Morir y perdurar en el tiempo

El 21 de Mayo de 1972, un hombre llamado Lazlo Toth se abalanzó con un martillo sobre la Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano, causando serios destrozos a una de las obras de arte más admiradas. Su único objetivo era el de grabar su nombre en los anales de la Historia.
Quizás movido por el miedo - desencadenado en una paranoia macabra- este joven australiano (residente en Hungría) expresó fatídicamente el temor a que su persona, pasase por el mundo desapercibida por el resto de los humanos. O a que su recuerdo fuese solamente uno más entre tantos millones, anónimos y olvidados por el ineludible transcurso de los años.

La obsesión por hacer perdurar nuestro nombre en el tiempo, por encima de la mera voluntad ejemplarizante en la memoria de nuestros seres queridos, que nos sucederán en él. Pone sobre la mesa actitudes llevadas al extremo, como la de Toth, y tantas cada cual más calamitosa en la Historia del hombre, que son consecuencia de la propia naturaleza humana, encarcelada en la barrera mental de ésta concepción espaciotemporal, a la que través de nuestras limitaciones físicas estamos avocados hasta la muerte, o mejor dicho hasta la resurrección.

En el día de difuntos, hemos expresado con nuestras oraciones un amor personal al legado ejemplar de nuestros seres queridos, no el miedo a que los habitantes del mundo les olviden. Esa oración es un vínculo personal de amor y especialmente espiritual, por encima del mero hecho de hacer perpetuar en los siglos las flores de una tumba, ya que tarde o temprano se marchitarán, y poco después tan siquiera nadie limpiará el polvo de las nuestras. Aunque hayan sido sus inquilinos muy célebres, dejen los años pasar por décadas, siglos, o milenios que el reloj me dará la razón.

”No se engañe nadie no, pensando que ha de durar lo que espera, más que duró lo que vio, porque todo ha de pasar por tal manera”. La fugacidad del tiempo, que tan bellamente describió Jorge Manrique, no es sino una manifestación palpable de que el Reino de Cristo no es de éste mundo, ni se apoya sobre una realidad que se desvanece en lo efímero de aquello que pasó volando antes de darnos cuenta.

Celebrando la festividad de Cristo Rey en fechas próximas al día de difuntos, encontramos un buen acicate para no olvidar que nuestra perdurabilidad terrenal - aunque tentadora al temor del codicioso materialista- será solamente una proyección en la vida eterna a partir del amor y el ejemplo que dejemos. Y que el legado material, por inmediato y agradecido que parezca, el segundero y su monótono “tic-tac” lo convertirá en polvo.

Lazlo Toth
vive en Melbourne, casi nadie conoce su nombre, a sus 68 años quizás haya tenido tiempo para pensar, puede que haya descubierto que su nombre no va a perdurar aquí por más que así lo ansiasen sus más viscerales instintos. Que para perdurar en la vida eterna, Dios le espera, como nos espera a sus hijos.

Javier Tebas

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