3.12.11

La fe, la inteligencia y la voluntad

La fe se asemeja y, a la vez, se distingue de otros actos intelectuales humanos, tanto desde el punto de vista psicológico como desde la perspectiva noética. Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, define la fe como “cum assensione cogitare”; es decir, “pensar con asentimiento”.

Se trata de una formulación muy lograda. Creer no es ver, ni saber sin más – aunque sea una forma de saber - , ni opinar. Se parece al saber y al inteligir porque consiste en adherirse firmemente a la verdad, a la verdad revelada. Se parece a la opinión en el hecho de que la fe como conocimiento carece de la perfecta visión de su objeto.

Creer es una forma de juicio; es decir, va más allá de la aprehensión y del raciocinio. Se distingue de otras formas de juicio porque la inteligencia se determina a una parte movida, no por la evidencia del objeto, sino por la voluntad. Santo Tomás decía que el creer es acto del entendimiento en cuanto es movido por la voluntad a asentir.

El asentimiento no está causado por el pensamiento, sino a partir de la voluntad (“ex voluntate”). Creer es “asentir con cogitación a algún testimonio por la autoridad del que testifica” (R. Garrigou-Lagrange).

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Preparad los caminos del Señor

Homilía para el II Domingo de Adviento (Ciclo B)

¿Cómo podemos preparar la venida del Señor a nuestras vidas? Mediante la escucha de la predicación y la penitencia. El que predica la Palabra del Señor, como Isaías y Juan el Bautista, hace rectos los senderos posibilitando que esa Palabra llegue al corazón de los oyentes para penetrarlos con la fuerza de la gracia e ilustrarlos con la luz de la verdad.

La predicación es un anuncio de consuelo y de alegría: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40,1). El contenido de este anuncio es la alegría causada por la presencia de Dios: “aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina” (Is 40,9-10).

Juan el Bautista que, como dice San Jerónimo, es el amigo del Esposo que conduce la Esposa a Cristo, es la voz que grita en el desierto llamando a preparar el camino al Señor, predicando la conversión, anunciando la llegada del “que puede más que yo” (Mc 1,7).

La predicación de la Palabra de Dios es la proclamación del “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). El Evangelio es la “Buena Noticia” que tiene como objeto central la persona misma de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Jesús es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos […] Ahora, la Palabra no solo se puede oír, no solo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 12).

Para ver ese rostro, para recibir a Jesús, es necesaria la penitencia: “que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale” (Is 40,4). Los valles pueden ser interpretados como imágenes de nuestros vacíos en nuestra relación con Dios: se trata de los pecados de omisión; de lo que, debiendo hacer, no hacemos. Por ejemplo, no dando prioridad a la vida espiritual, reduciendo la oración a mínimos o siendo poco generosos en la vivencia de la caridad.

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2.12.11

Un artículo esclarecedor: “Sobre la adhesión al Concilio Vaticano II”

Mons. Fernando Ocáriz ha publicado en “L’Osservatore Romano” un interesantísimo artículo “sobre la adhesión al concilio Vaticano II”.

El texto consta de tres partes: Una introducción, un apartado “sobre la debida adhesión al Magisterio” y otro sobre “la interpretación de las enseñanzas”.

La introducción es muy clara: El concilio Vaticano II, por el hecho de tener una finalidad pastoral, no deja de ser doctrinal. La doctrina se orienta a la salvación y, además, “en los documentos conciliares es obvio que existen muchas enseñanzas de naturaleza puramente doctrinal”. Sería terrible, añado yo, que doctrina y pastoral se disociasen, como si se pudiese encaminar hacia Dios a las personas al margen de la verdad de lo que Dios ha revelado.

Tras la introducción, un apartado sobre “la debida adhesión al Magisterio”. Sale al paso Mons. Ocáriz de una versión minimalista del Magisterio – versión compartida, dicho sea de paso, por “progresistas” y por algunos “tradicionalistas” - . No solo es Magisterio el Magisterio formalmente “infalible” y/o “definitivo”: “Toda expresión del Magisterio auténtico hay que recibirla como lo que verdaderamente es: una enseñanza dada por los Pastores que, en la sucesión apostólica, hablan con el ‘carisma de la verdad’ ”.

No se puede sostener que este carisma y esta autoridad faltasen en el concilio Vaticano II. Eso no quiere decir que todas las afirmaciones del concilio tengan el mismo valor doctrinal. El mismo concilio, en LG 25, así como la fórmula de la “Professio fidei” de 1989, han recordado los diversos grados de adhesión a las doctrinas.

Hay verdades que requieren la adhesión de fe teologal; otras, un asentimiento pleno y definitivo; otras, un “religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia”, que se encuadra “en la lógica y bajo el impulso de la obediencia de la fe”. En las cuestiones circunstanciales, lo que se pide es una actitud de respeto y gratitud, sin que requieran una adhesión intelectual en sentido propio.

La tercera parte del artículo versa sobre “la interpretación de las enseñanzas”. Aquí, a mi modo de ver, Mons. Ocáriz hace frente a la tentación de un “fundamentalismo” magisterial” (al que propenden, quizá, algunos “tradicionalistas"). El Magisterio es, sustancialmente, unitario; continuo y homogéneo en el tiempo.

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29.11.11

Profesión de fe: ¿No es válida para todos?

PROFESIÓN DE FE

Fórmula a utilizar en los casos en que
el derecho prescribe la profesión de fe

“Yo, N., creo con fe firme y profeso todas y cada una de las cosas contenidas en el Símbolo de la fe, a saber:

Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

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La elección del celibato

“Una vez obtenida la certeza moral de que la madurez del candidato ofrece suficientes garantías, estará él en situación de poder asumir la grave y suave obligación de la castidad sacerdotal, como donación total de sí al Señor y a su Iglesia.

De esta manera, la obligación del celibato que la Iglesia vincula objetivamente a la sagrada ordenación, la hace propia personalmente el mismo sujeto, bajo el influjo de la gracia divina y con plena conciencia y libertad, y como es obvio, no sin el consejo prudente y sabio de experimentados maestros del espíritu, aplicados no ya a imponer, sino a hacer más consciente la grande y libre opción; y en aquel solemne momento, que decidirá para siempre de toda su vida, el candidato sentirá no el peso de una imposición desde fuera, sino la íntima alegría de una elección hecha por amor de Cristo“.

Pablo VI, Encíclica “Sacerdotalis caelibatus”, 72.

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