14.08.25

De nuevo, el humor en pequeñas dosis

                 «Dos mujeres en la ventana». Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682).

  

        

        

 

«De una broma a un asunto serio no hay más que un paso».

Alphonse Allais

 

 

 

El humor es, y siempre ha sido, una medicina espiritual necesaria, muy necesaria. En palabras de nuestro Juan Valera —escritas hace más de un siglo, pero que siguen siendo muy actuales—: «Hoy, que vivimos en una época triste, en una sociedad revuelta y algo desquiciada, y con los espíritus llenos de melancolía a causa, en gran parte, del aliento malsano que nos propinan los pensadores y filósofos pesimistas, lo jovial y alegre es más de desear que nunca como remedio para aquel mal». Por esta razón, he decidido traerles en estas fechas estivales un poco de este remedio, tan precioso, pero a la vez, tan escaso.

Para ello, me he aprovisionado en gran parte del producto cultivado en estos lares, a pesar de que, como afirmaba Wenceslao Fernández Flórez en su discurso de ingreso en la RAE: «En la literatura española no hay humor, sino mal humor», con la honrosísima excepción, como recalca él, del Quijote, pues —en sus propias palabras—: «Jamás el humor fue llevado a semejante altura, ni abarcó tantas y tan trascendentales cuestiones, ni tampoco sacudió con tan prolongada risa el pecho de los humanos». No obstante de entre este «malhumorismo», del que también hablaba Miguel de Unamuno, podemos, como verán, rescatar algunas muestras patrias que no están nada mal.

   


La huelga general. Giovannino Guareschi (1908-1968)

Uno de los divertidos 347 cuentos ambientados en el Mundo Piccolo de Guareschi, en la ciudad imaginada de Ponteratto, pequeña localidad emiliana entre el Po y los Apeninos, donde el autor narra las humorísticas aventuras del sacerdote rural Don Camilo, en eterna lucha con su amigo-enemigo, el alcalde comunista Peppone. En este caso, durante una huelga comunista, Don Camilo y Peppone hacen de tripas corazón y trabajan codo con codo por el bien común del pueblo. Incluido en Don Camilo, Planeta, 1975.



La nariz desagradecida. Miguel Mihura (1904-1977)

El autor, como de costumbre, juega con el absurdo y su ingenio, esta vez sobre el telón de fondo de dos maestros: nuestro Quevedo y su soneto nasal, y el relato rinófilo del ruso Gógol. El resultado, un relato disparatado, lleno de desatino y gracia. Incluido en Antología, Mihura (1927-1933), editada por Prensa Española, 1978.  



El crimen de la calle de la Perseguida. Armando Palacio Valdés (1853-1938)

El asturiano recoge la narración de un amigo que confiesa a otro un asesinato que, sin serlo, lo parece, y las penurias que tal estado le trae consigo sin merecerlo. Una nuestra del típico humor con personajes cotidianos y muy humanos del autor, con la ingenuidad inocentona del protagonista como hilo conductor. Incluido, con otros relatos, en el libro del mismo título editado por Bruguera, Club Joven, 1982.



La bonita y la fea. Julio Camba (1882.1962)

El Camba viajero y cosmopolita se regodea brevemente, entre las páginas de su libro Londres (1916), en las fisonomías de las hijas de Eva de la Gran Bretaña, con su habitual gracia y maestría con la palabra. Divertidísimo, y en mi modesta opinión, muy cierto.



De las vicisitudes desagradables de un viaje en tren. Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964)

Otro gallego universal, el coruñés Fernández Flórez, nos trae aquí un gracioso y casi esperpéntico episodio de uno de sus libros más divertidos, El hombre que compró un automóvil (1932). Visto lo visto, la RENFE de hoy parece sentir nostalgia de aquellos tiempos y querer volver a las andadas.



Un medio como cualquier otro. Alphonse Allais. (1854-1905)

Allais, es un literato desconocido que merece la pena conocer; para Umberto Eco, «uno de los maestros del relato», de humor aparentemente ligero y a menudo sarcástico, aunque a veces no se note. En esta brevísima historia, el francés, con «El cuento de la buena pipa», un oyente impertinente y ansioso, y un relator pausado y paciente, compone una delicia que ya no se estila. Incluida en, Vivir de risa. La Compañía de Los Libros, 2022.


La célebre rana saltarina del condado de Calaveras. Mark Twain (1835-1910)

Saltando al otro lado del océano, uno de los relatos más divertidos de un siempre divertido Twain. El autor toma una anécdota mínima —una carrera de ranas— y la eleva a lo absurdo: un personaje obsesionado entrena a su rana como si fuera un atleta olímpico, asegurando que puede saltar «más que cualquier otra rana en todo el condado». La desmesura hecha humor. Incluido en El hombre que corrompió a Hadleyburg, y otros relatos (El Club Diógenes), de Valdemar (2010).



Fanático. Alberto Moravia (1907-1990)

El primero de los relatos de su libro Cuentos Romanos, donde en medio del agobiante ferragosto romano, el autor nos entretiene con una suave sátira sobre una delincuencia paupérrima e incompetente, en la que lo patético anula el drama. El absurdo de la situación y las inesperadas reacciones de los protagonistas impropias de su papel en el relato dotan de una evidente comicidad a esta historia.



El método Schartz-Metterklume. Saki (H.H. Munro) (1870-1916)

Con su habitual formalidad hilarante, el autor escocés nos presenta a una peculiar y aristocrática mujer que es confundida con una institutriz, y que decide seguir sacar partido al malentendido con sus anfitriones, educando a los niños de la casa con un método «revolucionario» que incluye recrear con ellos en el jardín famosos episodios de la historia. Incluida en Animales y más que animales, de Valdemar, 2003.



La carrera del «Gran Sermón». P. G. Wodehouse (1881-1975)

Para acabar, un Wodehouse. En esta ocasión, los amigos de Bertie apuestan sobre qué vicario pronunciará el sermón más largo. Como de costumbre, se desata el caos con sobornos, sabotajes y un vicario que no para de hablar; pero, también como de costumbre, nadie puede con Jeeves. Incluida en la obra El inimitable Jeeves (1924).



Espero que con estas lecturas se echen unas risas y que les hagan bien. Porque, como dice la cita de Carlyle con la que cierra el citado discurso Wenceslao Fernández Flórez:

«El humor verdadero, el humor de Cervantes o de Sterne, tiene su fuente en el corazón más que en la cabeza. Diríase el bálsamo que un alma generosa derrama sobre los males de la vida, y que solo un noble espíritu tiene el don de conceder».

    

8.08.25

La vocación y el trabajo

                           «Una buena cosecha de maíz». N. C. Wyeth (1882-1946).

    

       

     

«Por esto os digo: no os preocupéis por vuestra vida: qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, con qué lo vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento? ¿y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni juntan en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».

Mateo 6, 25-26.

    


«Llevaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron».

Lucas 5, 8-11.

  

    

«Si consigo evitar
que un corazón se rompa
no habré vivido en vano.
Si consigo aliviar
el dolor de una vida
o colmar una pena,
o tan sólo que vuelva el petirrojo
desvalido a su nido,
no habré vivido en vano».

Emily Dickinson

 

 

En una época que ha perdido el sentido de lo trascendente, no sorprende que tantas personas anden a la deriva, preguntándose, con una mezcla de angustia y desconcierto, qué hacer con su vida. «¿Cuál es mi vocación?», preguntan, como si la respuesta pudiera encontrarse consultando al ChatGPT. Sin embargo, la pregunta —esta pregunta fundamental— es tan antigua como el hombre. Su sola formulación ya delata que en el corazón humano habita un sentimiento de propósito, una conciencia, por difusa que sea, de haber sido creado para un fin.

Santo Tomás de Aquino, nos recordaba que siempre es conveniente distinguir, y en este asunto no habría de ser menos: hemos de distinguir entre el orden natural y el sobrenatural. Entre lo que hacemos para sobrevivir en este mundo sublunar y lo que hacemos para salvarnos. Una carrera profesional —ese constructo moderno que glorificamos como si fuera el fin último de la existencia— es, en el mejor de los casos, un medio para sostenernos, para mantener una familia, para contribuir al bienestar terrenal de la comunidad humana, a un bien común social y político. Pero la vocación, en el sentido tradicional, no es eso. Es una llamada de lo alto, una invitación a participar en algo verdaderamente grande: el diseño divino.

