5.01.12

Creer y obedecer

No se equivocan quienes identifican el creer con un acto intelectual. Lo es. Se trata de un asentimiento. Pero el asentimiento no excluye, sino que incluye, una disposición moral por parte del sujeto.

Para creer, para creer como católicos, hace falta la obediencia, la gracia y el amor. El acto de creer es sintético, simultáneamente intelectual y moral. Esta síntesis se pone de relieve al considerar la fe como obediencia. La escucha de la conciencia, decía el Beato Newman, tiene la naturaleza de la fe.

El hombre, si es dócil a lo que su conciencia le indica, llegará a reconocer a Dios como Legislador y Juez. Y no será, entonces, el propio juicio la instancia suprema, sino una autoridad superior y exterior al propio yo. Aunque esa otra voz se perciba en la interioridad.

El gran obstáculo para la fe es un espíritu orgulloso y autosuficiente. No solo la escucha de la conciencia exige esta actitud de apertura. También la revelación pide obediencia. La revelación es mensaje y mandato, enseñanza y ley.

Creer es obedecer. Creer es confiar en la revelación divina y someterse a ella. Abraham, Moisés y David creyeron y obedecieron. Refiriéndose a estos personajes comentaba Newman: “Entiendo por fe una confianza absoluta, sin reserva, en los mandatos y las promesas de Dios, y el celo por su honor, la sumisión y entrega a Él de sí mismos y de todo lo que tenían”.

La fe como sumisión y entrega (“a Surrender and Devotion”). El gran obstáculo para creer es siempre el mismo: la obstinación, la confianza en el propio juicio. La revelación nos sitúa ante una gran alternativa: la fe o la obstinación en la voluntad propia.

Para Newman, en la época apostólica “la peculiaridad de la fe consistía en el sometimiento a una autoridad viva: esta era su nota distintiva, esto la convertía realmente en un acto de sumisión que destruía el juicio privado en las cuestiones de religión”.

Aferrarse al juicio privado a la hora de interpretar un texto bíblico supone un ejemplo de obstinación. Si lo que prima es el juicio privado entonces es el sujeto el que, en última instancia, decide qué es lo que ha de creer o lo que no. Pero la revelación es, ante todo, anuncio de una Verdad personal.

No se obedece a un texto, sino a una autoridad viva, a una Persona: a Dios mismo o a los mensajeros de Dios, a los Apóstoles y a Iglesia, que, en la etapa actual de la salvación, es voz de Dios, “oráculo que procede de Él”, en palabras de Newman.

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La luz de Dios

Homilía para la solemnidad de la Epifanía del Señor (Ciclo B)

La luz de Dios nos dispone y nos guía siempre para que podamos aceptar con fe pura y vivir con amor sincero el misterio de Cristo. El profeta Isaías hace referencia a una luz que invade Jerusalén disipando las tinieblas: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (cf Is 60,1-6). La luz que llega a Jerusalén está orientada a iluminar a todos los pueblos de la tierra.

Esa luz es Jesucristo. Él ha venido para salvar, para iluminar, a todos los hombres: a los judíos y a los paganos. “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”, explica san Pablo (cf Ef 3,2-3.5-6).

Los Magos de Oriente se dejaron atraer por la luz de Cristo. Habían visto salir su estrella y se ponen en camino para adorarlo (cf Mt 2,1-12). No ahorran ningún esfuerzo: viajan desde sus lugares de origen hasta Jerusalén, allí preguntan al rey Herodes y, con la información proporcionada, se dirigen hacia Belén. No se trata de una búsqueda infructuosa, sino que obtiene como resultado una inmensa alegría; la alegría de ver a Jesús con María, su madre, de poder adorarlo de rodillas y de ofrecerle regalos: oro, incienso y mirra.

Para creer con fe pura necesitamos “un corazón atento” (1 Re 3,9) como el de los Magos. Dios no nos deja abandonados, sino que continuamente nos da pistas que nos llevan a Él: nos habla a través de la naturaleza, se sirve de las experiencias de nuestra vida, hace resonar su voz en nuestra conciencia y nos dirige su palabra por medio de la predicación de la Iglesia. Todas estas señales son luces que nos guían hacia Jesús.

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31.12.11

Santa María, Madre de Dios

Homilía para la solemnidad de Santa María, Madre de Dios

Un pasaje del libro de los Números (6,22-27) recoge una fórmula con la que los sacerdotes del pueblo judío transmitían la bendición divina: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. El nombre del Señor se pronuncia sobre las personas para establecer una relación personal entre Dios y ellas.

El Señor nos bendice para que vivamos alejados de los peligros, especialmente del pecado; nos sonríe con benevolencia para que podamos reconocer su amor y su generosidad. Nos otorga el don de la paz, que más que la ausencia de conflictos equivale, en la mentalidad bíblica, a la abundancia de bienes.

