25.05.13

La Santísima Trinidad

En la oración colecta de la Misa de la solemnidad de la Santísima Trinidad pedimos a Dios “profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa”.

Profesar la fe verdadera es confesarla, dejando que la palabra externa signifique lo que concibe la mente. En el Bautismo, se invita al que va a ser bautizado, o a sus padres y padrinos, a confesar la fe de la Iglesia. En el centro de esta confesión está el misterio de Dios: “La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad”, decía San Cesáreo de Arles. Y San Gregorio Nacianceno, al instruir a los catecúmenos de Constantinopla, afirmaba, sobre la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo: “Os la doy [esta profesión] como compañera y patrona de toda vuestra vida”.

La Iglesia, entregándonos el Símbolo, pone en nuestros labios las palabras adecuadas para que podamos creer y hablar (cf 2 Co 4,13): “Creo en Dios, Padre todopoderoso”, “creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor”, “Creo en el Espíritu Santo”. Como escribe San Atanasio en una de sus cartas: “En la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo”.

Conocer la gloria de la eterna Trinidad equivale a contemplar, con la mirada de la fe, la manifestación que Dios hace de Sí mismo en la creación del mundo y en la historia de la salvación. Una manifestación que llega a su plenitud con el envío del Hijo y del Espíritu Santo, cuya prolongación es la misión de la Iglesia. “Todo lo que tiene el Padre es mío”, nos dice Jesús, y el Espíritu Santo “recibirá de lo mío y os lo anunciará” (cf Jn 16,12-15). El Espíritu Santo nos introduce así en la realidad de la comunicación divina, en el diálogo que mantienen las tres Personas del único Dios.

El conocimiento de Dios es inseparable de la comunión con Él. Y en ese proceso de conocimiento y comunión crecientes consiste la vida cristiana. Dejándonos atraer por el Padre y movidos por el Espíritu Santo, seguimos a Cristo, nuestro Señor. Se trata de un verdadero itinerario que conduce a Dios, a entrar en su unidad, y que es capaz de vencer cualquier tribulación: “hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda”, nos dice San Pablo (cf Rm 5,1-5).

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22.05.13

A la autoridad hay que revestirla

Esta frase se la oía decir con frecuencia a un sacerdote amigo: “A la autoridad hay que revestirla”. Se refería él a las autoridades en la Iglesia. Revestirse no es disfrazarse, o no tiene por qué serlo. Ni debe serlo. Hay fotografías de personajes, más que revestidos, vestidos de máscaras. Y no es eso.

Los sacerdotes nos “revestimos” con los ornamentos sagrados para celebrar la Santa Misa o para oficiar otras acciones litúrgicas. El motivo es muy claro. Existe lo sacro y lo profano. Lo sacro es lo puesto aparte, lo destacado, lo santo: “No todo es igual en el mundo. Se da una diferencia cualitativa entre lo sacro y lo profano”, escribe el cardenal Kasper.

Es cierto. No todo es igual. Revestirse con los ornamentos sagrados ayuda a tomar conciencia de lo que uno es y de lo que uno hace. Un sacerdote no puede celebrar la Santa Misa por ser quien es, a título personal, sino por haber sido ordenado para, en nombre de Cristo, hacer lo que por sí mismo no podría hacer nunca. Los ornamentos nos ayudan a recordar que somos ministros, servidores de Cristo y de su Iglesia.

Nos ayudan a nosotros y ayudan a educar a los demás fieles. En la celebración litúrgica el “protagonismo”, si se me permite usar un término tan inadecuado, no es nuestro. Es de Cristo Resucitado, Señor del cosmos y de la historia.

Cada vez que celebramos la liturgia una ventana de la tierra se abre al cielo. No se trata de una acción cotidiana, se trata de algo nuevo; de la irrupción de la gloria de Dios, de la majestad de Dios, de la soberanía de Dios.

