22.02.20

Un texto muy bien escrito: “Querida Amazonia”, de Francisco

Hablando, en una ocasión, con otro sacerdote pude constatar una impresión compartida. Todos los días los sacerdotes católicos rezamos y leemos el “Oficio de Lectura”, cuyo centro radica en un texto bíblico al que sigue otro texto patrístico, espiritual o magisterial. Mi interlocutor me decía que, a veces, el texto estaba tan bien escrito que le hacía avivar su atención hacia lo leído. A mí me ha pasado lo mismo.

Muchas veces, ese texto que reclama atención, que se niega a ser leído como de pasada, tiene como autor a San Agustín, a la vez un retórico, un clásico de las letras y del discurso persuasivo, y un profundo pensador.

Explicando, San Agustín, que el deseo del corazón tiende hacia Dios nos dice: “Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces capaz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión. Supón que quieres llenar una bolsa, y que conoces la abundancia de lo que van a darte; entonces tenderás la bolsa, el saco, el odre o lo que sea; sabes cuán grande es lo que has de meter dentro y ves que la bolsa es estrecha, y por esto ensanchas la boca de la bolsa para aumentar su capacidad. Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones”.

Es muy difícil escapar a la sugestión de esas palabras que suscitan a la vez la actividad de la imaginación y del entendimiento, que recurren a la imagen y a la analogía. Que son palabras espirituales y materiales. Simbólicamente materiales. Como los sacramentos. El Papa dice en “Querida Amazonia” que los sacramentos “son una plenificación de lo creado, donde la naturaleza es elevada para que sea lugar e instrumento de la gracia, para ‘abrazar el mundo en un nivel distinto’”.

En el mundo pagano, Platón poseía ese arte de lo simbólico, de la alianza entre literatura y pensamiento, entre fondo y forma. Y, tras Platón, ya en el universo cristiano, Pascal y Newman. O el mismo Cristo con su Sermón de la Montaña y con sus parábolas. Forma y fondo. Belleza y verdad.

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21.02.20

Eutanasia y compasión

Eutanasia y compasión

 

Algunos partidarios de la eutanasia presentan ese hecho – que consiste en provocar, en un entorno médico y de modo intencionado, la muerte de un enfermo - como un acto de amor. En consecuencia, quienes se oponen a la misma serían seres despiadados, intransigentes e incapaces de sentir empatía con las personas que sufren.

Analizando la realidad con mayor detalle se puede llegar a ver que “eutanasia” y “compasión” son conceptos escasamente vinculados entre sí. Una falsa compasión no es compasiva en absoluto; sino que equivale a la negación de la piedad hacia el otro; en particular hacia el más débil.

“Para que no sufra, que deje de vivir con mi ayuda”. Así se expresaría esa compasión falsa, ese señuelo de piedad. Le atribuyen a Stalin la afirmación según la cual “la muerte soluciona todos los problemas”. ¿Que alguien padece? Se le “ayuda” a morir y se acaba el padecimiento. Y, si universalizamos este recurso mágico, podríamos seguir resolviendo cualquier otro problema: “Si muere, no pasará hambre”, “si muere, no será explotado laboralmente”, “si muere…”.

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14.02.20

Muerte y eutanasia

Decía Heidegger que “apenas un hombre viene a la vida ya es bastante viejo para morir”. La muerte está siempre presente en la vida; constituye una dimensión del hombre; lo que podríamos llamar un “existencial”.

Debemos contar con la muerte; es decir, hemos de ser conscientes de nuestra mortalidad. No vale de nada esconder o ignorar ese capítulo de la propia biografía; capítulo que, en su concreción, será paradójico. Como dice un estudioso de la Antropología filosófica, la muerte es lo más diverso y lo más común a todos los mortales, lo más propio del hombre y lo más extraño, lo más universal y lo más personal, lo más cierto y lo más incierto…

Pero no se trata, solo, de reflexionar sobre la muerte, sino asimismo de interrogarnos sobre nuestra responsabilidad ante el momento de la propia muerte y de la muerte de otros.

En esa tesitura, del “yo me muero” o del “tú te mueres”, ¿qué es lo razonable, lo sensato, lo digno del hombre? A mí me parece que lo adecuado es cuidar a cada persona, sea cual sea su situación; lo que implica, concretamente, cuidar al enfermo, al deprimido, al moribundo, al desahuciado. Cuidarle y acompañarle. Proporcionarle cuidados paliativos. Ayudar a que su vida sea vivida dignamente y a que su muerte, esa dimensión que acompaña a la vida, sea asumida también dignamente.