Pero, como señala el papa Benedicto XVI, la paz no es solo un don que se recibe, sino también una obra que se ha de construir: “Para ser verdaderamente constructores de la paz, debemos ser educados en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad; hemos de ser activos dentro de las comunidades y atentos a despertar las consciencias sobre las cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la importancia de buscar modos adecuados de redistribución de la riqueza, de promoción del crecimiento, de la cooperación al desarrollo y de la resolución de los conflictos” (Mensaje para la XLV Jornada Mundial de la Paz).

Cristo es nuestra paz. Él ha sido enviado por el Padre para nacer de una mujer (Ga 4,4) a fin de que nosotros recibiéramos la condición de hijos de Dios por la gracia. De la Santísima Virgen María, Madre de Dios, hemos recibido a Jesucristo, el autor de la vida. Por su intercesión materna pedimos a Dios que nos conceda llenarnos de gozo al celebrar el comienzo de nuestra salvación y asimismo poder alegrarnos un día de alcanzar su plenitud.

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27.12.11

Los santos anónimos

No todos los santos están, ni estarán, en el Martirologio. A muchos santos solo los habrán conocido, en la tierra, quienes han convivido con ellos. Y tengo la convicción de que todos, más o menos, hemos conocido a santos. No a personas perfectísimas, no. A personas limitadas que, a su modo, según sus posibilidades, han respondido a la gracia de Dios. Personas que nos han querido, que se han sacrificado por nosotros y que, a pesar de sus límites, han sido íntegras, coherentes, fieles a sí mismas y, sobre todo, fieles a Dios.

Recuerdo a un familiar que, cuando ya la muerte se aproximaba, decía: “Tengo ganas de abrazar a mi madre”. Para él, y para muchos otros que la habían conocido, su madre era una santa. El deseo del cielo se encarnaba de ese modo tan cercano y próximo. Ver a Dios se traducía en abrazar de nuevo a su madre. Y no me parece una idea disparatada. Solo Dios puede lograr que, en Él, volvamos a encontrarnos unos a otros. Si Dios nos ama – y de esta verdad no podemos dudar – amará también a quienes amamos. Y los amará con una fuerza capaz de hacer lo que nosotros no podemos hacer: mantenerlos en vida; es más, darles vida.

Cuando irrumpe la tremenda separación de la muerte nos hacemos conscientes de nuestra debilidad y de nuestra dependencia. Por más que queramos no podemos preservar la vida de los seres queridos, de nuestros amigos, de aquellas personas a las que debemos tanto. Solo Dios puede hacerlo. Y no cabe duda de que lo hace.

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24.12.11

El misterio de la Navidad

Homilía para la solemnidad de la Natividad del Señor (Ciclo B)

Dios se da a conocer en los acontecimientos de la historia de la salvación. La luz de la fe permite descubrir la verdadera profundidad de los hechos e interpretarlos auténticamente. Con el Nacimiento de Jesús se cumple el anuncio del profeta Isaías: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, y es su nombre ‘Mensajero del designio divino’ ” (Is 9,5).

La noticia de su nacimiento es una proclamación de alegría porque en Él, en Jesús, Dios ha venido para consolar a su pueblo, para iniciar su Reino (cf Is 52,7-10). Nadie puede, en consecuencia, sentirse al margen de este evento: “Los confines de la tierra han proclamado la victoria de nuestro Dios” (Sal 97).

¿Quién es este Niño? ¿Cuál es su identidad? La Carta a los Hebreos nos dice que Jesús es el Hijo de Dios: “Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa” (Heb 1,3). El Hijo de Dios, la Palabra preexistente, creadora, conservadora y redentora se ha encarnado en Cristo, trayendo así el mensaje definitivo.

La condescendencia de Dios, su afán de aproximarse a nosotros para que nosotros tengamos acceso a Él, llega a su plenitud con la encarnación del Verbo. El papa Benedicto XVI, empleando una expresión patrística y medieval, dice que “el Verbo se ha abreviado”: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance” (Verbum Domini, 12).

En cierto modo, en el misterio de la Navidad se identifican la misericordia y la humildad. El amor fiel y compasivo de Dios, su bondad y ternura, se revela en la humildad del Nacimiento de Jesús: “ha nacido por nosotros, Niño pequeñito, el Dios eterno” (San Romano Melodo). Jesús encarna y personifica la misericordia: “El mismo es, en cierto sentido, la misericordia”, decía Juan Pablo II. Debemos abrir nuestro corazón para que este amor divino nos transforme y nos haga a nosotros humildes para así poder nacer como hijos de Dios.

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