Una bella imagen de la Iglesia
No soy yo muy devoto de procesiones. Las respeto, las aprecio, pero… no es ese ir ordenadamente, de un lugar a otro, muchas personas con un fin religioso lo que de un modo más espontáneo me puede salir del alma. Ya sé que es cosa mía, pero la devoción tiene también un componente subjetivo, que depende de la propia experiencia, formación, ambiente cultural, etc.
Sin embargo, sí me gusta la procesión del Corpus Christi. Me gusta tanto que me esfuerzo en no dejar de participar ningún año. Caminar en pos de Cristo, presente de modo verdadero y sustancial en el Santísimo Sacramento, refleja muy bien en qué consiste la vocación cristiana. La fe, la pura fe es, creo, más que otra cosa, lo que convoca a quienes van en la procesión. Cristo presente y oculto, Cristo cercano y lejano, con toda la majestad de Dios y con la humilde apariencia de un trocito de pan.
En la ciudad donde vivo la procesión del Corpus es modesta y piadosa. En otros lugares es triunfal y solemnísima, como corresponde al paso del Rey con mayúsculas por las calles habitadas por los hombres. Nada puedo objetar a ese esplendor grandioso. Ciertamente, Cristo se lo merece todo y el tributo que le dediquemos no lo hace a Él más noble, pero sí nos ennoblece a nosotros.
Pero no es este el caso. En donde vivo, la procesión del Corpus es la de los cristianos de la Misa diaria. Y no creo exagerar nada. No éramos pocos, no, éramos bastantes, sin poder hablar de una muchedumbre inmensa. Pero he visto, y no solo este año, mucho recogimiento y mucho amor a Cristo. He visto a personas de todas las edades guardando silencio, respondiendo a las oraciones de alabanza y aclamando al Señor con cánticos.
Al término del recorrido, que apenas perturbó la vida de la ciudad, y que fue observado por quienes no participaban en él sin muestras externas de desprecio, pude vivir en la concatedral un momento de gran emoción: La custodia con el Santísimo fue colocada sobre el altar y el obispo, los sacerdotes y los demás fieles, laicos y religiosos, concentraron su mirada en la Sagrada Hostia. Él, Cristo, era el centro. Su Corazón sigue latiendo de modo vivo. Él sigue infundiendo en nuestro espíritu la fuerza y la alegría.