1.03.18

El misterio de que mis manos sean Sus Manos

Continúo desglosando en estas sencillas meditaciones la oración de consagración de mi sacerdocio, que compartí hace unos días.
 
Las anteriores meditaciones:   

VI. (…te consagro…) Mis manos ungidas, para que las preserves de la rutina, para que celebrando cada día los sacramentos de tu Hijo con espíritu renovado, sea capaz de imitar lo que conmemoro, y conforme mi vida al misterio de la Cruz…

¡Cómo recé cuando aquella persona -sin darse cuenta del bien que me hacía- me dijo hace unos años: “sus manos son las manos de Jesús"!

¡Qué distancia y a la vez qué misteriosa cercanía entre esas manos santas, puras, perfectas… y mis manos torpes, demasiadas veces cerradas para ayudar o incluso golpear, demasiadas veces tendientes a retener, a aprisionar…!

Y sin embargo, Madre, he ahí el misterio de actuar in persona Christi. Mis manos son sus manos, porque fueron ungidas una vez para siempre con el óleo sagrado, que las consagró para servir al Tres veces santo.

Fueron ungidas para bendecir y santificar, para derramar el Agua regeneradora junto a la pila bautismal, para ungir y acariciar las llagas del que sufre, para trazar la señal salvadora de la Cruz sobre aquellos que llegan a recibir perdón, reconciliación y paz…

Manos que fueron ungidas para poder repetir, sobre todo, el Divino Gesto de la Última Cena y de la tarde de la Resurrección, el de tomar el Pan y partirlo, y darlo para alimentar a las almas hambrientas.

Y es aquí, Madre y Reina, donde mi sacerdocio se vuelve más y más incomprensible, donde el vértigo se apodera de mí si tan sólo intento detenerme a contemplar…

¿Cómo es posible, cómo, que un Dios se digne venir a estas manos impias? ¿Cómo comprender que Aquel que sostiene el Universo en sus manos se digne dejarse sostener por las mías?

 

Es por eso que te pido, Reina del Santo Rosario, no acostumbrarme nunca. Porque la rutina y el acostumbramiento son tal vez más peligrosos que otras caídas más estrepitosas, porque me conducirían a un lento suicidio espiritual.

Que cada vez que suba al Altar lo haga con el asombro, la gratitud, el sentimiento de indignidad, la alegría y el temor reverencial con que lo hice la primera vez.

Que cada vez que suba al Altar y tome entre mis manos al Eterno me deje atraer por su infinito amor, me deje arrastrar hacia lo alto, y levantando el corazón junto a toda mi comunidad viva ese Misterio como si fuera la única vez.

Que cada vez que suba al Altar no me olvide que quise elegir como lema de ordenación “Lo tomó, lo bendijo, lo partió y lo dio", y que nunca me niegue a dejarme tomar y consagrar, que nunca renuncie a dejarme partir por el sufrimiento que el Señor tenga preparado para mí, para dejarme dar a los demás…

Que entonces, Madre querida, vuelva a oír las sagradas palabras que monseñor Mario pronunció en la hora solemne de la ordenación: “considera lo que realizas, e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor”

Que en estas palabras encuentre siempre inspiración y estímulo, que el misterio pascual presente en el sacrificio eucarístico sea siempre la forma de mi sacerdocio…

Y que allí, Madre, estés siempre Tú, como al pie del Calvario, sosteniendo con tu mirada materna mi pobre deseo de fidelidad.

26.02.18

Nuevo librito: "La Vida es siempre un bien"

En unos 10 días, y motivado por el intenso debate en torno a las demandas de legalización del aborto por parte de movimientos sociales y feministas en Argentina, sale a la venta un nuevo librito de mi autoría.

Para aquellos amigos que me siguen desde España u otros países, existe la posibilidad de conseguirlo en su edición digital, tanto en formato .pdf como en el de libro digital para Kindle.

En la tienda AMAZON  está en el siguiente enlace: “La Vida es siempre un bien”

Para adquirlo directamente -hasta que suba a la plataforma Amazon- deben seguir las siguientes indicaciones:

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4. Realizar una captura de pantalla y enviarla al +54 343 9 4721972, y recibirás el libro en .pdf o en formato de libro digital para Kindle.

Les dejo aquí la introducción a la obra, y me encomiendo a sus oraciones para poder seguir anunciando el Evangelio de la Vida.


