21.11.11

La eclesialidad de la fe (final)

La eclesialidad de la fe (final)

El carácter misionero de la fe: La fe se fortalece dándola

Cada fiel, engendrado por la Iglesia mediante la predicación y el Bautismo, y hecho miembro de la comunión de la fe, se convierte en testigo, en un eslabón en la gran cadena de los creyentes, destinado a transmitir a otros lo que, a su vez, ha recibido. Se inserta así en la catolicidad misionera de la Iglesia (cf AG 1).

La finalidad de la misión es hacer posible que “todas las gentes” (cf Mt 28,19-20) participen en el misterio de la comunión trinitaria, del cual la Iglesia es signo e instrumento. El esfuerzo misionero robustece la fe y renueva la Iglesia. Como enseña el Papa Juan Pablo II: “¡La fe se fortalece dándola!”.

La urgencia misionera surge desde dentro de la persona que ha sido alcanzada por la buena nueva de la salvación en Cristo:

“Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que « su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad»”.

La misión nace de la fe en Cristo y es un compromiso de toda la Iglesia, que atañe a todos los bautizados. La Iglesia ha de ofrecer la salvación de Cristo a todos los hombres. El testimonio se perfila, de este modo, como consecuencia intrínseca de la fe.

La categoría englobante de “testimonio”, como condición de posibilidad concreta de la fe, ayuda a comprender el lugar de la Iglesia en el acto de creer. El testimonio es la manifestación significativa de la misión de la Iglesia en su realidad histórica. De él surge el signo eclesial de credibilidad, que es la mediación próxima para conocer la revelación.

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20.11.11

Jesucristo, Rey del Universo

Jesucristo, Rey del Universo, lleva a su consumación el plan salvador de Dios. Él es el supremo Pastor, Rey y Juez de todos los hombres, tal como había profetizado Ezequiel (cf Ez 34,11-17).

Jesucristo nos acompaña todos los días de nuestra vida; nos guía por el sendero justo y nos conduce a la casa del Padre (cf Sal 22).

Él es el Rey del mundo y el Señor de la historia. Quiere reinar en el mundo reinando en nuestros corazones. “Nosotros, y solo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia", comenta Benedicto XVI.

Nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo, depende de nuestra correspondencia a la gracia, que se traduce de modo concreto en la decisión de practicar la justicia y no la iniquidad, de abrazar el perdón y no la venganza, el amor y no el odio.

Aunque no es de este mundo, el reino de Cristo tiene implicaciones en este mundo. Su mensaje no puede reducirse a una cuestión puramente privada, sino que tiene una dimensión social. Toda la organización de la vida social y política debe estar sometida al reino de Cristo, reconociendo la soberanía de Dios y la dignidad de los seres humanos.

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19.11.11

El lenguaje de la fe

La eclesialidad de la fe….

4. El lenguaje de la fe

La analogía con la realidad de la vida, que es un don que se recibe, puede ser extendida a otras dimensiones de la existencia humana como, por ejemplo, el lenguaje. El lenguaje nos precede y solamente es apropiado por cada uno en la medida en que, previamente, es recibido.

Se ha dicho que “todo lo específicamente humano depende del lenguaje” . El lenguaje no es sólo una característica humana, sino propiamente lo que constituye al hombre como humano. Gracias al lenguaje nos abrimos al mundo, a su realidad y a su sentido. Abriéndonos al mundo, el lenguaje nos inserta en una cultura, en una constelación de creencias, de significados y de valores. Igualmente, el lenguaje nos abre a los otros, a la intersubjetividad, a la sociedad. La apertura que propicia el lenguaje es infinita, hasta el punto de hacer posible la escucha de Dios y la palabra dirigida a Él. El lenguaje humano es apto “para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana” .

Al creyente, que recibe en el bautismo la vida de fe, se le da la posibilidad de expresar esta fe mediante el lenguaje. La Iglesia guarda “la memoria de las palabras de Cristo” y transmite la confesión de fe recibida de los apóstoles: “Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de fe” .

Sin esta enseñanza, sin esta iniciación en el lenguaje de la fe, el acto de fe personal resultaría inviable, ya que la respuesta obediencial a la revelación divina en la que consiste creer, presupone la escucha de una palabra viva que resuena hoy, como dirigida a cada hombre, gracias a la proclamación de la Iglesia.

Creer comporta un acto de asentimiento que expresa la aceptación absoluta e incondicional de una proposición . Sin una proposición, que es una formulación lingüística, no puede darse el asentimiento, aunque la creencia se finaliza en la realidad misma del Objeto al que los enunciados remiten. Y sin la función mediadora de la Iglesia, como sujeto que recibe el mensaje, que lo custodia, transmite e interpreta, no existirían las proposiciones en las que se expresa la fe. Las proposiciones doctrinales perpetúan, a través del lenguaje, la “impresión” causada en la mente de la Iglesia por la Verdad revelada .

