11.04.11

El conocimiento y la inteligencia de la fe

La fe se apoya en la Palabra de Dios y es la forma “proporcionada” de “conocer” la revelación. A la revelación como principio objetivo del conocimiento teológico corresponde la fe como principio subjetivo de ese mismo conocimiento. Por otra parte, sólo desde la revelación acogida en la fe resulta posible esclarecer la peculiaridad del acto de creer y del dinamismo cognoscitivo que este acto encierra. Al hablar sobre la fe, es preciso recordar que ésta constituye, simultáneamente, el objeto de estudio y el principio subjetivo necesario para abordarlo.

Sólo teológicamente se puede avanzar en la comprensión de los que significa, no un acto de fe cualquiera, sino el acto mediante el cual el hombre accede a la revelación. La dependencia de la fe con respecto a la revelación hace que, teológicamente, resulte imposible asimilarla a otras formas de creencia. La revelación constituye la base objetiva desde la cual se configura la forma específica de la fe cristiana.

La relación de la fe a la revelación es doble; en la revelación encuentra la fe su contenido y su fundamento y motivo último. La referencia de la fe a su contenido evita toda posible deriva subjetivista, reductora de la fe a un puro fenómeno de conciencia que difícilmente podría escapar a la acusación de proyección. La referencia a su fundamento resalta la especificidad de la fe cristiana con respecto a cualquier otra creencia religiosa. Por otra parte, al ser la revelación el “motivo” de la fe no puede darse ninguna mediación, fuera de la revelación misma, que permita acceder a la revelación.

El contenido de la fe es el misterio de Dios revelado en Jesucristo como verdad y salvación para el hombre. Este misterio de Dios se hace accesible al hombre en la historicidad de la Encarnación, acontecimiento que supone la garantía definitiva en la que apoyarse para abrirse a la novedad divina, ya que en este acontecimiento el Absoluto asume como lenguaje expresivo la humanidad de Cristo, la globalidad de su presencia, de sus palabras y obras (cf DV 4).

La razón última o motivo por el que se cree es Cristo mismo; sólo creyéndole a Él el hombre entra en contacto con la Verdad en la que consiste su salvación. Aunque este reconocimiento de la verdad que salva no se produce si el hombre no recibe, gratuitamente, el don de la fe como medio cognoscitivo proporcionado que permite conocer a Dios a través del don de Dios.

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9.04.11

Lenguaje y Encarnación

El “Catecismo de la Iglesia Católica”, al referirse al lenguaje de la fe, explica la necesidad de las formulaciones de la fe: las fórmulas expresan realidades y nos permiten acercarnos a estas realidades. Como decía Santo Tomás: “El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]”.

Las fórmulas en las que se expresa la fe remiten a la objetividad de la revelación. Para el Cardenal Newman, las proposiciones dogmáticas – los enunciados en los que se expresa la fe — constituyen un desarrollo llevado a cabo por la Iglesia a partir de la “impresión“ que la Verdad revelada causa en la mente:

“Los dogmas teológicos son proposiciones que expresan los juicios que forma la mente, o las impresiones que recibe, de la Verdad revelada. La revelación le presenta ciertos hechos y signos, realidades y principios sobrenaturales; esta impresión se convierte de manera espontánea o incluso necesaria, en tema de reflexión por parte de la misma mente, la cual procede a investigarla y a proyectarla en una serie de frases distintas”.

En este proceso que va de la revelación a las proposiciones de la fe - “dogmáticas”, según la terminología que emplea Newman —un primer momento es receptivo: la mente recibe de la revelación “ciertos hechos y signos, realidades y principios sobrenaturales” que causan en ella una “impresión”. El segundo momento es activo y dependiente del anterior: la mente reflexiona, investiga, forma juicios acerca de esta impresión y los expresa en proposiciones.

La revelación constituye una “Idea”, una realidad viva que se impone como un todo a la mente, con una incidencia efectiva en ella, causando una “impresión”. A partir de esta “idea-impresión”, la mente, conforme a su propia naturaleza, elabora las proposiciones dogmáticas.

En definitiva, la posibilidad de emplear formulaciones de la fe se debe a la economía de la revelación, a la condescendencia en virtud de la cual la revelación se adapta a las capacidades que el hombre tiene de recibirla y de expresarla. La inteligencia humana no puede conocer reflejamente la revelación como un todo, sino que, como sucede en el conocimiento de otras realidades, necesita “componer y dividir”. La revelación como “Idea” es única e íntegra y tiene la prioridad sobre las proposiciones dogmáticas que, por la limitación de la mente y la imperfección del lenguaje humanos, la expresan real pero fragmentaria y parcialmente.

Las proposiciones de la fe, en su remitirse a la revelación, garantizan la objetividad de la fe. No es el sujeto quien se da a sí mismo el contenido de lo que cree. La fe no se reduce a lo subjetivo – a un sentimiento o a un conjunto de opiniones elaboradas en conformidad con el propio juicio — sino que necesariamente remite a un contenido dado, que proviene de una instancia exterior y superior al propio yo.

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Hombre mortal y Señor de la vida

Homilía para el V Domingo de Cuaresma (Ciclo A)

El Señor se presenta a sí mismo como la resurrección y la vida (Jn 11,25). Él es la fuente de la vida que se otorga al hombre para vivir para siempre. Jesús comunica la vida que Él mismo posee y de la que dispone (cf Jn 5,26). Una vida que anula la muerte, superándola por medio de la resurrección. En el milagro de la resurrección de Lázaro se anticipa el gran signo de esperanza para todos nosotros: la propia Resurrección de Jesús, principio y fuente de nuestra resurrección futura.

