Ante las dudas, críticas o menosprecios -que de todo hubo- de los de su pueblo, sus paisanos -entre los que menos cabría esperar tal actitud-, al ver el cambio tan radical de vida que da Jesús, que “habla como quien tiene autoridad", que “hace milagros", y que llama a Dios Padre suyo y Padre nuestro “diciéndose semejante a Él", Jesús no se puede callar. Y no calla. Habla claro; eso sí, con un deje de queja, de cierto hartazgo y con un punto de amargura también: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa".
Y, como era lógico, añade san Marcos: No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, Y se extrañó de su falta de Fe. Y recorría los pueblos de alrededor, enseñando.
Es un apunte del Santo Evangelio del próximo Domingo, XIV del TO, del 8-VII-2018. Toda la escena que se nos narra representa el contraste -duro hasta para el mismo Corazón de Cristo-, con el Evangelio del Domingo anterior: Tu Fe te ha curado. De ahí que el evangelista no se corta, y deja constancia neta de ello: Se extrañó de su falta de Fe.
A nadie puede extrañarle que Le extrañe tal actitud: de hecho, es Quien menos puede “comprenderlo", comprendiendo como nadie todos nuestros pecados. Es lo más incomprensible en sí mismo: que no creamos en Él, que no Le creamos.
Como es lógico, san Marcos no se olvida de remarcar que la falta de Fe por nuestra parte, le “corta” los brazos al Señor: No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos.
Tal cual como hoy. Y, en cierto modo, como siempre: porque cada generación se ha de enfrentar, lo quiera o no, lo busque o no, se lo plantee o no, lo acepte tal cual o lo rechace… Porque Jesús siempre pasa a nuestro lado, siempre se hace presente, generación tras generación, a los hombres. Por Él nunca queda, porque Yo, para esto he venido. Ayer, como hoy, e igual que mañana, sigue haciendo lo mismo -recorría los pueblos de alrededor, enseñando- ya que, y como no puede ser de otra manera, “Jesús es el mismo, ayer, hoy y siempre".
Esta queja de Jesús no es la única que recogen los Santos Evangelios: una y otra vez alaba la Fe que encuentra en las personas que así se lo manifiestan -casi, casi… como si se “sorprendiese” por eso-, lo mismo que echa en cara lo contrario; hasta el punto de que, en un momento dado, y como remarcando el punto clave para nosotros respecto a Él, nos dejará este interrogante: Pero, ¿cuándo venga el Hijo del Hombre encontrará Fe sobre la tierra?
Es una pregunta que nos golpea el corazón. Al menos, debería. Porque de cómo respondamos cada uno a esa pregunta -ineludble, por otra parte- depende nuestra felicidad terrena y eterna: vamos a ser juzgados por lo que hemos hecho con Cristo, con el Amor del Padre que se nos hace donación en su Único Hijo. Es en la Fe (nuestra) en Jesucristo donde Dios Padre nos puede reconocer y, de hecho, nos reconoce como hijos. Fuera de esto, NO. De ninguna manera, lo diga quien lo diga.
Es una interrogación que claramente nos interroga (valga la redundancia). De modo especial en estos tiempos que vivimos, que se caracterizan -estoy hablando como católico y desde lo católico- por esa INMENSA falta de Fe dentro de la misma Iglesia -aquí mismo lo escribía la semana pasada-: porque los católicos somos la Iglesia de Cristo.
Hay una inmensa mancha inmunda -de pecado, de corrupción, de apostasía, de dejación de funciones, de mercenarios, de sepulcros blanqueados, de perros mudos, etc.-, esencialmente corruptora, que amenaza con pudrir la tierra y todo lo que soporta; hablo, naturalmente, de los hombres; la “madre tierra” me trae sin cuidado: de entrada, ni es madre, ni se aproxima siquiera, ni lo quiere ser, porque no está en su mano ser nada.
Por tanto, es una interrogación que hemos de resolver necesariamente: nos la hace Jesús mismo, y “no podemos dar la callada por respuesta".
Escribe G. Bernanos, en Diálogo de carmelitas -os la recomiendo-, poniéndolo en boca de la Madre Superiora que está formando a una joven -de la nobleza parisina, por más señas- aspirante a entrar en el convento, que “el alma que pierde la Fe -la tira por la ventana- es como un aborto", hasta el punto de que “sólo un milagro podrá devolverle la vida", concluye la Superiora.
Cierto. Pero los milagros existen y existirán, porque la mano del Señor no se ha empequeñecido. Eso sí: los milagros hay que pedírselos a Él -que es quien los hace-, con humildad, con Esperanza y con Fe; por muy “lastimadas” o “disminuidas” que las tengamos por nuestros pecados y por los ajenos. Y el Señor, por nuestras oraciones, “hace una de las suyas", como decía san Josemaría, al que no le costaba nada dirigirse a Él, diciéndole con audacia y con una total familiaridad: “¡Que se note que eres Tú!".
A este propósito, el Evangelio recoge estas “oraciones": Señor, creo, pero ayuda mi incredulidad. Y también: Señor, auméntanos la Fe. Bien podrían ser las nuestras, tanto para nosotros mismos en primer lugar -porque es por quien primero tenemos obligación de pedir-, como para los demás: hijos, esposos, familiares, amigos, conocidos… y también -¿por qué no?- hasta por los desconocidos.
Para darle la vuelta a toda esta inmensa falta de Fe, para que vuelva a haber vida -como se recuperan los montes tras un incendio- hay que empezar por aquí: por pedir. Y ya Él sabrá qué tendrá que hacer con todo eso.
También sabemos nosotros lo que recibimos “a cambio” de parte de nuestro Padre Dios, como “pago” por nuestra Fe: Bienaventurada Tú que has creído -le dirá santa Isabel a su prima la Virgen María, cuando ésta va a visitarla y atenderla durante los últimos meses de embarazo-, porque se te cumplirá todo lo que se te ha dicho de parte de Dios. Y lo que se nos ha dicho y prometido es, ni más ni menos, que: el ciento por uno y la vida eterna.
Nunca encontraremos mejor “pagador". Porque no lo hay.