16.08.11

Firmes en la fe

Me ha encantado la Misa con la que se acaba de inaugurar la JMJ. Ayer por la tarde participaba en otra celebración eucarística, que tuvo lugar en la catedral de Tui, como despedida de un millar y medio de jóvenes de la Bretaña francesa que han pasado en esta diócesis los días previos a este importante encuentro. También estuvieron entre nosotros muchos japoneses, australianos y, en menor número, de otras procedencias.

Ya durante estos días he podido comprobar lo que siempre he sabido: que estas cosas no se improvisan. Basta ver cómo se comportan estos muchachos en Misa para darse cuenta de que no han venido a la JMJ como quien se suma a una excursión novedosa. No. Hay mucho trabajo detrás. Hay una vivencia de la fe, quizá con los altibajos propios de los jóvenes, pero una vivencia real y auténtica.

De la Misa de apertura en Madrid me han impresionado diversos elementos. No solo la multitud, con la que ya se contaba, sino la música vibrante, la imagen de la Virgen de la Almudena presidiendo el presbiterio, el emocionado recuerdo al beato Juan Pablo II, la adhesión al papa, la llamada, en definitiva, a profundizar en la fe, tal como reza el lema de la Jornada: “Firmes en la fe”. Ha estado muy bien el cardenal Rouco en su homilía e igualmente el cardenal Rylko.

La JMJ es un signo sensible, evidente en cuanto signo, de la catolicidad de la Iglesia. ¿Qué une a todos esos jóvenes, más allá de la edad? La respuesta es muy clara: Los une la fe y la pertenencia a la Iglesia Católica. Jesucristo es para ellos el Camino, la Verdad y la Vida.

Los acontecimientos extraordinarios no surgen de la nada sino que expresan de modo excepcional la vida cotidiana, el día a día de la existencia. La Iglesia está más viva de lo que pensamos y esa realidad discreta se nos impone con contundencia en algunas ocasiones especiales.

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11.08.11

Teresa de Calcuta, ora pro nobis

Recupero para el blog un texto ya algo antiguo. Fue publicado, hace unos años en “La Voz de Galicia”. En la JMJ han dedicado una exposición a esta mujer ejemplar.

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Una vez pude saludar personalmente a la madre Teresa de Calcuta. Me regaló una medallita, después de trazar sobre ese objeto piadoso una especie de bendición.

Cualquier creyente, y más si ha vivido entre la miseria, tiene dificultades para creer. La fe no es obvia. La fe es un don de Dios; pero un don que, humanamente, resulta costoso.

Muchas realidades cuestionan la fe. No en último lugar el constatar la inanidad de lo humano. ¿Merece la pena que un Dios, que lo es todo, fije en nosotros su mirada? ¿Por qué no pensar en un Dios feliz en sí mismo que se desentiende del mundo, y de esos peculiares habitantes del mundo que somos los hombres?

Escandaliza más un Dios creador, providente y redentor que la misma idea de Dios. Dios, puede ser. Pero Dios y nosotros; Dios encarnado -Belén, Nazaret y el Calvario-, es mucho Dios o ningún Dios. La razón sola, en su autosuficiencia, puede admitir el deísmo o la nada.

Podemos caer en la ligereza de dar la fe por descontada. Lo paradójico de la fe consiste en ser gracia. Es imposible creer sin la ayuda de Dios, sin su auxilio interior, sin que Él mueva nuestro corazón, abra los ojos de nuestro espíritu y nos conceda el gozo de aceptar la verdad.

El Catecismo dice que la fe, «luminosa por aquel en quien cree, […] es vivida con frecuencia en la oscuridad […] El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura» (n. 164).

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9.08.11

Qué pesados

Cada vez que el papa viene a nuestro país tenemos que oír, querámoslo o no, todo tipo de quejas. Quizá sea inevitable, pero que sea inevitable no quiere decir que sea justo, máxime teniendo en cuenta que esos lamentos no se oyen a propósito de otros eventos – deportivos, culturales o del tipo que sea – que tienen lugar en España.

El “mantra” más repetido es el coste de la visita. Como se ha olvidado que “no solo de pan vive el hombre”, todo tiende a medirse en términos de dinero. No importa que el papa pueda dar una palabra de orientación a los jóvenes. No, eso no es valorado. Que los muchachos se olviden de la distinción entre el bien y del mal, entre la verdad y la mentira, y que se conviertan en esponjas dedicadas a absorber alcohol los fines de semana es asumido con una pasividad absoluta, como si se tratase de una ley física similar a la de la gravedad, como un hecho cargado con el fatalismo de lo inevitable.

Pues bien, se ha explicado hasta la saciedad que la JMJ la pagan, en su mayor parte, los que asisten a ella y, en un porcentaje menor, las empresas patrocinadoras. El Estado se ocupará de la seguridad, como en cualquier otro acontecimiento de similar envergadura. A la vez, no se puede negar que para Madrid y para la imagen de España en el mundo constituye una ocasión privilegiada de promoción.