Tenía yo 15 años cuando oí hablar por primera vez sobre la carta de Juan Pablo II Evangelium Vitae. La leímos y comentamos, guiados por nuestro párroco, en el grupo de jóvenes misioneros de la parroquia de mi pueblo natal. Desde entonces, y especialmente cuando en el Seminario tuve oportunidad de estudiarla más a fondo, el alma vibrante de Juan Pablo II, presente en cada página y en cada párrafo, marcó a fuego mi sacerdocio. Recibiendo la gracia de poder anunciar y celebrar de múltiples maneras el Evangelio de la Vida. Con la absoluta convicción de que la vida es siempre un bien.

 

El presente librito es una recopilación de textos que fui redactando y publicando en mi perfil de Facebook, casi siempre vinculados con situaciones cotidianas o hechos de público conocimiento de la sociedad.

 

Partiendo de una mirada contemplativa como la que invitaba a tener Juan Pablo II, quiere ser también una denuncia actual y comprensible sobre algunas falacias que atraviesan los debates actuales, así como dejar una palabra de esperanza para todos, porque la vida vencerá.

 

Es por ello que algunos textos tienen un tono más apologético, otros, más poético. Algunos están redactados desde la razón y la ciencia, en otros aparece de modo explícito la referencia a la fe de la Iglesia y la doctrina católica.

 

Al haber sido escritos en diferentes momentos, es natural que en el conjunto aparezcan repeticiones y redundancias, pero me pareció oportuno que permanezcan, para que cada pequeña reflexión pueda ser tomada como una unidad y utilizada en ámbitos educativos o pastorales.

 

Lo comparto con el anhelo de que ayude a algunos o a muchos a poner palabras a los sentimientos de asombro, conmoción y gratitud ante el milagro de la vida, así como de horror y dolor por la masacre contemporánea más cruel e injusta: el genocidio silencioso de tantos niños y niñas por nacer.

 

Que María, Nueva Eva, Madre de los Vivientes, aurora del mundo nuevo, nos dé una renovada y profunda esperanza, en la certeza de que “lo que hicieron al más pequeño de mis hermanos… a mí me lo hicieron” (Mt 25, 32)

20.02.18

Que proclame la Verdad con valentía y coherencia

Continúo desglosando en estas sencillas meditaciones la oración de consagración de mi sacerdocio, que compartí hace unos días.
 
Las anteriores meditaciones:   
 
 

 
V. (…te consagro…) Mis oídos y mi lengua, para que como vos sepa escuchar y comprender la Palabra, y la proclame con valentía y coherencia en toda circunstancia
 
Madre, tu obediencia y tu apertura a la Palabra hicieron posible la redención del mundo. Te dejaste modelar completamente por la Escritura que escuchabas cada sábado junto al Pueblo de Dios. La acogiste no sólo con silenciosa apertura y docilidad, sino con el corazón completamente disponible.
 
Dejaste que esa Palabra -como en los orígenes del mundo- hiciera en Vos su obra creadora con total libertad.
 
Te consagro, entonces, mis oídos del cuerpo y sobre todo los oídos del corazón… porque el Padre eterno me habla a cada instante, me quiere instruir cada mañana, me quiere dar también la semejanza con Cristo a través de cada letra de la Escritura que llega a mí… Pero muchas veces tengo los oídos cerrados. Con frecuencia estoy distraído, aturdido, apurado, acelerado… y permanezco como sordo a su Voz. 
 
El Padre me habla no sólo en la Escritura: me habla también en los acontecimientos, en los signos del tiempo. Y me habla, y me llama, y me educa a través de las voces de mis hermanos, de los fieles que me son confiados.
 
Que nunca deje de escuchar. Que nunca me cierre a lo que mis ovejas necesiten decirme. Que nunca caiga en la autosuficiencia de quien se cree que lo sabe todo.
 
Que no cometa el error de aferrarme a mis propias ideas y maneras de ver las cosas: que sepa escuchar y comprender cuando Jesús me educa, también a través de las críticas, aunque me duelan
 
Y te consagro mi lengua. Esa lengua creada para alabar a Dios, para cantar su grandeza, para proclamar que Cristo está vivo, para decir palabras de Verdad y de Amor. Esa lengua que me permite expresar el mundo interior, narrar tus maravillas, ofrecer a los demás el significado más hondo de la Vida
 
Esa lengua, Madre, que tantas veces he puesto al servicio de lo vano, lo superficial, lo prescindible.
 
En ella muchas veces han primado palabras insustanciales, innecesarias, vacías de sentido y de eficacia.
 
