¿He llegado al paraíso?
Llego abriéndome paso entre nubes humeantes. Apenas puedo ver dos metros más allá de mi nariz, pero la monodia de un coro de voces blancas me orienta. Esa es la dirección que debo tomar. Hace un frío húmedo, de montaña, y cada bocanada de aire en mi paso apresurado me lo recuerda. Esto es aire puro y no el de la ciudad.
Pero no importa el frío cuando uno camina buscando a un señor barbudo, que con una gran llave que te dé la bienvenida al paraíso. Al menos esa idea fue la que me hipnotizó por una fracción de segundo. No se preocupen, son delirios oníricos y los estoy tratando. Esto es el Valle de los Caídos, y llevo varios kilómetros andando porque miles de coches han desbordado toda previsión, y han venido a volcarse en apoyo a la comunidad Benedictina, frente al cierre injusto y sectario de la magnífica basílica que custodian.
Adelanto a unas señoras mayores que marchan estoicas cuesta arriba, con paciencia, “china-chana” cogidas del brazo. Qué valor. A unos metros de distancia escucho la voz de una de ellas ¡Sois nuestra esperanza! ¿Se referirá a mí? Sí, me doy la vuelta y no cabe duda, soy yo la esperanza de la señora, somos los jóvenes que vamos goteando por los últimos metros de la pista antes de llegar a la explanada. Habría preparado con tiempo una frase épica con la que contestarle. Qué menos cuando alguien afirma que eres su esperanza. Pero entre la sorpresa y el orgullo solamente sé decir: ¡Gracias!. Y continuar a mi ritmo atlético, no me puedo perder lo que está pasando.
Y en el césped de la explanada, entre el misticismo de la niebla, el silencio en torno a la celebración de la Misa, el coro de los muchachos de la escolanía, y bajo la intuición de una gran cruz que no se ve, pero que está. Tengo la completa certeza de que está allí. Me siento más espíritu que cuerpo. ¿Seré un iluminado?, ¿Estaré loco?. Debo estarlo, porque creo escuchar a cada uno de los que estamos aquí. Nos mueve lo mismo. Nuestra fe. Esa que ahora, por alguna extraña razón, es más resuelta y convencida que antes de llegar.
Es de día y el cielo no puede estar más encapotado, pero no puedo dejar de pensar en las palabras de un hombre que descansa aquí. Nuestro puesto está fuera, bajo la noche clara.
Javier Tebas

Cuando visité la Catedral de San Esteban (Stephansdom) en Viena el pasado verano, sentí que lo majestuoso del gótico europeo revestía un extraño aire discotequero. Todo eran focos y pantallas de proyección tapando verdaderas obras de arte, como si por alguna razón se avergonzasen de los púlpitos, retablos o capiteles que por siglos han decorado las naves de la Catedral. En un principio pude achacarlo a la ignorancia hortera de quien había sido encargado de la iluminación para un momento determinado. Pero cuando al día siguiente todo el mecanismo de luces estaba en funcionamiento en un show televisivo con música rock en directo y un guapo presentador haciendo chistes a cámara, aquél montaje comenzó a rayar lo irreverente.
Recuerdo que todos los años cuando empezaba el Adviento, mi tía me regalaba un calendario especial de “cuenta-atrás” que tras el número de cada día guardaba una chocolatina y un pequeño texto que contaba poco a poco la historia del nacimiento de Jesús. La virtud estaba en no comerse el chocolate del día siguiente para cumplir metódicamente con la idea inicial de comer solamente el que corresponde, uno diario. Confieso que por estas fechas tan próximas a la Navidad mi flaqueza humana me había perdido, y vencido por la tentación de aquel chocolate mediocre el calendario solía encontrarse ya totalmente vacío.
No es solamente un género literario. La poesía encuentra la dimensión espiritual del autor y la transmite así al lector, de un modo trascendental, que supera las aparentes formas. A quién menos le gusta la poesía, habrá dado alguna vez - por poco que haya buscado- con una que le haya creado una sensación de sintonía especial, que haya leído repetidas veces sin importarle cuantas más lo hiciera.