Se puso a enseñarles con calma

Homilía para el Domingo XVI del TO (ciclo B)

El Evangelio nos acerca al corazón de Cristo; un corazón humano que expresa el amor, humano y divino, con que el Señor ama a todos y a cada uno de nosotros. Los Apóstoles son los primeros que se acogen a la recomendación de Jesús: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré […] que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 28-29).

Hasta tal punto han experimentado este descanso que, después de agotadoras jornadas de trabajo pastoral, no dudan en acercarse al Señor para contarle “todo lo que habían hecho y enseñado” (Marcos 6, 30-34). Jesús se aparta con ellos a un sitio tranquilo, para escucharlos pacientemente. Conmueve esta intimidad, esta cercanía, de Jesús con los suyos. Aquellos que han sido elegidos para pastorear en su nombre al Pueblo de Dios son, primeramente, los destinatarios de la atención de ese Buen Pastor que es el mismo Dios, el Hijo de Dios hecho hombre.

En Jesús se cumplen las profecías que anunciaban que Dios sería el pastor de su pueblo (cf Jeremías 23, 1-6). Un pastor que no dispersa a las ovejas, ni las deja perecer, sino que las reúne y las vuelve a traer a sus dehesas. Los apóstoles, al reunirse con Jesús, podían recitar, sin duda alguna, las palabras del Salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas”.

Pero el corazón de Cristo no es un corazón limitado, sino un corazón dilatado infinitamente, en el que todos tienen cabida. No por ocuparse más detenidamente de los suyos se olvida de las muchedumbres, de aquellas multitudes que acuden también a Él porque lo habían reconocido. Jesús ve esa multitud de personas que corren en busca de sentido, de orientación, de sanación, de salvación, y siente lástima de ellos, “porque andaban como ovejas sin pastor”. Y el Señor “se puso a enseñarles con calma”.

Hay, por consiguiente, una relación interna entre el amor del corazón de Cristo y su enseñanza. Su enseñanza brota de su amor, de su cercanía, de su compasión. Realmente no se pueden separar, en Jesús, su persona y su enseñanza. Él es, en persona, la enseñanza, la Palabra, el “Verbo encarnado y vivo” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 108).

La Iglesia continúa la misión apostólica de “hacer y enseñar”. A través de los pastores de su Iglesia, Cristo mismo sigue guiando y orientando a su grey, a la humanidad entera. El Señor sigue amándonos, y por ello nos hace llegar, mediante la enseñanza de la Iglesia, su propia enseñanza, que es bondad y misericordia, para que no temamos al caminar por las cañadas oscuras de este mundo.

Como afirmó el Papa Juan XXIII, la Iglesia “abre la fuente de su doctrina vivificadora que permite a los hombres, iluminados por la luz de Cristo, comprender bien lo que son realmente, su excelsa dignidad, su fin” (Gaudet Mater Ecclesia, 7). Acerquémonos sin miedo a esta enseñanza, para descansar también nosotros en el corazón de Cristo.

Él es nuestra paz, como afirma el apóstol San Pablo. Él hace una sola cosa de lo que, sin Él, permanecería siempre dividido. A Él acudimos para que siga derribando los muros que levanta el odio. Encomendamos al poder unificador de su corazón la paz en todo el mundo. Qué todos los hombres y todos los pueblos escuchen la noticia de la paz. Amén.

Guillermo Juan Morado.