Pero, para realizar el asentimiento de fe, se requiere igualmente que la proposición que se acepta incondicionalmente sea, en cierto modo, inteligible, susceptible de una cierta aprehensión o interpretación de los términos de la misma . También este momento de la aprehensión resultaría imposible sin la mediación eclesial. Los términos en los que se expresa la fe encuentran su marco significativo en el “hablar” de la Iglesia. Fuera de ese contexto lingüístico, el creyente no podría atribuirles un significado pleno.

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17.11.11

La Iglesia como madre de los creyentes

La eclesialidad de la fe (IV)

La Iglesia es la Madre de los creyentes, “que responde a Dios con su fe y que nos enseña a decir: ‘creo’, ‘creemos’ ” . La salvación viene de Dios, pero recibimos la vida de fe a través de la Iglesia. La misma expresión “creer en la Iglesia” debe interpretarse como “creer eclesialmente”. La Iglesia es el modo, el contexto y el lugar desde donde se cree, gracias al impulso del Espíritu Santo, en Dios uno y trino.

La Iglesia no es primeramente objeto, término o contenido de la fe, sino una dimensión intrínseca del creer . Es verdad que la Iglesia puede ser definida, por aparecer como un artículo del credo, como un objeto material de la fe y, de manera instrumental, forma parte también del objeto formal de la fe, ya que, a través de ella, se manifiesta la autoridad de Dios revelante . Pero la Iglesia no forma parte de la fe como un objeto cualquiera, sino como principio y órgano de discernimiento de lo que debe ser creído.

La expresión patrística Ecclesia Mater hace referencia a este carácter de la Iglesia como medio y contexto comunitario de la fe. Según Tertuliano, es la Iglesia Madre la que garantiza la fe, ya que sólo en ella resulta posible el bautismo. En paralelismo con Eva, la Iglesia es la verdadera madre de todos los vivientes. Y San Cipriano, con una expresión que recordará San Agustín, afirma que “nadie puede tener a Dios como padre si no tiene a la Iglesia como madre” . Para el Obispo de Hipona, la Iglesia es una Madre que engendra hijos y que, a semejanza de María, permanece íntegra y fecunda.

La Iglesia es la Madre que convoca y congrega a sus hijos. Ella es portadora de salvación y generadora del hombre nuevo mediante la palabra de Dios, que suscita la fe, y la celebración de los sacramentos. Esta función materna resulta tan imprescindible que, ya desde los inicios de la creación, la Iglesia estaba prefigurada (cf LG 2).

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16.11.11

La eclesialidad de la fe (III)

2. Creo/creemos. La comunionalidad de la fe

La eclesialidad del acto de creer se explica no solamente por la presencia en la historia de la revelación, presencia que la Tradición hace posible, sino también, y de modo complementario, por la estructura comunional de la fe: “Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo” . En realidad, la misma Tradición tiene esta estructura, pues, como hemos visto, el sujeto de la transmisión no es un individuo aislado, sino la comunidad creyente.

La revelación está dirigida al hombre, que es su destinatario. Al hombre concreto, una de cuyas relaciones constitutivas es la sociabilidad, la comunionalidad, la apertura a los demás. Un hecho tan básico como el nacimiento nos remite a otros: “Nacemos de otros, o incluso no nacemos, sino que ‘somos nacidos’, tal como se expresa en latín y en las lenguas anglosajonas (inglés y alemán)” . El individuo humano, que nace indefenso, no podría sobrevivir sin la ayuda de los otros; en especial, sin la ayuda de la madre.

También el aprendizaje, necesario para desenvolverse en la vida, es una realidad que se recibe de otros, ya que la formación del individuo se lleva a cabo a través de la relación interpersonal y social. El proceso de individualización es, de este modo, inseparablemente, un proceso de socialización, de integración en una comunidad humana, con su cultura, sus valores y sus pautas de conducta. En todo este proceso cumple un papel de primera importancia el lenguaje, como veremos más adelante.

Desde la perspectiva teológica, “el fondo del ser es comunión” . Desde el punto de vista de su objeto, la fe es communio porque se apoya en la Trinidad de Dios, en la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, pues, como confiesa la Fides Damasi, “Dios es único, pero no solitario” . Desde el punto de vista del sujeto, el yo de las fórmulas del credo es “el yo de la Iglesia creyente, al que pertenecen todos los ‘yo’ particulares en cuanto creyentes” . La unidad del objeto de la fe – la Trinidad – es la causa que determina la unidad del sujeto creyente – la Iglesia - .

La fe es un don de Dios, pero un don que es entregado a la Iglesia, y a cada creyente en tanto que es recibido en la comunión de la Iglesia:

“Nadie puede establecer por sí mismo que es creyente. La fe es un proceso de muerte y de nacimiento, un pasivo activo y un activo pasivo, que necesita a los otros: que necesita el culto de la Iglesia, en el que se celebra la liturgia de la cruz y resurrección de Jesucristo. El bautismo es sacramento de la fe y también la Iglesia es sacramento de fe” (J. Ratzinger).

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