Dios desciende de nuevo a nuestras vidas. Y debemos poder captar este acontecimiento también simbólicamente, ayudándonos de lo visible para remitirnos a lo invisible.

Las iglesias - los templos - , las vestiduras, las imágenes, el silencio y la palabra, la música… Todo ello nos ayuda, o no, nos pone en sintonía o nos confunde, según sean más o menos adecuados.

La persona que tiene autoridad en la Iglesia realmente está “revestida” de autoridad. Nadie tiene autoridad en la Iglesia por sí mismo. Nada hay más igualitario que la Iglesia. La única autoridad, en la Iglesia, viene de Cristo. Y quien desempeña ese oficio de regir es, ha de ser, más servidor que ningún otro.

Las insignias de un obispo – la mitra, el báculo, el anillo pastoral – jamás pueden ser vistas como emblemas de poder. Es todo lo contrario. Les recuerdan al obispo de dónde viene su “poder” y nos recuerdan a nosotros la razón para reconocer ese poder.

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21.05.13

Algunas razones para la enseñanza de la Religión (católica) en la escuela

Algunas razones para la enseñanza de la Religión (católica) en la escuela

1. La misión específica de la educación es la formación “integral” de la persona humana. “Integral” significa “global”, “total”. Uno puede ser un genio en las matemáticas, o en la física, o en la biología. Pero solo eso no basta. No somos solamente agentes de cálculo, seres dotados de peso y medida o, simplemente, seres vivos. Somos algo más. Somos personas. Y, en la calidad de tales, tenemos dotes físicas, morales, intelectuales y espirituales.
2. Ser persona humana implica, potencialmente, ser responsable, ser libre y ser social.
3. Los principales educadores son los padres. Y la sociedad, el Estado, y hasta la escuela, han de ayudar a los padres a educar a sus hijos.
4. Los padres tienen derecho a elegir para sus hijos una educación conforme con su fe religiosa.
5. No puede haber, en la educación, ningún monopolio, que elimine el principio de subsidiaridad; es decir, que el Estado no debe sustituir las instancias intermedias, entre ellas, la familia.
6. Si no se pudiese enseñar Religión en la escuela los alumnos quedarían privados, en ese ámbito, de la apertura a la dimensión trascendente de la vida.
7. Si no se pudiese enseñar Religión en la escuela el derecho a la libertad religiosa se vería mermado.
8. Si en la escuela pública se dijese que todas las religiones valen lo mismo o que ninguna vale nada significaría que el Estado, pasando por encima de las convicciones de sus ciudadanos, se atribuye el derecho a decidir que lo mejor es una supuesta “neutralidad” que llevaría al indiferentismo.
9. El poder civil no debe impedir, sino favorecer, la vida religiosa de los ciudadanos.
10. Si se trata de enseñanza de la Religión católica, solo la Iglesia Católica puede establecer qué contenidos son conformes o no con su creencia.
11. La enseñanza de la Religión en la escuela no es catequesis. La catequesis busca la adhesión. La enseñanza de la Religión en la escuela busca el conocimiento sobre la identidad del cristianismo y de la vida cristiana.
12. Si una enseñanza que se imparte en la escuela es privada de su condición de “enseñanza”, si no cuenta para nada, si es lo mismo cursarla o no, esa enseñanza queda completamente desvirtuada.
13. La libertad de los padres, o de los alumnos, ha de ser respetada. Pero también en el sentido positivo. También hay que respetar la libertad de los padres, y de los alumnos, que desean recibir enseñanza de la Religión en la escuela.

Guillermo Juan Morado.

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18.05.13

El Espíritu Santo

Homilía para la solemnidad de Pentecostés

La Liturgia ha escogido, como antífona de entrada de la Misa del Domingo de Pentecostés, unas palabras del libro de la Sabiduría: “El Espíritu del Señor llena la tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido” (Sab 1,7). La persona inefable del Espíritu Santo, el Soplo de Dios, está en el origen del ser y de la vida de toda criatura. Él da consistencia al universo y es capaz de percibir los gemidos de la creación entera y nuestros propios gemidos interiores, que manifiestan el ansia de la redención (cf Rm 8, 22-23).

