Coraje y optimismo

Ante los desafíos de la secularización de la sociedad se ha de buscar una respuesta “con coraje y optimismo” proponiendo con audacia la novedad permanente del Evangelio. Coraje, optimismo, audacia. Palabras presentes en el interesantísimo discurso del papa a los obispos de Francia pronunciado el 21 de septiembre de 2012.

Con frecuencia se respira en determinados medios un ambiente totalmente distinto: miedo, pesimismo e inhibición. La secularización asusta porque se extiende como un ciclón que arrasa cuanto toca. Muchos de nuestros conciudadanos viven como si Dios no existiese y como si, al menos aparentemente, no sintiesen nostalgia de Él.

El mayor riesgo es que esa onda expansiva nos afecte y nos venza. Solo se puede resistir enraizando nuestra vida en Dios, sabiendo por experiencia que abrirnos a Él nos hace más grandes, infundiéndonos alegría, esperanza y motivos para ser mejores y para intentar construir, en lo que podamos, un mundo más habitable, más amplio, más humano.

La primacía de Dios ha de guiar la acción de la Iglesia a fin de no caer en una especie de “burocratización de la pastoral”, reduciendo todo esfuerzo a reformar y cambiar estructuras, olvidando que el drama de la salvación tiene como protagonistas a Dios y a los hombres y nunca los planes, los proyectos y las programaciones. Los medios no son fines y si los medios se convirtiesen en fines iríamos, muy organizadamente, eso sí, camino del desastre.

Una señal de la principalidad de Dios es el sacerdocio ministerial. El sacerdote visibiliza sacramentalmente – de modo a la vez simbólico y real – que “lo primero” nos viene de arriba; que no podemos dárnoslo a nosotros mismos, sino solo recibirlo con agradecimiento. ¿Qué es “lo primero”? Es Dios mismo. Dios que nos habla en su Palabra, que sale a nuestro encuentro en los sacramentos, que conduce a su Iglesia a través de la peregrinación de este mundo a la meta del cielo.

Valorar el sacerdocio ministerial en nada disminuye la dignidad del sacerdocio de todos los bautizados. Al contrario, la refuerza. Para que podamos ofrecer a Dios la oblación de nuestras vidas necesitamos que Él nos dé la fuerza para lograrlo. Y esa energía nos viene a través de los sacramentos; en particular, del sacramento de la Penitencia – en el que Dios nos perdona – y de la Eucaristía – en el que Dios se hace continuamente presente -.

La vuelta a Dios, la fidelidad a la fe, la asunción de las responsabilidades que la condición de cristianos nos obliga a desempeñar también en el ámbito público - con la defensa del matrimonio, de la familia y de la vida - , la voluntad convencida de no separarnos nunca de la unidad de la Iglesia y de entregarnos sin descanso al servicio de los hermanos, especialmente de los más débiles, son signos de identidad de un católico.

Todo viene de Dios. Al final, o luchamos por ser santos, dejando que Él nos santifique, o seremos los más paganos de los paganos.

Guillermo Juan Morado.