“Para la comunidad cristiana – enseña Benedicto XVI - es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él”.

Gracias al Espíritu Santo, que nos une a Cristo, la vida cristiana en la tierra es ya una participación en la muerte y en la Resurrección del Señor (cf Rom 8.8-11). Esta participación no se interrumpe con la muerte, ya que “si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este ‘morir con Cristo’ y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor” (Catecismo 1010).

Desde esta perspectiva, la muerte cambia por completo de significado. Cristo, asumiéndola en un acto de total obediencia a la voluntad del Padre, transformó la maldición de la muerte en bendición, venciendo ese último enemigo, esa postrera consecuencia del pecado.

A la luz de la muerte y de la Resurrección del Señor nuestra mirada se abre al sentido definitivo de la existencia. La última palabra la tiene Dios, que no permite que su designio creador se vea abocado al fracaso por la infidelidad de los hombres. No es un Dios de muertos sino de vivos (Mc 12,27) y “en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús” (Catecismo 997).

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8.04.11

Revelación y lenguaje de la fe

El lenguaje de la fe se fundamenta en la revelación divina; la fe “dice” a Dios porque Dios ha hablado de sí mismo en su autorrevelación. La misma manifestación de Dios en la creación, que posibilita el recurso a la analogía, se orienta a la plenitud de la revelación divina en Jesucristo. Se puede decir, incluso, en este sentido, con W. Kasper que la doctrina de la analogía, entendida a nivel teológico, “resulta ser la doctrina del lenguaje de la fe”.

En su revelación, Dios se ha expresado en lenguaje humano para que el hombre pueda acoger la comunicación que ha hecho de sí mismo. Por la Encarnación, la humanidad de Jesús de Nazaret constituye el lenguaje mismo que Dios pronuncia para la humanidad. El misterio de Dios se hace accesible al hombre en el acontecimiento histórico, concreto y sacramental de la Encarnación; en la globalidad de la “presencia y manifestación” de la Palabra hecha carne (cf DV 4).

El concilio Vaticano II, en la constitución “Dei Verbum”, presenta la fe como la respuesta del hombre a la revelación (cf DV 5). La forma cristiana de creer, el acto de fe, viene determinado por Aquel a quien se cree, por Dios que se revela. La fe no crea la revelación, sino que, por el contrario, es la manifestación de Dios la que pide y suscita, haciéndola posible, la respuesta de fe.

Esta respuesta es definida, en términos paulinos, como obediencia –obeditio fidei–, con referencia a Rm 16,26. El horizonte que se vislumbra es el de la fides ex auditu, verdadero eje de la teología paulina de la fe, que encuentra su punto culminante en Rm 10,7. La obediencia es la categoría privilegiada por la Escritura para identificar el acto de creer, a partir de la obediencia paradigmática de Abraham (cf Gn 15,6). Se trata de una obediencia que parte de la escucha.

Con la referencia al “Deus revelantis” y a la “obeditio fidei”, el Vaticano II destaca, en línea con la perspectiva bíblica, el carácter personalista de la revelación y de la fe. Como señalaba el cardenal Newman, no se puede obedecer a un texto o a un mensaje, sino a una autoridad viva, a una idea viva; en definitiva a una persona, a una Verdad personal. Es decir, la obediencia de la escucha comporta el abandono pleno y total del hombre a Dios.

La adhesión plena y obediencial de todo el hombre a Dios, por ser Él mismo quien se revela, es definida por la “Dei Verbum” como “plenun obsequium/ voluntarie assentiendo”. El motivo formal de la fe, la razón última por la que se cree, es Dios mismo que se revela. El término “asentimiento” está cargado de una connotación personalista, indicando el acto con el cual, de modo incondicional, se acepta completamente la doctrina. Con ambas expresiones, el Concilio sintetiza los dos aspectos complementarios del acto de fe: la “fides qua” y la “fides quae”; la fe con la que se cree – el acto de creer – y la fe que es creída – el contenido de la fe–. El asentimiento no se da a una verdad abstracta, sino al revelador del Padre; a una persona, que es la única que puede exigir el asentimiento.

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La posibilidad de hablar de Dios: la analogía

¿Podemos decir algo, en sentido literal, no figurativo, de Dios o sólo cabe referirse a Él de modo simbólico, metafórico o poético? Entre los extremos del apofatismo y de la univocidad se sitúa la analogía. El apofatismo niega que los nombres que se atribuyen a Dios puedan significarlo de modo propio. Los nombres divinos serían metáforas, imágenes, etc., que no proporcionan un saber propiamente dicho sobre Dios. La univocidad admite que las palabras pueden decir a Dios al mismo tiempo que dicen al hombre, su esencia y su historia.

La analogía permite emplear ciertas palabras de modo que, en determinadas condiciones, puedan decir efectivamente, aunque sea de manera lejana, la realidad de Dios: “Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios también lo es. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar” (Catecismo de la Iglesia Católica, 40).

W. Kasper ha resaltado el carácter primario de la analogía frente a la univocidad: “la analogía es el presupuesto y el fundamento que hace posibles los enunciados unívocos”, porque los enunciados unívocos sólo son posibles mediante determinación y coordinación de otros enunciados y suponen, por consiguiente, la comparabilidad, algo que implica igualdad y diversidad.

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