Para poder escuchar a Dios, para no ignorar ningún sonido que nos hable de Él, necesitamos el estímulo del Espíritu Santo. Los ojos, privados de la luz, no pueden ver. Los oídos no pueden oír, si el sonido no es transmitido por el aire. El olfato no puede oler si no hay aromas o sustancias que lo activen. San Hilario emplea esta comparación con los sentidos corporales para explicar que también nuestra alma necesita ser avivada por el Espíritu Santo para llegar al conocimiento de Dios: nuestra alma “si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento”.

Dios nos habla en la creación, a través de la belleza del universo. Nos habla también en nuestro interior, y nos empuja a buscar la verdad y el bien. Nos ha hablado en Cristo, su Hijo, la Palabra encarnada, que se ha dejado ver y oír. Pero, para que podamos escuchar atentamente esta Palabra, y para que se conserve en nuestra mente y en nuestro corazón, el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo: “Él será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).

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15.05.13

Por dinero se llega a hacer cualquier cosa. Hasta a abortar a niños

Informa Infocatólica de las atrocidades cometidas por el médico Kermit Gosnell, declarado culpable por asesinar a bebés recién nacidos en su clínica abortista.

El jurado necesitó, según parece, diez días de deliberaciones. Y, pese a eso, se sienten, los miembros del jurado, “estancados”, ya que no ven de modo evidente si ha habido delito en otros dos casos.

A mí todo esto me suena a fariseísmo, en el peor sentido de la palabra, a pura hipocresía, a fingimiento, a doblez.

Leyendo las noticias se deduciría que el mayor mal cometido por el Dr. Kermit Gosnell sería el de haber decapitado, o cortado la médula espinal, a los bebés “nacidos vivos”. Pero esos bebés “nacidos vivos” – alguno hasta en un inodoro – han nacido “vivos” pese al Dr. Gosnell.

Ni este “médico” ni las personas que acudieron a su “consulta” querían que los bebés naciesen. Y menos que naciesen vivos. Iban a lo que iban. Iban a matar. Y el Dr. Gosnell no defraudó. Aseguró la muerte de las víctimas, sin reparar en el detalle de que muriesen un poquito antes, o un poquito después, de salir del vientre de sus madres.

El Dr. Gosnell era un abortista eficiente. De eso no cabe dudar. Quien recurría a él salía con un cadáver en una caja de zapatos, o en el recipiente que fuese. Con un cadáver. De eso se trataba en suma.

¿Por qué condenar a este “médico”? Nada más que por salvar las apariencias. Todos sabemos, los médicos más, que abortar es matar. Todos sabemos que eso es horrible. Todos sabemos que eso no debería pasar. Pero, por egoísmo, las sociedades democráticas y avanzadas han pensado que se puede combinar lo no combinable: defender la vida y, a la vez, destruirla.

El mal químicamente puro, el mal sin disimulos, es demasiado mal para ser digerido. Una persona no desea abortar con el cargo de conciencia de haber matado. No. Desea abortar, o aprobar el aborto, o “comprenderlo”, con la buena conciencia de quien resuelve un problema grave. No con la mala conciencia de quien mata a un inocente.

No consta que el Dr. Gosnell haya perseguido a las embarazadas para resolverles el problema. Parece que han sido las embarazadas las que han acudido a su clínica-matadero y pagando, nunca gratis.

Y él ha cumplido. Ha hecho lo que se esperaba que hiciera. Matar. Un oficio muy rentable económicamente. ¿Le habrá costado algo matar al Dr. Gosnell? Quizá sí, las primeras veces. Luego, ya no. Y menos al ver cómo iba subiendo su cuenta corriente. ¿Qué más da otro más?

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