Madre, que yo no menoscabe nunca el sagrado valor de la Palabra.
 
 
 
Madre, que nunca calle la Verdad por miedo ni por comodidad. Que proclame con valentía incluso las verdades más difíciles, con la certeza de que sólo en ella se encuentra la libertad. Que nunca busque el fácil aplauso, que nunca me deje encadenar por la búsqueda de popularidad.
 
Que proclame la Palabra con coherencia. Que lo que diga en el ambón, en el confesionario, en la cátedra, en una charla, en los medios de comunicación… tenga siempre el respaldo de una vida congruente, de una fidelidad siempre intentada, de un compromiso vital sin fisuras.
 
Y que lo haga en toda circunstancia. Siempre. A tiempo y a destiempo. Con ocasión o sin ella. Sin dudar, sin someterme a las modernas dictaduras de lo políticamente correcto, ni a la impostura diabólica del relativismo, ni al eufemismo elevado a táctica.
 
Que lo haga con la valentía de Ignacio de Antioquía y de todos los mártires del Imperio Romano, y con la fortaleza de Roque González y sus compañeros mártires rioplatenses, con la de los mártires de la revolución francesa, con la de los que cayeron bajo los totalitarismos modernos en México, en España, bajo la Alemania nazi, en China, en Siria
Con la valentía de aquellos que prefirieron perder su vida del cuerpo antes que traicionar la fe recibida.
 
Y que murieron, muchos de ellos, invocando tu nombre y el de tu Bendito Hijo: “Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe".
 

18.02.18

Te pido tener una mirada misericordiosa

Continúo desglosando en estas sencillas meditaciones la oración de consagración de mi sacerdocio, que compartí hace unos días.
 
 
IV.  Y en prueba de mi filial afecto, y en respuesta a tu ternura maternal, te consagro en este día mis ojos, pidiéndote tener siempre la mirada misericordiosa del Padre…
 
El afecto filial es el nombre propio del amor de un hijo hacia sus padres. Un afecto que está hecho de gratitud y que responde a la justicia: un hijo es deudor de sus padres, porque de ellos ha recibido la vida y tantos otros bienes.
 
Un hijo que ama a su madre disfruta cuando ella sonríe, cuando la ve contenta. Y por eso intentará hacerla sonreír y ponerla feliz siempre que pueda. 
 
El afecto filial se puede expresar de muchas maneras: a través de palabras, de gestos, de tiempo dedicado al otro… tanto en el amor humano como también en el amor sobrenatural.
 
El amor se puede expresar también de modo  eficaz y concreto a través de regalos. Un hijo tuyo, Madre, puede obsequiarte flores, o encender una vela en tu honor, o construirte una hermosa gruta o capilla para que seas honrada.
 
Pero el modo más perfecto y eficaz, la manera de expresar amor que incluye a todas las otras es la entrega total, la consagración. Es darte, María, todo lo que uno es, con todas las dimensiones de ese ser. Ese es el regalo más adecuado, el que vos esperás, el que te merecés. Así se entregó el Hijo a Vos, para luego entregarse en cuanto hombre así al Padre.
 
Y aunque seria suficiente decirte: “me entrego todo, soy todo tuyo", necesito hacer explícita la donación de mí mismo, mencionando algunas dimensiones de mi ser sacerdotal. De mi cuerpo y de mi alma, para que ambas sean instrumento y transparencia del Dios a quien quiero servir.
 
Y para comenzar te consagro mis ojos… estos ojos que son un espejo de mi alma y a la vez las ventanas a través de las cuales me abro al conocimiento del mundo. 
 
 
Estos ojos que han podido contemplar la belleza del cosmos y la hermosura del amor humano, que han visto rostros radiantes de paz y se han posado en otras miradas limpias y llenas de esperanza… 
 
Pero que también -me duele decirlo- han sido testigos del pecado, han visto -demasiadas veces- lo que ofende a Dios… han conocido la negrura y la oscuridad de una vida al margen del Amor. 
 
Y estos ojos míos, Madre, han mirado muchas veces con dureza, con cinismo, con burlesca displiscencia, con impaciencia…
 
Madre, estos ojos están llamados a ser luz para quienes no encuentran el rumbo. Están llamados a irradiar bondad y misericordia. Estos ojos quieren ser un destello de la mirada del Padre misericordioso, que con una intensidad similar ve partir al hijo extraviado y lo acoge exultante de júbilo cuando regresa. 
 