Por eso, no se trata de una construcción del yo personal, sino de una aceptación humilde del orden al que pertenecemos. Es la forma en que deberíamos responder a la intención con la que fuimos creados; es descubrir aquello a lo que estamos llamados, y poner la vida en ello.

Por lo tanto, aunque se ejerce en el mundo, no se origina en él. No es fruto de nuestra voluntad, sino de un don que no es de aquí, ni es para aquí. Pero, ese fin sobrenatural no menoscaba su realidad terrena: como he dicho, habrá de hacerse posible en este mundo, y por lo tanto se cruzará, se sobrepondrá o se enfrentará a todo tipo de exigencias temporales, económicas y sociales.

Y así, en ocasiones, lo natural y lo sobrenatural coincidirán: una profesión puede ser, a la vez, el medio de subsistencia y el lugar concreto donde se realiza una vocación. Pero esta coincidencia no es la regla. La confusión de ambos planos es una tentación especialmente moderna: convertir el éxito profesional en signo de realización espiritual, o suponer que toda “pasión” es una vocación cuando muchas veces no es más que una refinada forma de narcisismo.

Así que, muchos se verán llamados a cumplir su misión vocacional fuera del marco de su ocupación profesional; pero todos tenemos una vocación por descubrir. El mismo cardenal Newman —un guía imprescindible en este tema— lo dijo con una lucidez admirable:

«Cada uno de nosotros tiene una misión. Dios nos ha creado para un fin. No somos obra del azar. Incluso los que llevan una vida modesta, incluso los que padecen, incluso los que no entienden su propio camino, son instrumentos en manos de Dios».

Es posible, incluso, que esa llamada pueda no ser una labor concreta y especifica, si no simplemente la manera en que llevamos nuestra vida, en todos sus aspectos, incluido el de ese trabajo aparentemente tan terrenal y prosaico: dentro o fuera de ese trabajo nuestro, en nuestra casa o en el lugar de empleo, con la familia, con los amigos o con desconocidos, no importan cómo, dónde ni cuándo, pero siempre cerca de Dios. Porque, de lo que se trata es, como señaló san Agustín, de llegar a Él:

«Nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti».

Todo ello hace de la vocación un asunto incómodo para los modernos. La gente de hoy habla mucho de “construir su futuro”, como si la vocación fuera un auto-proyecto a realizar en alguna parte —normalmente en alguna institución educativa superior—, con la inestimable colaboración de algún gurú de la autoayuda o de algún orientador académico. Por supuesto, sin menospreciar la necesaria formación profesional o técnica, que, en principio, no es incompatible con la vocación y muchas veces es expresión de la misma.

No sé por qué, pero sospecho que es más bien al revés: que la vocación, como esa fuerza extraña que te impulsa a hacer algo, te encuentra, te persigue, te acorrala hasta que no tienes más remedio que ceder (siempre que seas lo suficientemente valiente como para ser sincero contigo mismo). No es una elección de menú en un restaurante de moda; no es como levantar una casa, empieces o no por el tejado; es más bien una cadena que, una vez te toca, te atrapa, para ofrecerte desde su interior, lo creas o no, una bendición.

Pero como he dicho, esta idea es inconveniente a los ojos de la modernidad. Dos podrían ser las razones: constituye una limitación; y nos viene impuesta, En esta era de autodeterminación kantiana, donde cada cual se supone que debe ser el arquitecto de su propio destino, la idea de una vocación innata, casi predestinada, resulta incómoda. ¿Cómo es posible que algo tan personal no sea fruto de nuestra libre y soberana decisión, sino de un “algo” de origen misterioso? Pero, lo cierto, le guste o no a los modernos, es que la vocación no es un capricho, ni siquiera una decisión pelagianamente meditada. Es una necesidad del alma, un imperativo que, si se ignora, deja a los hombres huecos, como diría Eliot, o sin pecho, como apuntaría Lewis.

Y es que, en esta sociedad del curriculum vitae y del linkedin, ya no se vive en busca de lo verdadero, sino en una suerte de mercado persa de aspiraciones, estatus y cuentas corrientes. Decidir “quién quiero ser” ha reemplazado el viejo anhelo de saber “para qué he sido hecho”.

Por ello, hoy descubrir la vocación auténtica —y seguirla— se ha vuelto más difícil que nunca, y no porque Dios haya dejado de hablar, sino porque hemos llenado el silencio con tanto ruido que ya no podemos oír. Hace muchos años, Dionisio Areopagita escribió algo que nos sirve hoy, por que el «silencio muestra los secretos»:

«Allí los misterios de la Palabra de Dios
son simples, absolutos, inmutables
en las tinieblas más que luminosas
del silencio que muestra los secretos».

Por si fuera poco, hemos contribuido a agravar el problema con algún que otro obstáculo. Dorothy L. Sayers, lo expresó con fuerza en su ensayo ¿Por qué trabajar?. Allí denuncia la forma en que la Iglesia ha cedido al mundo la idea de que el trabajo es una esfera estrictamente secular, permitiendo así que la labor profesional se disocie de la vida moral y espiritual. Para Sayers, la vocación del carpintero no es sólo comportarse decentemente, sino también hacer buenas mesas. El trabajo bien hecho es en sí mismo un acto de adoración. Esta es una verdad antigua —basta pensar en San Benito— que nosotros, cegados por la eficiencia y la rentabilidad, hemos olvidado.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo saber cuál es nuestra vocación?

No hay respuestas automáticas, ni manuales infalibles. La vocación no es algo que se elige en un catálogo. Es algo que se descubre, muchas veces lentamente, a través de oración, sacrificio y atenta escucha. No siempre llega de inmediato o con claridad, y no siempre se realiza en las condiciones ideales que habríamos imaginado. Pero incluso en medio de esa incertidumbre, una certeza superior debe guiar nuestra actitud: la convicción de que hemos sido llamados; de que tenemos una misión, sea cual sea esta. Incluso, que el sufrimiento, la enfermedad, la soledad —como dice Newman—, pueden ser parte de ese plan misterioso.

En esa búsqueda, la virtud de la esperanza se erige ante nosotros, fundada en la confianza filial de que Alguien nos conduce, aunque no veamos el camino. Por eso, no debemos temer al silencio ni a la espera. Nuestra tarea será mantenernos disponibles, obedientes, atentos. La vocación puede no coincidir con nuestros deseos, ni con nuestras aparentes aptitudes, pero siempre se ajusta a aquello para lo que fuimos hechos.

No nos afanemos, entonces, por encontrar una fórmula, y mucho menos desesperemos. Busquemos, con paciencia y perseveración, la disposición adecuada: Ora et labora. Y, en tanto, como dice el Salmo, «Espera en el Señor y obra el bien». Newman escribió con sabiduría: 

«Si estoy enfermo, mi enfermedad le puede servir; si perplejo, mi perplejidad le puede servir; si apenado, mi pena le puede servir. Mi enfermedad o perplejidad o pena puede ser la causa necesaria para algún gran fin que está muy por encima de nosotros. Él no hace nada en vano; puede que alargue mi vida, puede que la acorte; Él sabe lo que quiere. Puede que me quite los amigos, puede que me arroje entre extraños, puede que me haga sentir desolado, que me hunda el ánimo, que me esconda el futuro; con todo, Él sabe lo que quiere».

Que nuestro deseo sea, como Newman, orar con verdad:

«No me has creado en vano».

Y la literatura, aún la escrita para los jóvenes, nos ofrece ejemplos de personajes que, lejos de intentar construir su destino, descubren —en el silencio, la humildad o la espera— una llamada que los trasciende y les muestra su vocación. Una vocación que, una vez descubierta, lo exige todo como veremos en la siguiente entrada, a la que les emplazo.

28.07.25

Wodehouse, o cómo casarse sin parar de reír

 

 

 

«Si ustedes son inmunes a este tipo de humor, entonces, para decirlo con una de las citas de Shakespeare preferidas por Wodehouse, es probable que solo estén hechos para las traiciones, las estratagemas y las rapiñas».