No resulta frecuente oír que en el Parlamento o en otras instancias se pregunte sobre el coste de limpiar de residuos una playa, una plaza o una calle después de un botellón. Tampoco nadie se ha llevado las manos a la cabeza calculando el gasto del “día del orgullo gay”, de la presencia de los “indignados” en la Puerta del Sol, o de la celebración de la victoria de España en los mundiales de fútbol de Sudáfrica. Y no todos los ciudadanos son aficionados al fútbol, ni a otras cosas que no son fútbol.

Decía el cardenal Rouco que las críticas “ sirven para estimularnos a ser mejores y explicarnos mejor". Tiene razón. Siempre hay que esforzarse por ser mejores y por explicarse del mejor modo. Pero no podemos olvidar un principio: no se puede querer contentar a quienes desean estar siempre descontentos. Llega un momento en el que ese intento resulta vano e imposible. Da lo mismo lo que se diga, da igual tener argumentos o carecer de ellos; con algunas personas discutir es como hablar con una pared: solo un loco se empeñaría en hacerlo.

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7.08.11

Jóvenes JMJ

Estamos muy cerca de la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud. Como yo ya he superado - por “muy poco", menos de una década - los 35, no me concierne directamente. Ya no soy joven, ya no entro en el selecto club de quienes se sitúan entre los 16 y los 35. Ni falta que hace. La vida pasa, transcurre, y los que tenemos más de 39 hemos tenido, en su día, 35 y menos de 35 también.

Sin embargo, si miro hacia el pasado, no puedo más que agradecer las JMJ. Participé, en su día, en la de Santiago de Compostela, cuando aún era seminarista. Y ya, como sacerdote recién ordenado, en la de Częstochowa. Nunca he creído en ciertos mitos: las JMJ no se improvisan, no es una fiesta discotequera para jovencitos, no. Para nada. Se trata de otra cosa. Es una gran reunión de los jóvenes católicos del mundo con el Papa, con el sucesor de Pedro.

Y estas reuniones son, si no necesarias, sí oportunas. Hoy, en casi todas las latitudes, un joven católico tiende a vivir su fe casi en soledad, con un cierto extrañamiento con relación a sus coetáneos. No está de moda, precisamente, ser católico. Y es bueno que los que lo sean - con las imperfecciones que todos los seguidores de Cristo tenemos - sepan que no son ellos los únicos que lo siguen y que, por supuesto, no están solos en el discipulado.

Pensaba en este tema porque ayer y hoy pude atisbar signos interesantes. Pequeños signos, pero suficientemente elocuentes para corroborar mi opinión. Ayer, en Barcelona, donde me encontraba de paso tras un breve viaje a un país de Centroeuropa, pude ver en la Plaza de España a un dominico, vestido de hábito, rodeado de un grupo de jóvenes franceses.

Esta misma mañana, en el querido monasterio de Montserrat, en la Misa solemne de las 11.00 - en la que tuve ocasión de concelebrar - se añadían a la numerosa cantidad de fieles allí congregados tres grupos de la JMJ, procedentes respectivamente de Canadá, de Alemania y de China (Hong Kong). Los alemanes llevaban una camiseta azul; los canadienses, verde y los chinos, blanca.

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30.07.11

Los panes y los peces

Homilía para el Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (ciclo A)

El Señor anticipa, con la multiplicación de los panes y de los peces, el banquete del Reino de los cielos (cf Mt 14,13-21); es decir, el misterio de la comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están unidos a Cristo. No somos capaces de imaginar del todo o de comprender perfectamente qué es el cielo. San Pablo dice que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Co 2,9). La Sagrada Escritura emplea imágenes para hablarnos de esa realidad: la vida, la luz, la paz, el vino del reino, la casa del Padre, la Jerusalén celeste, el paraíso y, de un modo señalado, el banquete (cf Catecismo 1027).

Jesús, con los discípulos, es el anfitrión de ese banquete. Él es quien invita y quien da de comer. Participar en una comida crea entre el anfitrión y los comensales una comunidad de existencia. El Señor, al alimentar al gentío, está creando ese vínculo entre Él y los suyos; está, en definitiva, estableciendo su Iglesia, que es en la tierra el germen y el comienzo del Reino de los cielos. Él es quien bendice y da los alimentos para que todos queden saciados de un modo sobreabundante.

Con este signo milagroso, el Señor manifiesta su identidad: Él es el Mesías, el Salvador, que habla las palabras de Dios y obra las acciones de Dios. Su compasión indica la misericordia y la clemencia divinas. En Jesús se cumple lo que dice el Salmo 144: “Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo; abres tú la mano, y sacias de favores a todo viviente”.

La comida milagrosa nos hace pensar en la Última Cena, en la que Jesús también bendijo el pan y el vino y se lo dio a sus discípulos. La Eucaristía es el sacramento de la Comunión, porque recibiendo el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo nos unimos a Él y a los demás cristianos en la Iglesia santa y, de ese modo, se nos da en prenda la gloria futura, el cielo.

La orden dada por Jesús a los discípulos: “dadles vosotros de comer” debe resonar en nuestra mente y en nuestro corazón. El papa Benedicto XVI enseña que “en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana” (Sacramentum Caritatis, 88) y así nos impulsa a trabajar por un mundo más justo y fraterno.

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