La oración humilde
Homilía. C. Domingo XXX del Tiempo Ordinario
Textos: Si 35,15b-17.20-22a; Sal 33; 2 Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14.
La oración, además de perseverante, ha de ser humilde. Por eso comienza con el reconocimiento de los propios pecados: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”, dice el libro del Eclesiástico. La humilde toma de conciencia de lo que somos debe empujarnos a ofrecernos al Señor para ser purificados: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, rezaba el publicano.
La oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el Catecismo. Atribuirse principalmente a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.
San Gregorio comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en primer lugar, a la gracia de Dios, y sólo secundariamente a nuestra colaboración libre con ella.
Se da a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (Catecismo, 2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en el amor de Cristo.