Puerta y voz (del padre Diego de Jesús)

A falta de inspiración personal y tiempo para ofrecer algo propio acorde a este espacio, comparto con ustedes la meditacion dominical del padre Diego de Jesús. Como cada vez, sus palabras son de acuciante actualidad, porque se nutren de lo eterno.
 
Monasterio
HAY REINO EN LA PUERTA 
Y VERBO EN LA VOZ
 
Nuestro Señor se ha identificado con muchas realidades que, a modo de símbolos metafóricos, por analogía expresan su Realidad, su Misterio. Así ha dicho de Sí que Él es la Luz, que es la Vida, el Pan Vivo o la Roca. Imágenes intensas todas.
En el Evangelio de este domingo vuelve a hacerlo, pero lo peculiar es que se identificará con dos realidades sutiles, sin mayor lustre, menores si se quiere. 
Las imágenes en cuestión son: puerta y voz.
 
Dos realidades que en nuestro mundo tienen poco peso propio y más bien estriban su valía en algo más allá de ellas que les otorga sentido: poco importa la puerta si no por el ámbito al que ofrece acceso; como tasa la voz no por ella misma sino por la palabra que porta y profiere. 
El Señor, que ya ha avisado ser el Reino y ser el Verbo, anuncia ahora que es la Puerta al Reino y la Voz del Verbo. Pues podría no serlo.
  
Hay dos modos de generar inmediatez: eliminando el medio o bien asumiéndolo. Cristo nos es inmediato sin por eso anular la hermosura de los brocales, los marcos y soportes que lo introducen. Como si un muelle pudiera ser de agua, o una partitura sonora. 
 
Su ser puerta y su ser voz se imbrican en una sola imagen: la del umbral de una manifestación inminente que ya es epifanía en su inminencia. Pues tu Voz es la puerta de tu Palabra y tu apertura es la voz de tu Misterio. Hay puerta en tu voz y es sonora tu apertura. 
 
Ambas figuras son entrañables a la Lectio divina. No le basta a ella el vasto campo del Reino ni el enjundioso alimento del Verbo… ella quiere y requiere puerta y voz. Cada aurora el cristiano se acerca y se inclina ante este pretil y umbral hecho de pórtico y timbre, que ya son Él y a la vez introducen y deslizan en Él. 
 
La puerta imanta, la voz cautiva…  y dan reposo al buscador. Como a un viajero al que se le avisara que el Camino ya es el destino, saber, Señor mío, que en tu Voz ya estás todo Tú, aquieta y descansa; saber que en tu Costado abierto se vislumbra Todo, amaina, serena y sacia el peregrinar.
El alma inquieta se detiene en este umbral al experimentar que ha alcanzado cuanto esperaba. 
 
Nuestras biblias son voz y puerta. No son un mero boleto o pasaje de viaje; no son un pagaré, una promesa de revelación. No sólo conducen al inmenso prado del Reino y Verbo: saben ya a Ti, Señor.
 
Es que la voz ya es una con el Mensaje y la apertura engolfa y contiene ya toda su Hermosura. Hay verbo en la voz y lumbre en la grieta. Como todo el Rostro de Cristo nimba en la orla de su manto. Por eso, estos dos “Yo Soy” (soy la Puerta, soy la Voz) calman el torrente de aguas que buscan el estuario; estos “Yo Soy” las sosiegan, las aquietan en un sereno espejo: todo el mar ya está allí. “Soy Yo mismo” avisa Cristo desde el umbral de nuestro delgado papel biblia. No hay un “más allá”: hay más, pero no es allá… es aquí.
Puerta y Voz son la piel del Misterio…
 
Pórtico y Voz como figuras de Cristo nos aportan maravillas que vale la pena catar. 
La figura de la Puerta carga con una peculiar ambivalencia: expresa apertura en su sentido usual de amplitud, de anchura, como contrario a la estrechez, el encierro, la cerrazón. Pero no menos dice todo lo contrario: donde hay una puerta hay un cierre, un límite, hay demarcación, hay configuración. La puerta acota y delinea una identidad. Y la preserva y protege. Custodia el cubículum, guarda el secreto, como el odre al vino. Esa es su ambivalencia, que justamente se salva de ser ambigüedad en la medida que resguarda y cela su paradoja, sus coincidentes opuestos.
  
Y así es Cristo nuestro Dios y Señor, nuestro Pórtico: su inmensidad no es un indefinido y amorfo descampado. Es el infinito con forma; el Universal concreto. Esta puerta no astringe, no achica, no oprime; ¡al contrario!, potencia y exalta, pone en relieve la inmensidad que enmarca. Nada más oprimente, nada más asfixiante que el inmenso desierto sin contornos: ese laberinto perfecto. Como no hay trampa más grande, no hay religión más estrecha que aquella que desdibuje su identidad, derribe todos sus contornos y destruya su portal. 
El aperturismo muere por asfixia, como un enfermo hiperventilado…
 
Una casa, un hogar sin puerta achica, como estrecha la intemperie. Una casa sin puerta o de puertas abiertas (como aquella legendaria Casa de Asterión) configura la prisión más atroz. En cambio, quien cierra tras de sí la puerta, amplifica el espacio interior sin límites.  
Mientras unos astringen la figura de la puerta a su abrir y otros, por el contrario, la limitan a su cerrar (y otros más, en el mar de confusión, parten las diferencias y vindican el entornado), el cristianismo profundo ama la puerta en el exquisito y complejo entramado de su irreductible identidad. Tú, Señor eres mi Puerta; tu Carne es el Gozne que me salva, el Cardo Salutis, el divino y quieto Vórtice, el Axis Mundi.  
 
Algo semejante cabe decir de la Voz: lo dice todo, expresa totalidades, en la misma medida en que se ciñe a un timbre determinado, a un sonido y entonación precisos, a una identidad. Porque es esta Voz (y no un sonido ubicuo), puede portar al Verbo y ser Uno con el Verbo. 
 
Las ovejas siguen la voz del pastor no por lo que éste dice, sino porque es Éste el que lo dice. Hay magia en su inconfundible timbre. Su Voz planea sobre las aguas amorfas de mi nada y Se dice, y me dice y nos dice. Es la Voz del encantador de la que habla el salmista (Sal 57), por la cual hay que dejarse encantar. 
 
La Lectio divina vive de estos dos Nombres divinos. La Lectio divina no pretender atrapar ni conquistar el vasto campo del Misterio ni asir y entender al insondable Verbo eterno. La Lectio es arte de umbral, gusta de esta Puerta y de esta Voz pues acercan el horizonte sin reducirlo. Por eso la Lectio ama el Libro, ama el papel biblia: lo acaricia, lo huele, lo besa. No es amiga de conceptos ni de vastas planicies: lo suyo es palpar ese ferroso picaporte, sus inmensas y labradas bisagras, notar la cincelada madera añosa de sus jambas y dinteles expertas en contener al Incontenible; el sagrado Cuadrante en que se da Lo Abierto. La Lectio divina es el arte de dejarse llevar por el silbo suave y apacible de una Voz incomprensible que lo comprende todo; dejarse llevar por el vuelo indomable de una Voz inatrapable que envuelve y cautiva y lleva tras de Sí.
 
Oh divino Tajo, grieta en la Peña, sagrado armario, bendito portal, oh silbo de los aires amorosos, Tú podrías sólo habernos dado el Reino y el Verbo, pero te nos diste como Puerta y Voz. Y todo el Reino en la Puerta y todo el Verbo en tu Voz. A Ti la Gloria, el Poder y el Honor. Amén.

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