Stephen Fry

   

      
«—Llevaba ese vestido azul la primera vez que la vi, Corky. Y un sombrero con floripondios. Ocurrió en el metro. Yo le cedí mi asiento y, mientras me cernía sobre ella, colgado de una correa, me enamoré totalmente en un instante. Te doy mi palabra de honor, muchacho, de que me enamoré de ella por toda la eternidad entre las estaciones de Sloane Square y South Kensington».

P. G. Wodehouse. Ukridge

    

   

«El matrimonio no es un primer plano de una película, con un lento fundido en negro tras un abrazo. Es una sociedad, ¿y de qué sirve una sociedad si no pones tu corazón en ella?».

P. G. Wodehouse. Jill, la temeraria

 

 

Puede sonar pretencioso, pero creo que un poco de medicina wodehousiana puede aligerar las dolencias crónicas que, respecto al noviazgo y el matrimonio (y las relaciones entre los sexos y el sexo mismo), asolan nuestro mundo hoy día. El maestro inglés, bajo su aparente inocencia y tontería, nos suele brindar, aunque disfrazadas de su característico humor y aguda pluma, aleccionadoras muestras de las virtudes que encierran esas instituciones sociales. Y es que estamos en una situación tan desesperada que todo remedio es bienvenido; incluso aunque, sorprendentemente, pueda parecer disolvente y banal.

Piensen en comedia ligera y profundidad moral; eso es lo que nos ofrece Wodehouse. Y no crean que estoy sacando de donde no hay. Lo verán de inmediato.

Lo primero que hay que desentrañar, aquello que precisa desbroce y limpieza, es despojar a la obra wodehousiana de una única dimensión que necesariamente la reduce: el humor. Por supuesto que ese humor es su esencia. Sin él, Wodehouse sería un fino estilista del idioma inglés que, sin duda, se habría abierto paso en el mundo literario anglosajón, pero del que hoy hablaríamos poco o, quizá, nada.

Pero su grandeza está ahí, y va más allá aún de su fundamental, fino y desternillante humor. Y eso nos hace tenerlo en el corazón y en el alma, y acudir a él buscando consuelo; y, por qué no, consejo. Esa grandeza de Wodehouse radica en que, con su obra, nos regala no crítica social, como hacen muchos colegas suyos, sino celebración, fiesta. Esa fiesta que elogió tan hermosamente el filósofo Josef Pieper, en su obra El ocio y la vida intelectual. Esa fiesta y esa celebración que está en el centro de la vida del cristiano, lo mismo que su aparente contradicción: el sufrimiento. Como en tantas otras paradojas cristianas, ambas cosas van unidas, y se sirven y protegen, se ayudan y se sostienen. Pero este es otro tema.

Volviendo a Wodehouse, y volviendo a su trato del noviazgo y el matrimonio, tengo algo que decirles al respecto.

Wodehouse nos regala una celebración ritualizada de ambas instituciones. Dos instituciones que, además, sostienen su microcosmos literario. En su mundo, el noviazgo es como un huracán pasajero y el matrimonio semeja la roca (a veces opresiva) sobre la que se erige la culminación de muchas de sus tramas.

Su genio consistió en tomar las bases de una sociedad eduardiana que ya no existía para usarlas como engranaje perfecto de una máquina de risa eterna e inofensiva, desde donde promover la virtud y la decencia a un mundo que ya empezaba a desconocerlas. Nos dice así el académico Norman Murphy: «Sus personajes operan bajo un código moral anticuado pero coherente. El caos del noviazgo y la tiranía matriarcal son perturbaciones dentro de un sistema que, en última instancia, venera la estabilidad conyugal como base de la civilización». Eso lo tenía muy claro Wodehouse, y no solo lo expuso en sus historias, sino que, igualmente, lo puso en práctica con su largo matrimonio (de más de 60 años) con su esposa Ethel, feliz y de por vida.


El noviazgo

Wodehouse retrata el noviazgo como un preludio ineludible con vistas al matrimonio (siempre en el horizonte), implosionando regularmente por enamoramientos repentinos y a menudo cómicamente transitorios. Uno de los personajes que más frecuentemente protagoniza episodios de cortejo es Bingo Little (uno de los zánganos, alto y delgado, y con una conocida aversión a la vida rural), quien se enamora varias veces a lo largo de la saga Jeeves. En el relato titulado Jeeves hace funcionar su acreditado cerebelo, Bingo se enamora de una camarera llamada Mabel y, a pesar de la diferencia social, el noviazgo es tratado con intensidad sentimental y, por supuesto, cómica. No obstante las dificultades, en una historia posterior (Bingo y la camarera), la insistencia de Bingo le lleva a culminar el noviazgo casándose finalmente con Mabel, con lo que las peripecias y embrollos previos se disuelven como por arte de magia; todo queda restablecido en clave de aceptación: el noviazgo conduce, como debe ser, a una relación matrimonial reconocida y celebrada. En El Inimitable Jeeves (donde se encuentran las historias) se puede leer lo siguiente:

«—Está enamorado. Por quincuagésima vez. Le pregunto, Jeeves, de hombre a hombre, ¿ha visto usted en su vida algo semejante?
—Míster Little tiene, desde luego, un corazón ardiente, señor.
—¡Un corazón ardiente! Creo que tendría que llevar una camiseta de amianto».

Para Wodehouse, el noviazgo exige un nivel de entusiasmo romántico desmesurado, que los hombres encuentran agotador y que las mujeres suelen vestir de un romanticismo bastante cursi, pero que resulta inevitable y socialmente obligatorio. Es un campo de batalla purificador, aunque lo que purifique no sea el fuego de una pasión avasalladora, sino las vicisitudes de una fuerza motora de la naturaleza llamada amor, que, si bien es comprendida perfectamente por las féminas, es vista con absurdo desconcierto por los varones. Los obstáculos se suceden, y los protagonistas deben sortearlos, a menudo con la ayuda de terceros (regularmente de Jeeves) o con la intervención fortuita del destino. Los desafíos del amor que han de afrontar van desde la falta de fondos hasta la desaprobación familiar, pasando por inevitables y comiquísimos malentendidos. Bertie Wooster, como héroe arquetípico wodehousiano, es acompañado en estas tribulaciones amorosas por el ya citado Bingo y por otros tantos zánganos como Freddie Threepwood (hijo de Lord Emsworth, se compromete con Aline Peters, le propone matrimonio a Eve Halliday, y finalmente se casa con Aggie Donaldson), Pongo Twistleton (se casa con Sally Painter, el matrimonio lo convierte en un ciudadano sobrio, más incómodo que nunca con las exuberantes costumbres del tío Fred), Tuppy Glossop (se compromete con Angela Travers, hija de la tía Dahlia) o Gussie Fink-Nottle (cuidador de tritones con aspecto de camarón abstemio; se compromete con Madeline Bassett). Y, por supuesto, supervisando las operaciones, siempre en la sombra, el omnisciente Jeeves.

Veamos un ejemplo de ello, con el pobre Fink-Nottle en De acuerdo, Jeeves:

«—Pero ¿cómo podía salir mal? Ella lo ama, Jeeves.
—¿De veras, señor?
—Me lo ha dicho clara y rotundamente. Él no tenía más que declararse.
—Sí, señor.
—Pues bien, ¿no lo ha hecho?
—No, señor.
—¿Y de qué diablos ha hablado?
—De las salamandras, señor.
—¿De las salamandras?
—Sí, señor.
—¿Salamandras?
—Sí, señor.
—Pero… ¿qué necesidad tenía de hablar de salamandras?
—No tenía necesidad alguna, señor. Por lo que he podido saber por el Sr. Fink-Nottle, nada distaba más de sus propósitos».

Al respecto, uno de sus biógrafos, Frances Donaldson, escribe: «Wodehouse construye minuciosamente obstáculos absurdos para el amor joven, solo para que su superación (usualmente por Jeeves) reafirme el triunfo del orden social tradicional y su mecanismo reproductivo».