Lo menos adecuado, lo menos razonable, sería, me parece, colaborar con un suicidio o procurar directamente la muerte al más débil; al que ya no cree que merezca la pena pedir otra cosa que conseguir la situación en la que ya no podrá pedir nada más en este mundo. Hacerse cómplice de un suicidio, hacerse culpable de una muerte, equivale a un fracaso rotundo. No estamos para ayudar a que otros se mueran ni para proporcionarles, aunque ellos lo demanden, una especie de piadoso “tiro de gracia”.

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10.02.20

Me sumo a lo que dice Bruno sobre Segovia y sobre "400 poemas para explicar la fe"

La ciudad de Segovia la conocí hace ya casi tantos años como tiene su Acueducto. No es preciso que comente, en este momento, la belleza de la misma ni de su espléndida catedral. Bruno lo comenta con enorme acierto.

Está a punto de salir en “Compostellanum” 64 (2019) 769-770, una recensión mía sobre el libro de Yolanda Obregón, ed., “400 poemas para explicar la fe. Selección de poesía religiosa para la catequesis” (Vita Brevis, Maxstadt 2019, 602 páginas).

Comento, en esa recensión: “La teología no tiene nada que perder, sino mucho que ganar, si se pone a la escucha de la literatura y, en particular, de la poesía. Grandes teólogos lo han hecho así. El cristianismo es la religión de la Palabra encarnada, de Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne".

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8.02.20

Prejuicios: Lo racional no es, con frecuencia, lo normal

La Real Academia Española define “prejuicio” como la opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.

Nadie escapa al peso y al influjo de los prejuicios. Tienen, estos, un poder inmenso. Suplen las enormes lagunas del propio saber, los océanos cuasi infinitos del no saber. Nos hacemos, previamente, una opinión de las cosas. Y lo previo, lo anticipado, se convierte, con muy alta probabilidad, en definitivo. No somos capaces del conocimiento total de todas las cosas. Somos, nos guste o no, muy limitados.

Y, además, los prejuicios son tenaces, firmes, porfiados. No se van de nuestra mente ni con agua caliente, como se suele decir.

Podríamos poner múltiples ejemplos de estas opiniones previas y tenaces. Voy a limitarme al ámbito del lenguaje de la fe católica (que, por razones evidentes, es muchas veces, también, parte del lenguaje común): “Quien no tiene padrinos, no se bautiza”; “no se puede bautizar en Cuaresma”; “confirmarse es aceptar, de adulto, la fe en Cristo”.

Se trata, en los tres ejemplos propuestos, de juicios previos y tenaces, originados en un mal conocimiento de la realidad.

No es absolutamente necesario tener padrinos para bautizarse. El Código de Derecho Canónico dice: “En la medida de lo posible, a quien va a recibir el bautismo se le ha de dar un padrino, cuya función es asistir en su iniciación cristiana al adulto que se bautiza, y, juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el bautismo y procurar que después lleve una vida cristiana congruente con el bautismo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo (c.872)”. Todo el texto del canon comienza con la locución “en la medida de lo posible”.

Nada impide bautizar en Cuaresma, ni en ningún otro día del año: Aunque el bautismo puede celebrarse cualquier día, es sin embargo aconsejable que, de ordinario, se administre el domingo o, si es posible, en la vigilia pascual” (c. 856). Lo “aconsejable” marca una prioridad, no una prohibición. Y los domingos de Cuaresma son, también y ante todo, “domingos”.

“Confirmarse”, o mejor, “recibir el sacramento de la Confirmación”, no es, sustancialmente, aceptar, de adulto, la fe en Cristo. Esto sería un prejuicio absurdo, ya que anularía, casi, el sacramento del Bautismo administrado a los niños y haría ver como incomprensible la situación de los conversos adultos que reciben – también en la Iglesia latina – en una misma celebración los tres sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. El “Catecismo de la Iglesia Católica” dice que la recepción de la Confirmación lleva a plenitud la gracia bautismal, ya que enriquece a los bautizados con una fortaleza especial del Espíritu Santo (cf. n. 1285).

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