Madre, que cada persona que me mire “vea al Padre". Que yo, al igual que Jesús, pueda “mirar con amor” a niños, jóvenes, adultos y ancianos, mostrando al menos por un instante que el Amor perfecto es real.
 
Madre, que a ningún hermano mío lo mire con desprecio, con lástima, con soberbia o altanería. Que mis ojos solo irradien bondad. 
 
Que sean, en fin, una imagen de los Tuyos, de esos ojos misericordiosos que desde niño te he pedido que vuelvas a mí. 
 
De esos ojos que fueron los primeros que vio Jesús en Belén, y los últimos con los cuales se cruzó antes de cerrar los suyos en el Gólgota.
 
En tus ojos virginales, en tu mirada pura, se irá purificando la mía, para dar paz y esperanza.
 

16.02.18

Con el Totus Tuus entre ceja y ceja

Continúo desglosando en estas sencillas meditaciones la oración de consagración de mi sacerdocio, que compartí hace unos días
 

 
III.  Oh Madre, educadora del Verbo encarnado, formadora de santos, hoy renuevo mi alianza eterna de amor contigo.
 
En el Seminario me encontré con el pensamiento de dos hombres de Dios, dos hombres enamorados de Vos, Madre, uno canonizado y el otro canonizable: San Luis María Grignon de Montfort y Monseñor Adolfo Tortolo. 
 
El uno y el otro, cada uno con un estilo adecuado a su época, me enseñaron una verdad sublime: Vos fuiste verdadera Madre del Hijo Eterno. No le diste sólo un cuerpo humano: lo introdujiste en la experiencia humana. Lo formaste y dejaste una huella decisiva y definitiva en su personalidad, imprimiste en su carácer y en su manera de ser tu misma alma.
 
 
Vos le enseñaste a Jesús a comer, a caminar, a hablar, a rezar, a cantar… Vos lo introdujiste en el mundo de las relaciones humanas y en la realidad de la relación con Yahvé, dándose aquí un misterioso diálogo entre el misterio de su divina identidad -que poco a poco se desvelaba- y su humana naturaleza según la cual “crecía en sabiduría y en Gracia".
 
Vos fuiste entonces como una artesana que con delicadeza y atenta solicitud fue dando belleza al alma humana del Único y Eterno Sacerdote. Más aún, de modo espontáneo, casi involuntario e inconsciente, la humanidad del Niño Dios -ya desde el seno materno- fue adquiriendo la “forma de María” y replicando tus virtudes.
 
Vos sos, desde entonces, formadora de Santos. Sos el molde en el cual cada cristiano puede arrojarse libremente y dejarse modelar, para adquirir -de modo más rápido, fácil y seguro- la forma de Cristo.
 
Y si esto vale para todo cristiano, vale en especial para cada sacerdote. Se suele decir que desde el momento en que abrazaste a Juan -a pocas horas de su ordenación sacerdotal en la última Cena- junto a la Cruz, los sacerdotes somos tus hijos predilectos.
 
Yo quisiera entonces, Madre, que vos, formadora de santos, me formaras como formaste a San Juan Bosco, a quien en su más tierna infancia tomaste de la mano y le enseñaste -en sus sueños y en los acontecimientos- el camino de la dulzura y la bondad.
 
Yo quisiera que vos me educaras como a San Maximiliano María Kolbe, “el loco de la Inmaculada", a quien vos ofreciste -también en su infancia- las coronas del martirio y la virginidad. Maximiliano eligió ambas, las recibio como don y las vivió hasta el final, como y desde tu Inmaculado Corazón.
 
Yo quisiera que Vos fueras siempre mi Madre como lo fuiste del padre Karol Wojtyla, el cual, huérfano de mamá en la tierra, se entregó por completo a la del Cielo… y vos ya no lo soltaste más. Yo quisiera que cada acto de mi ministerio sacerdotal llevara la fragancia del “Totus tuus". Yo necesito que esa “mano materna” que guió la bala aquel 13 de mayo de 1981 me sostenga y proteja siempre.
 
Yo quiero ser santo, y por eso, sin dudarlo, renové mi Alianza eterna de amor contigo el día de mi ordenación y de mi primera Misa. Alianza que es actualización de la Alianza bautismal. Alianza donde la Fidelidad perfecta e intacta la aporta ella, donde mis límites y pequeñeces no logran destruir ese misterio de elección.
 
Gracias, María de la Alianza de Amor… Gracias, Madre que nunca has dejado de decirle “Sí” a Jesús, a ese Jesús que una y otra vez te dice: “Ahí tienes a tu Hijo".