El matrimonio

Y es que el noviazgo, con su accidentado cortejo, es siempre un paso previo al matrimonio, necesario y absolutamente conveniente, a fin de que, entre otras cosas, se puedan evitar episodios vitales desastrosos —como escribe el mismo Wodehouse, con su fina ironía—, como por ejemplo «uno de esos desafortunados malentendidos que son tan propensos a dividir corazones, el tipo de cosas sobre las que Thomas Hardy solía escribir».

Y en esto del matrimonio, Bertie es tremendamente escurridizo y nunca culmina el juego, pero, por ejemplo, sus amigos Bingo, Freddie y Pongo sí lo hacen.

Pero para Plum, el matrimonio es una cosa seria que no tiene su fundamento primordial en un vacuo romanticismo. No, «el único matrimonio feliz es aquel que se basa en un fundamento firme de disputas casi incesantes». Wodehouse concibe la unión matrimonial como una comedia, sí, pero donde tiene lugar un conflicto continuo, un conflicto que es símbolo no de ruina, sino de celebración, de vida compartida, de una vida que se pasa al lado de un otro que es, a un tiempo, uno. Porque el pasar del tiempo solo se puede celebrar si se pasa junto a alguien, y qué mejor manera que en una vida esponsal nacida de la mayor de las promesas. Al igual, por cierto, que para Chesterton, quien decía aquello de que el matrimonio es un duelo a muerte que ningún hombre de honor debería rechazar, ya que todo el placer del matrimonio radica en que es una crisis perpetua.

En todo caso, en la obra de Wodehouse el matrimonio se presenta como institución venerable y fuente de orden social, e incluso vehículo de madurez personal. Tal es así que Wodehouse (en Muy bien, Jeeves) llega a poner en boca del tío George el siguiente consejo para Bertie:

«—El matrimonio es un estado honorable.
—Oh, totalmente.
—Haría de ti un hombre mejor, Bertie.
—¿Quién lo dice?
—Yo lo digo. El matrimonio te haría pasar de joven y frívolo bribón a… eh… no-bribón».

Porque, aunque Bertie Wooster huya de él como de la peste, el matrimonio es para Wodehouse un estado natural y, consecuentemente, es deseado por prácticamente todos los demás personajes jóvenes. En The Mating Season (que podría traducirse como Temporada de apareamiento, y que creo no se ha traducido al español), por ejemplo, el caos gira en torno a asegurar que los noviazgos correctos culminen en matrimonios correctos.

La excelencia del matrimonio wodehousiano radica, pues, en ser el final feliz perfecto, cómico sí, pero feliz. Por cierto, paso por encima de la evidente —y suave— tiranía matriarcal que muestran algunas de sus historias, debida quizá a la fría y distante madre que tuvo que padecer nuestro Plum, lo que hace que en muchos relatos quede en el lector el poso de una idea del matrimonio como un sistema solar de planetas (maridos) orbitando alrededor de estrellas (esposas).

Por último, una recomendación que me hace recordar con cariño al gran Jorge Ferro. En una ocasión, comentando este blog, nos incitó a leer La reverente pasión de Archibald (recogido en el libro titulado, Mr. Mulliner tiene la palabra). Mr. Mulliner cuenta la cautivadora historia del cortejo de Aurelia Cammarleigh por parte de su sobrino Archibald. La historia se desarrolla con el telón de fondo del Club de los Zánganos, desde cuyas ventanas Archibald ve por primera vez a la encantadora Aurelia. Guiado por el consejo de su amigo Algy Wymondham-Wymondham, Archibald pasa como puede por los desafíos y la irracionalidad del amor para ser merecedor del cariño de Aurelia. Como nos decía Ferro, todo «un tratadito de moral».

Y es que, al final, Plum hace su trabajo; en todos nosotros, sus lectores; consciente o inconscientemente. Pero lo hace. Y es un buen trabajo, por demás. Lo que me lleva a acabar. Y voy a hacerlo con Stephen Fry, el actor con el que comencé este artículo, y que creo ha dado en la pantalla el mejor y más adecuado de los Jeeves:

«Lo he escrito ya antes y no me avergüenza escribirlo de nuevo. Sin Wodehouse, dudo que yo fuera hoy la décima parte de lo que soy…, sea esto cuanto sea.

En los años de mi adolescencia, los escritos de P. G. Wodehouse me descubrieron las posibilidades del lenguaje. Sus ritmos, sus tropos, sus trucos y manierismos arraigaron profundamente en mí.

Pero, por encima de eso, me enseñó acerca de la bondad. Es suficiente ser compasivo, ser educado, ser divertido, ser bondadoso».

Pues eso.

24.07.25

El problema de la educación católica hoy día

                         «Escuela de niños en Bretaña». Jules Trayer (1824-1909).

          

                    

          

                    

«En la vida de la mente, como en todas las cosas, hay un orden, con un comienzo, un camino y un fin. La poesía empieza en el gozo y termina en la maravilla; la filosofía comienza en la maravilla y termina en la sabiduría».

John Senior. La muerte de la cultura cristiana

    

«El hombre no puede vivir sin arrodillarse […] Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo de madera, de oro o simplemente imaginario. Todos estos son idólatras, no ateos; idólatras es el nombre que les cuadra».

Fiodor Dostoievski

    

«No se sale de la obediencia más que para caer en la servidumbre».

Gustave Thibon

    

«Un pequeño error en el principio se hace grande al final».

Aristóteles. Sobre los cielos

 

 

 

EN LA ESFERA PÚBLICA Y SOCIAL

En mi modesta opinión, tres son los grandes problemas de la educación católica actual. Es cierto que ninguno de ellos es exclusivo del ámbito educativo, pero es en este donde las carencias derivadas de tales problemas causan, por razones obvias, los mayores y más persistentes daños. El primero de estos problemas afecta a creyentes y no creyentes. Esto no menoscaba que los otros dos problemas que comentaré, sin duda de forma más trascendente, también afecten a todos por igual, como verán.

Aprender a pensar

Pero comencemos por este primer problema: en las escuelas ya no se enseña a pensar. Estarán de acuerdo conmigo en que lo primero que debe enseñarse a los niños es el buen uso de la razón, es decir, que aprendan a pensar. Si no saben pensar, no podrán aprender debidamente ninguna otra cosa. Pero, ¿cómo vamos a enseñar a nuestros niños a pensar si nosotros mismos hemos abdicado de ello? De hecho, por muy duro que pueda sonar, lo cierto es que los modernos ya no sabemos hacer un buen uso de nuestro mayor y más distintivo atributo: la razón.

Y no sabemos porque la mayoría ha declarado la guerra a la verdad. Aquellos pocos que todavía no lo han hecho, sin embargo, la confunden asiduamente, asaltados por ideas y conceptos adyacentes y relacionados con la verdad, pero distintos de ella, como el conocimiento, la inteligencia o la sabiduría. Tratemos entonces de distinhuir y aclarar.

La verdad, per se, no es simple conocimiento; este es solo su primer estadio. Sin duda, necesitamos conocer: percibir, captar hechos, situaciones, sensaciones… Se trata de la materia prima de la que está hecha la verdad. Sin embargo, no es suficiente con haber recolectado este material.

El segundo paso para acercarse a la verdad es la inteligencia, es decir, la capacidad de entender que esos elementos de conocimiento ya adquiridos, y que parecían desconectados entre sí, en realidad son parte de un mismo conjunto y forman un todo. Quien hace tales conexiones usará estos nuevos descubrimientos y relaciones como catapultas o catalizadores para encontrar otros, siempre nuevos, en un crescendo de asombro intelectual inagotable y transformador.

Sin embargo, este segundo estadio aún no es suficiente. El avance hacia la verdad requiere de aquello que los antiguos llamaban sabiduría, es decir, el apercibirse de que todo lo que hemos conocido y relacionado forma entre sí una jerarquía, un orden por el que ascender. Cuanto más alto es el nivel alcanzado en esa escalada, más comprensiva se vuelve la inteligencia sobre el resto, y uno se hace más sabio. Sabiduría que Santo Tomás de Aquino definió como la capacidad de «ordenar las cosas correctamente». Este es el más descuidado de los tres estadios, y sin él no es posible aproximarse a la verdad.

