el impacto sufrido por el saqueo de Roma, en el año 410, por los godos. Los paganos atribuían ese mal al abandono de los dioses antiguos. San Agustín argumenta que no es así; que la culpa del saqueo de Roma no la tenía el cristianismo.

Hoy Europa se siente, no sin razón, amenazada. Algunos comparan el momento que nos toca vivir con la caída de Roma. Una caída no gradual, sino repentina y sangrienta: “Como el Imperio Romano a principios del siglo V, Europa ha dejado que sus defensas se derrumbaran. A medida que aumentaba su riqueza han disminuido su capacidad militar y su fe en sí misma. Se ha vuelto decadente, con sus centros comerciales y sus estadios. Al mismo tiempo, ha abierto las puertas a los extranjeros que codician su riqueza sin renunciar a su fe ancestral”, dice el historiador Niall Ferguson.

Europa tiene que resurgir, que recobrar la fe en sí misma. Y dudo que pueda hacerlo sin recuperar su patria espiritual, que no es otra que el cristianismo, como recordó en Santiago de Compostela San Juan Pablo II el 9 de noviembre de 1982: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Sabiendo que el César no puede pretender ser Dios. Desde esta mentalidad, la religión puede prestar un magnífico servicio al mundo. La verdadera religión no atenta contra el hombre, sino que vela por el hombre: por su dignidad, por sus derechos inalienables, por la necesidad de no excluir y descartar, sino de incluir y ayudar. Como decía, también en Santiago de Compostela, Benedicto XVI:  “No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo”.

No hay verdadera religión si se atenta contra el hombre. Ni hay, a largo plazo, auténtico servicio al hombre si la razón se cierra a la trascendencia. Sin Dios, no está garantizado el respeto a la dignidad de la persona. Ni está garantizado el freno a la cosificación del hombre en aras de una lógica utilitarista.

Europa tiene, en su historia espiritual, resortes suficientes para contrarrestar una interpretación fanática de la religión que desvincula fe y razón, y que aproxima fe y violencia. No puedo no compartir las palabras del imán de Nimes: “Durante siglos, los musulmanes excluyeron la razón y la racionalidad de su vida religiosa. En el pensamiento islámico moderno hay una verdadera crisis de la razón. Como consecuencia, los musulmanes viven en situaciones paradójicas, no sólo en relación a los valores islámicos, sino también en relación a los valores europeos”.

Es verdad lo que sostiene este imán, Hocine Drouiche. No traicionamos nuestras tradiciones religiosas si apostamos por la razón, si confiamos en la razón como un don de Dios, que nos asemeja a Él. Tampoco los líderes de los Estados deberían despreciar, a priori, la religión; excluyéndola de la contribución al bien común.

Pero no todo vale, ni en el secularismo radical ni en la religión. No se puede atentar contra el hombre. Todos los preceptos auténticamente religiosos pueden traducirse, gracias a la racionalidad, en un lenguaje secular que apuesta por la convivencia y por el respeto al prójimo. Y, si falla este respeto, no hay ideología, por secularista o atea que sea, ni tampoco religión, que resulte creíble. La ciudad de Dios no puede edificarse sobre la negación del hombre.

 

Guillermo Juan Morado.

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