El triple proceso de conocimiento-inteligencia-sabiduría, una vez comenzado, no termina nunca. Uno se da cuenta de que cuanto más se conoce, más se ama, progresando así hacia un fin que está más allá de este mundo.

Saber, comprender y ordenar son los tres escalones para acercarse a la verdad, en un continuum que, comenzando con la observación y la percepción, da paso a un proceso de uniones y conexiones entre las cosas observadas, para luego terminar con su ordenación según una jerarquía natural que, de las cosas del mundo exterior e interior, se transfiere a la mente. He aquí el significado de verdad como adaequatio intellectus et rei, su definición clásica.

Aunque, ciertamente, solo se trata del comienzo de un proceso, precario e insuficiente si es abandonado a nuestras propias fuerzas, pero que puede recibir el impulso necesario si somos agraciados con alguno de los dones del Espíritu Santo, tres de los cuales son —no lo olvidemos— scientia, intelligentia y sapientia.

Hasta aquí lo que parece perdido. Porque, ¿qué puede hacer quien vislumbra o intuye lo que siempre ha buscado si no ha recibido los medios para obtenerlo, para acercarse a ello? Esto es lo que sienten los niños en su abandono, aun cuando no sean conscientes de ello. Pero lo sienten, no les quepa duda.

La cosmovision cristiana

Eso no es todo. Un segundo problema acecha: la ausencia de una concepción cristiana de la realidad, de una cosmovisión cristiana del mundo. Una concepción que nuestros jóvenes no reciben ni en casa ni en el colegio, o que, al menos, no reciben de forma suficiente para poder hacer frente a la visión secular del mundo.

Está demostrado que para ello no bastan los cursos de religión; no bastan los seminarios sobre teología o espiritualidad, ni las reuniones catequéticas; y no bastan los, en muchas ocasiones, pseudorretiros espirituales. Esto no funciona. Quizá funcionaba en otros tiempos, menos hostiles al cristianismo, tiempos en los que todo o casi todo transpiraba religión por todos sus poros, y en los que casi por ósmosis esta penetraba en las mentes y los corazones de las personas. Pero hoy no es así; hoy una secularidad hostil y destructora impera por doquier.

Por ello, es precisa una educación transversal e integradora que lleve al educando esa visión cristiana de la realidad.

Esta integración de la religión en la educación laica, desde los colegios hasta las universidades católicas, debe ir más allá de la superficialidad y alcanzar los primeros principios.

La historia, por ejemplo, debería presentarse como el desarrollo de la Providencia divina, con la Encarnación como su punto central. Esto implicaría dejar de enseñar la historia de la Iglesia por separado, evidenciando su papel protagónico en el relato histórico, y dejarse iluminar por los siguientes principios:

1.Creación y providencia divina.
2.La redención y la salvación.
3. Fin del mundo con la Segunda Venida.
4.La Iglesia como actor histórico.
5.Significado de los santos y los mártires.

En economía, es crucial entender que los males no provienen solo de ciclos económicos, sino de la separación de Dios y la idolatría al dinero. Debería hablarse de un orden económico natural que ha de encuadrarse en los siguientes principios:

1.El valor del trabajo humano.
2.Existencia de una vocación.
3.Justicia en las relaciones económicas.
4.Solidaridad y bien común.
5.El rechazo al materialismo y al consumismo.
6.Subsidiariedad y roles del Estado.

La verdadera riqueza emana de Dios y nuestras prácticas deben alinearse con Sus leyes.

La sociología debería examinar el materialismo universal tanto en ricos como en pobres, revelando la pérdida de la religión como la verdadera tragedia. La psicología, por su parte, debería estudiarse como el análisis del alma, su funcionamiento y las consecuencias de violar su naturaleza. Ambas disciplinas deberían integrarse en una antropología y visión del hombre basadas en los siguientes principios:

1.Dignidad del ser humano.
2.Unidad cuerpo y alma.
3.Libertad y responsabilidad.
4.El pecado y la gracia.
5.Comunidad y relación.
6.El llamado a la trascendencia.

La filosofía debería enseñar los primeros principios y una base de filosofía realista que permita a los educandos tener un criterio certero frente al asalto de las ideologías. Una filosofía basada en los siguientes principios:

1.Complementariedad de la fe y la razón: Reconocer que la razón humana es capaz de conocer y comprender el mundo, aunque de forma deficiente; y que la fe aporta una luz sobrenatural que ilumina y trasciende la razón y la impulsa a esa contemplación. Ambas dimensiones son complementarias y se enriquecen mutuamente.
2.Verdad y objetividad: existencia de una verdad objetiva, que puede ser conocida y que es consistente con la realidad.
3.Sentido trascendente de la existencia: la filosofía debe abordar preguntas fundamentales sobre el sentido trascendente de la existencia humana.
4.Ética y moralidad como campos de la filosofía que abordan el bien y el mal, la justicia, la libertad y la responsabilidad moral.

Finalmente, debe transmitirse una visión de la política alejada de todo mesianismo, con el político como un servidor que busca y promueve el bien común, y que se fundamente en los siguientes principios:

1.Bien común.
2.Subsidiariedad.
3.Dignidad humana.
4.Justicia.
5.Solidaridad.

La clave es la integración profunda de esta cosmovisión cristiana en el currículo. Un camino que, aunque desafiante, podría permitir a las instituciones educativas católicas realizar la labor para la que fueron creadas, como apoyo a las familias y a la sociedad entera.

La vocación

Finalmente, el tercer problema –que procede del segundo y que, en cierto modo, es agudizado por el primero– consiste en que las escuelas católicas han abdicado de orientar y/o ayudar al alumno a encontrar su vocación. Entiéndase aquí vocación como una llamada de Dios a una misión, particular y propia de cada uno. Esta llamada requiere un desarrollo espiritual suficiente para poder escucharla por encima del «estruendo de la mundanalidad». Una vida espiritual más profunda y un sentido apostólico bien desarrollado son cruciales para discernir la voluntad de Dios. La vocación, aunque pueda parecer incomprensible a veces y resultar siempre misteriosa, traerá consigo, una vez vislumbrada, una sensación de paz, un alivio y un alejamiento de la envidia, ya que, en la economía de Dios, cada uno sabe que solo necesita cumplir bien su propia función, sea cual sea esta.

El cardenal Newman nos habla de ello:

«Pensad en ello, hermanos míos: todo ser humano que vive, bien sea de condición noble o modesta, instruido o ignorante, joven o viejo, hombre o mujer, tiene una misión, una obra que cumplir. Hemos sido enviados al mundo para algo; no hemos nacido por azar, no estamos aquí para acostarnos por la noche y levantarnos por la mañana, trabajar para ganar el pan, comer y beber, reír y bromear, pecar cuando nos place y enmendarnos cuando estamos cansados de pecar, fundar un hogar y, después, morir. Dios nos ve a cada uno de nosotros. Crea cada alma y le da sucesivamente una vestidura de carne mortal a cada una, con un fin concreto. Necesita, se digna tener necesidad de cada uno de nosotros… Como Cristo tiene una tarea que realizar, también nosotros tenemos la nuestra; igual que se regocijaba de cumplir su obra, debemos nosotros alegrarnos de la nuestra».

Así que, en lo posible, debemos evitar que nuestros jóvenes vean su vida –incluido el trabajo que tengan que llegar a realizar algún día– como una mera rutina, una carrera de obstáculos profesional, un simple compromiso impersonal con una tarea por hacer, o un modo mundano de adquirir poder, riqueza o fama.

Y para ello, es primordial ayudarles, en lo posible, a averiguar cuál es esa misión suya de la que habla Newman, sea la que sea, e igualmente, el lugar y momento en que se entreguen a ella: dentro o fuera de su trabajo cotidiano, en su casa o en el lugar de empleo, con la familia, con los amigos o con desconocidos, pero siempre cerca de Dios.

EN EL INTERIOR DEL CORAZÓN Y DE LA MENTE

Pero esto no es todo. No se trata únicamente de hacer un cambio estructural, de método o currículum, aunque sea del calado y profundidad, y del nivel de subversión del sistema establecido, del que les estoy hablando. La mente del hombre actual es servil a una serie de ideas que la esclavizan y condicionan. Sin combatir esas ideas, sin expulsarlas de su pensamiento, todo cambio resultará estéril.

¿Y cuáles son esas ideas contra las que luchar? ¿Qué es aquello que hay que subvertir, aquello que nos domina y nos tiene sujetos –a nosotros, nuestros actos y nuestras mentes– y de lo que hay que liberarse? Hay dos ideas-madre, provenientes del fuego revolucionario encendido en la Francia de finales del XVIII, que dominan el pensamiento moderno y que han probado tener extraordinaria eficacia sobre la mente humana. Son dos ideas que, además, se retroalimentan y potencian recíprocamente. El pensador húngaro, Thomas Molnar, las define así:

* La exaltación del cambio como un valor en sí mismo.

* La pérdida de legitimidad del sistema de valores tradicional.

De ahí a vislumbrar al hombre como autocreador y autónomo, libre, en principio, de rehacerse a sí mismo y rehacer el mundo, hay un breve trecho. Lo cual llevó, a su vez, al abandono de Dios.

El sistema ideológico naciente venía a anunciarle al hombre que era absolutamente autónomo y que nadie tenía derecho a imperar sobre él y, en consecuencia, que no tenía por qué sujetarse a norma alguna, viniera de donde viniese.

Sus efectos, como los explica el filósofo Rafael Gambra, son que «la novedad innecesaria –aun la razonablemente defendible– no sustituye una estructura por otra, sino el orden por el cambio, la forma por lo informe». Todo esto tiñe de demoníaco el proceso, pues parece solo buscar la destrucción (aunque, eso sí, disfrazada de creación). En palabras de Gustave Thibon, «para decirlo como Bossuet: “el hombre ha caldo de Dios sobre si mismo", y, al caer sobre sí mismo, se ha roto».

Mas, ¿por qué prenden estas ideas en las mentes de los hombres cual yesca seca, si “rompen” sus almas, si traen consigo la decadencia, la infelicidad y la deshumanización? Varias pueden ser las razones, todas ellas nacidas de nuestra imperfección como criaturas y, de esta forma, ligadas a alguno de los pecados o vicios capitales.

Una de ellas –basada en la pereza– la señala Fernández de la Mora, porque una doctrina que reniegue del pasado y de todo lo que este trae consigo es obvio que exime de aprendizaje alguno. En efecto, si lo que es anterior a nosotros carece de valor, ¿para qué estudiar? ¿Para qué la historia, la filosofía, el conocimiento del pensamiento clásico? ¿Para qué leer? ¿Para qué seguir tradición alguna? La carga pesada del aprendizaje desaparece como por encanto, y por eso no debe extrañar, según ese mismo autor, que la juventud sea propensa al ideal revolucionario y destructor.

Otra –fundamentada en la envidia– fue señalada hace ya mucho tiempo por un eximio pensador: Platón. En su República, advierte del mal del igualitarismo y de sus síntomas y consecuencias y, sobre todo, de su irrestricto atractivo.

Por último, una tercera y gran motor –originada y alimentada en el orgullo y la vanidad–: una ideología que ponga al individuo y a su voluntad como determinante del orden o desorden del mundo, sea interior o exterior. Esta idea tenía que resultar enormemente atractiva, tan fascinante como lo había sido el fruto prohibido del Paraíso. La posibilidad de establecer uno mismo la frontera entre lo bueno y lo malo, la verdad y el error, lo justo y lo injusto, es ser como Dios, tentación que ha permanecido viva a través de la historia, cabalgando a horcajadas del delirio de la libertad absoluta.

Todas estas ideas se han apoderado de la mente del hombre moderno –de todos los hombres modernos, diría yo–; ciertamente, de unos en mayor medida que de otros, pero no creo que haya nadie libre de tal contaminación intelectual y espiritual. Por ello, la acción educativa que sugiero es urgente, y emprenderla constituye una labor hercúlea y heroica.

CONCLUSIÓN

Este es un breve esbozo de los que, en mi opinion, son los principales problemas que asolan a la enseñanza católica hoy día; hay otros, lo se, y, sin duda, deberían recibir igualmente atención, de hecho, algunos han sido comentados en este blog. Pero, los que aquí incluyo, creo, son los más apremiantes.

¿Todo lo que les he propuesto semeja una causa perdida? Puede ser; seguramente lo es, pues el final de la historia se nos ha profetizado como catastrófico antes de la Parusía. Pero en cuanto a nosotros, como individuos y como miembros de una familia, de una sociedad y de una Iglesia, es nuestro destino y deber el ser santos: perseguir en este mundo, en lo posible y de cara a una vida futura inmortal, la verdad, la belleza y la bondad, y tratar de que nuestros prójimos, especialmente nuestros hijos, hagan lo mismo.

Como escribió con conocimiento de todo ello el gran Gómez Dávila: «Solo de causas perdidas se puede ser partidario irrestricto». Por ello, les conmino a seguir esta causa.

12.07.25

La acción de la gracia: Greene, Spark, Waugh

                               «Lander’s Peak” (detalle). Albert Beirstadt (1830-1902).

 




 


«Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia».

San Pablo. Romanos, 5, 20.

        

    

       

«La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».

Santo Tomás. Summa Theologica.

 
    
          
 

EL FIN DE LA AVENTURA (1951)

 

Las novelas de Greene son un compendio de lo que significa la caída. Una célebre frase de Charles Péguy las ilustra: «El pecador se halla en el centro mismo del cristianismo». Y, efectivamente, el pecador se halla en el centro mismo de las tramas de Greene. Uno de sus textos lo explicita:

«La bondad solo ha encontrado una vez una encarnación perfecta en un cuerpo humano y nunca lo hará de nuevo, pero el mal siempre puede encontrar un hogar allí. La naturaleza humana no es blanca o negra, sino gris o negra».

Como se ha dicho, Greene crea personajes que deben responder a «situaciones extremas con pleno conocimiento de lo que está en juego», a saber, la presencia de Dios en el mundo.

Ese es Greene: complejo, difícil y, en ocasiones, incómodo. Pero no crean que por ello deba ser evitado; al contrario. Al menos en alguna de sus novelas.

Greene no se reconocía como novelista católico y prefería ser calificado como «un novelista que resulta ser católico». El cardenal Newman y, concretamente, su obra La idea de una universidad, le sirvieron de apoyo, sobre todo esta esa tesis suya: «Si la literatura debe ser un estudio de la naturaleza humana, no puede haber una literatura cristiana. Es una contradicción de términos intentar la literatura sin pecado del hombre pecador».

Así es como Greene nos lo hace ver:

«Mis libros solo reflejan la fe o la falta de fe, con todos los posibles intermedios humanos. El cardenal Newman, cuyos libros me influyeron mucho tras mi conversión, negaba la existencia de una literatura “católica". Solo reconocía la posibilidad de una dimensión religiosa superior a la literaria, y escribió que los libros debían tratar primero de lo que él llamaba, en el vocabulario de la época, “el trágico destino del hombre en su estado caído". Estoy de acuerdo con él. Lo que me interesa es el “factor humano", no la apologética».

A pesar de ello, sus libros sí que encierran apologética entre sus páginas para quien sepa entender.

Y hoy les voy a hablar de uno de ellos: El fin de la aventura, obra publicada en 1951.

En esta novela, poco conocida, pero considerada por algunas voces muy autorizadas como una de las mejores de Greene, el autor inglés plasma de manera magistral un tema muy cristiano que se nos ha transmitido en pocas palabras por el apóstol Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (y sin que esto signifique una incitación al pecado ni un abandono al vicio de la presunción de una salvación generalizada e independiente del pecador y del pecado).

Como se ha escrito, «Greene puede escribir una poderosa historia de amor en dos niveles: el terrenal y el divino, mientras hace que cada nivel refuerce al otro», y aquí sucede así.

Los protagonistas son dos pecadores pertinaces. Uno de ellos, un hombre escéptico, probablemente ateo, carnal y egoísta. La otra, una católica (aunque inicialmente no lo sepa, ya que fue bautizada en su infancia y lo ignora) que traiciona a su esposo con un persistente adulterio con el primero.

La novela comienza así:

«Una historia no tiene ni principio ni fin: uno elige arbitrariamente un momento de la experiencia desde el cual mirar hacia adelante o hacia atrás. He dicho «uno elige» con el impreciso orgullo del escritor profesional al que, en las pocas ocasiones en que se le ha tomado en serio, se le ha elogiado por su pericia técnica, pero ¿elijo por voluntad propia la oscura noche de enero de 1946, cuando vi a Henry Miles cruzando el parque bajo un vasto río de lluvia, o más bien esa imagen me ha elegido a mí? Según las reglas de mi oficio, lo apropiado, y lo correcto, es empezar justo ahí, pero si en aquel momento hubiera creído en Dios, también debería haber creído en una mano que me daba un golpecito en el codo y me insinuaba: «Habla con él, aún no te ha visto».

Porque ¿qué razón había para que yo hablara con él? Si el odio no es una palabra demasiado exagerada para usarla en relación con un ser humano, yo odiaba a Henry, y también odiaba a su mujer, Sarah. Y él, supongo, tuvo que empezar a odiarme después de los hechos de aquella noche; del mismo modo que tuvo que odiar a su mujer y a ese otro en cuya existencia, por fortuna, ni él ni yo creíamos en aquellos días».

En el escenario de la Segunda Guerra Mundial, en un Londres sombrío y deprimente, devastado por los constantes bombardeos alemanes, Greene relata los amores adulterinos entre Maurice Bendrix, un mediocre novelista ateo, y Sarah Miles, esposa de su amigo Henry, un alto funcionario del Foreign Office.

En medio de uno de los encuentros entre los amantes, sucede la catástrofe: una bomba cae en el edificio en el que se encuentran. Bendrix, medio sepultado por los escombros, al recobrar el sentido, encuentra a Sarah de rodillas, rezando. Más tarde, se nos revela que esta escena desencadena más de un milagro y, al menos, una conversión, tal y como se insinúa al inicio y al final de la historia.

El bautismo de Sarah (que ella ignora) se revela como un factor importante que nos habla de la imaginación católica de Greene. Con él, Greene quiere enfatizar el misterio de la gracia sacramental, y habla del bautismo como una vacuna, como un marcador visible de la voluntad de Dios. Porque Sarah comienza la novela inmersa en una relación adúltera, lo que significa que no hay en ella gracia santificante. Sin embargo, por causa de su bautismo –y aunque ella lo ignore– permanece en su alma una disposición intrínseca hacia Dios, una marca que no se borra, un hilo por el que la gracia actúa. Una gracia que, como parece insinuar al final de la novela Greene, comienza a operar, incluso, en el escéptico Bendrix.

A lo largo de ese itinerario, los pecados de la carne se hacen visibles y envenenan a los dos protagonistas. Como nos advierte Aquino, nublan el entendimiento y perturban el ejercicio de la prudencia. Pero, a pesar de que en esa relación de pecado hay degradación y corrupción, como efecto natural de todo pecado, algo germina en medio de esa desolación. Hay milagros, conversión, redención y santidad; también hay amor. Y, por supuesto, esperanza, la esperanza que palpita en la ya citada frase del Apóstol sobre la acción de la gracia. Una magnifica novela pues, donde también habita la imagen de la acción salvadora divina al modo de un misterioso ser que persigue a los pecadores para salvarlos, hecha poesía en los maravillosos versos de Francis Thompson que llevan por título, El lebrel del cielo:

«Huí de Él, por las noches y por los días;
Huí de Él, por los arcos de los años;
Huí de Él, por los laberínticos caminos de mi propia mente».

    

LA PLENITUD DE LA SEÑORITA BRODIE (1961)

 

Vemos algo parecido en otra novela de otra escritora, también católica y conversa: Muriel Spark. La novela se titula La plenitud de la señorita Brodie, publicada en 1961.

La señorita Brodie es una maestra de mediana edad de una escuela de Edimburgo que cultiva una especial dedicación extraescolar hacia sus chicas, un pequeño pero selecto número de alumnas, el grupo Brodie: la inteligente Mónica, la guapa Jenny, la deportista Eunice, la sensual Rose, la observadora Sandy, y la pobre Mary.

A simple vista, parecería un libro más sobre profesores que cambian vidas, y quizá también lo sea. Ciertamente, Spark trata el peligro de la manipulación («dame una niña de una edad impresionable y será mía de por vida») y la perversa tentación de unir esto al intento de experimentar vivencias de forma vicaria en los manipulados, sin reparar en las posibles consecuencias para estos («debéis estar alerta para reconocer vuestro mejor momento en cualquier instante de la vida en el que se produzca. Entonces deberéis vivirlo al máximo»). Mas, sin duda alguna, toca igualmente el asunto que les traigo hoy, nacido de una de esas consecuencias.

Aquí, como en la obra de Greene, una de las alumnas de Brodie —Sandy Stranger— transita el camino que va del pecado a la fe. Y es precisamente el pecado, la ocasión del pecado (una de las consecuencias de las manipulaciones de Brodie), lo que parece posibilitar la conversión, lo que desencadena la acción sanadora de la gracia.

Sandy, incitada por su mentora, tiene una aventura con un profesor de arte, católico y casado —Teddy Lloyd, pasión secreta de Miss Brodie—, y este pecado mortal es lo que la lleva a su conversión: «Dejó al hombre, tomó su religión y se hizo monja con el paso del tiempo». Aquí, como en El fin de la aventura, irónicamente, la imaginación de una de las protagonistas se vuelve sacramental en medio de su pecaminosa aventura.

No obstante, ya desde un inicio Spark nos presenta a Sandy como alguien especial, dotada de una gracia de discernimiento que la distingue de las demás chicas Brodie. Sandy es descrita como «perspicaz» y «observadora», la que «sabía más». Por esta razón, ella es la primera en percibir las deficiencias, la vanidad y la manipulación que encierra el idealismo de la señorita Brodie. No es un acto de su voluntad inicialmente, sino una iluminación de su intelecto.

Pero es el pecado de adulterio con Teddy Lloyd lo que se revela como un catalizador para la operatividad de la gracia. La desilusión y el vacío que surgen del pecado impulsan a Sandy a un mayor discernimiento, lo que la conduce, a su vez, a denunciar a Brodie ante la dirección del colegio. Si bien esta acción es socialmente tachada de falta de lealtad por las demás chicas Brodie, no es realmente así: para quien ama por encima de todo la verdad y el bien, ninguna lealtad personal puede sobreponerse a ello. Sandy elige la verdad y la protección de los demás frente a la lealtad ciega a una figura que considera dañina. Este es un acto de voluntad libre (cooperante) iluminado por la gracia.

Pero lo que finalmente precipita la conversión de Sandy es su aventura (su pecado). Se trata del catalizador, del desencadenante principal de un rechazo a la visión distorsionada de la vida y de la educación de su mentora Brodie, a la plenitud que Brodie ofrecía a sus alumnas (que se revela en la novela deudora de un peligroso emotivismo y de unos métodos e ideas controladores y manipuladores que finalmente demuestran ser defectuosos y erróneos), que finalmente la conduce a la Iglesia —instancia de autoridad moral y espiritual firme y segura— como lugar de gracia y orden, llevándola incluso a tomar los hábitos.

Su camino hacia la fe es pues, el resultado de gracias prevenientes (su clarividencia, su inquietud de búsqueda) que la preparan, y gracias cooperantes (su acto de denuncia ante la dirección del colegio, su conversión, su vida religiosa) que la llevan a responder libremente a la llamada de Dios. La complejidad moral de Sandy y sus errores previos hacen que su eventual conversión sea, desde una perspectiva católica, un testimonio aún más potente de la inagotable misericordia y la constante operación de la gracia divina.

Spark, católica conversa, estructura así un arco de redención que, sin moralismo explícito, muestra cómo un acto objetivamente desordenado puede ser el catalizador de un proceso de conversión a través de la gracia.


RETORNO A BRIDESHEAD (1945)

 

En la novela de Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead (1945), la relación adúltera entre Charles Ryder y Julia Flyte es uno de los ejes centrales sobre los que el autor articula la acción de la gracia.

Como sabemos, Waugh declaró que su propósito con la novela era «hacer inteligible la doctrina de la gracia a una generación educada en el escepticismo». Y eso trata de desarrollarlo a través de distintos cauces argumentales. Uno de ellos es la historia entre Charles y Julia, que desemboca en una relación adúltera. Sin embargo, esta relación pecaminosa se ve interrumpida cuando Julia, movida por un profundo conflicto de conciencia de naturaleza religiosa, decide romper con Charles, a pesar del amor que se profesan ambos.

Comentando esta subtrama de la novela, George Weigel afirma que «la gracia no anula el pecado, pero transforma sus consecuencias si se le permite obrar», como así acontece.

El proceso de crisis moral y religiosa que atraviesa Julia y que desemboca en su decisión de abandonar a Charles, pasa por varias fases o acontecimientos.

En primer lugar, aquello que desencadena todo el curso de la acción es la conciencia de pecado de Julia —algo, por otro lado, no muy común hoy—:

«Me he casado con un hombre sin amor. Estoy viviendo con un hombre fuera del matrimonio. Eso es vivir en pecado, ¿no? No es solo una palabra que aprendí de niña. Es real, y lo he estado viviendo».

Ello sume a Julia en un doloroso desasosiego. Finalmente, reconoce que su felicidad mundana (con Charles) es incompatible con una comunión plena con la fe:

«No podemos tener felicidad y el Cuerpo de Cristo. No podemos tener ambas cosas. (…). Al final… todo se reduce a eso: Dios o nada. Y si no es nada, entonces todo lo demás tampoco vale nada».

Ello la lleva a renunciar a su amor mundano, y, si bien padeciendo un sufrimiento redentor, con la gracia actuando a través de este último. Como dice su hermana pequeña Cordelia, «creo que la cosa más misericordiosa que Dios puede hacer es dejarnos sufrir un poco».

Waugh nos muestra cómo la gracia no se manifiesta, obviamente, impidiendo el pecado, sino generando en el pecador (en este caso Julia) una conciencia culpable que le impulsa a un acto de renuncia y sacrificio sanador, como un paso hacia la redención. El pecado, en este contexto, se convierte en la ocasión para una acción profunda y transformadora de la gracia divina, lo que finalmente lleva a Julia a elegir el amor a Dios por encima de la felicidad mundana.

Sin embargo, esta conversión de Julia es más bien un regreso. A diferencia de Charles, Julia es una bautizada. Un bautismo que infundió la gracia en su alma. Esto significa que, incluso cuando se aleja de Dios por el pecado, esa semilla divina no se erradica por completo. Permanece en ella como una disposición intrínseca hacia Dios, como una marca que no se borra. Esta huella, esta inclinación subyacente hacia Dios, es lo que hace más fácil para Julia que para Charles aceptar la llamada de Dios, pues ella ya está unida a Él por el sedal del pescador. Como nos dice el fragmento del cuento del padre Brown de Chesterton que es leído en un momento de la novela:

«Lo atrapé con un anzuelo invisible y un sedal invisible que es lo suficientemente largo como para dejarlo vagar hasta los confines del mundo y aún para traerlo de vuelta con un tirón del hilo».

Pero la acción de la gracia no se detiene en Julia. Como señala Joseph Pearce, «el sacrificio de Julia, renunciando a Charles por su fe, es la vía por la que Charles llega, finalmente, a la fe también». Por que, si bien la reacción inicial de un Charles todavía agnóstico es de perplejidad y absoluta incomprensión, la ruptura, sin embargo, le obliga a enfrentarse a una fuerza que es real para Julia, aunque en principio ininteligible para él, pero que intensifica en su corazón un ansia de algo más que ya está en él desde el inicio de la novela, algo más allá de lo mundano y lo estético y que quizás podríamos llamar gracia excitante, que se va incrementando a medida que conoce a la familia Flyte. Su fe católica es el centro de ese algo más. Y la ruptura de Julia, impulsada por esa fe, cimenta en Charles la idea de que una misteriosa y poderosa fuerza opera en los Flyte y en su casa familiar, Brideshead.

Así pues, el abandono por parte de Julia, motivado por su fe (junto a algún otro suceso que no desvelaré), es el acontecimiento que más directamente desencadena en Charles una apertura progresiva a la gracia, dando respuesta a ese algo más que le desasosiega, y culminando finalmente en su conversión implícita al final del libro.

En esencia, Retorno a Brideshead es una meditación literaria sobre cómo la gracia divina persiste y opera de maneras misteriosas y, a menudo inquebrantables en las almas humanas, incluso en medio del pecado, la duda y el sufrimiento, llevando finalmente a la redención y al retorno a Dios. La novela ilustra que la gracia no es un evento único, sino un proceso continuo de toques y llamadas divinas y respuestas humanas.

Es también –si se lee con atención– un muestrario de las distintas formas de gracia que los teólogos han descrito, y de los problemas planteados por la relación, siempre misteriosa, entre la naturaleza y gracia. Mas, sobre todo, es un ejemplo brillante del aserto paulino de que, donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia.

EPÍLOGO

Bajo unos ojos seculares, ciertamente muchos podrán ver en estas tres novelas las desencantadas crónicas de unas fallidas historias de amor, o profundos análisis sobre las implicaciones y confusas relaciones entre el amor y el odio, o reflexiones sobre la frustración, el rencor y las amarguras de los amores ilícitos; incluso podrán pensar que se trata de los sórdidos relatos de vulgares pasiones adulterinas.

Pero no es del todo así. La mayoría de las cosas siempre esconden algo, algo más profundo y significativo, y esto sucede con frecuencia en el arte, que se sirve del símbolo y de la alegoría. Y en el caso de estas novelas, bajo este manto secular, todas ellas tratan de la conversión y de las formas, en ocasiones impredecibles e inimaginables, a través de las cuales Dios puede atraparnos con su gracia; incluso —y, sobre todo— rescatándonos en medio del pecado.

Sarah Miles termina su historia en olor de santidad, pero vemos sus esfuerzos por resistirse a ello. La renuencia —casi obstinación— sardónica y pertinaz de Maurice Bendrix, al que él llama el Dios de Sarah, finalmente se hace añicos cuando el peso de la evidencia se vuelve abrumador. Julia Flyte sufre un despertar a la conciencia del pecado, desasosegante y doloroso, y Charles Ryder no alcanza su conversión sino tarde, tras dificultades y tropiezos. Lo mismo que Sandy Stranger, tras su amarga experiencia amorosa y un pausado —que no doliente— proceso de conversión. Notarán que ninguna de estas epifanías de fe resultan inocuas ni fáciles. Pero, ¿acaso no nos dijo Él que el camino verdadero era un camino estrecho?

Estas palabras de C. S. Lewis, extraídas de su Mero cristianismo, lo expresan mucho mejor:

«Imagina que eres una casa. Dios entra en ella para reformarla. Al principio, quizás puedas entender lo que hace. Se pone a arreglar las bajantes, a quitar las goteras del tejado, etcétera. Tú ya eras consciente de que había que hacer esas cosas, así que no te sorprenden. Pero, de repente, Dios empieza a revolver la casa de un modo que te duele mucho y que no parece tener ningún sentido. ¿Qué diablos está haciendo? La explicación es que se ha puesto a construir una casa muy diferente de la que tú pensabas: erigiendo una nueva ala por aquí, añadiendo una planta entera más allá, levantando torres, creando nuevos patios. Tú pensabas que te estaba convirtiendo en una casita decente, pero resulta que está construyendo un palacio. Y es que tiene la intención de vivir en él».

Y para hacer en nosotros esa obra nos llama, incesantemente, incansablemente; no deja de prestarnos su atención amorosa, solícita y dura en ocasiones, como todo buen padre sabe; e incluso nos persigue para rescatarnos. No importa el escenario; no importa el clima social, político o religioso; no importa cuánto huyamos ni a dónde huyamos: Dios va tras de nosotros. Esto lo saben Greene, Spark y Waugh, y sus novelas son, en gran medida, una historia sobre la, aparentemente improbable, actuación de Dios en un mundo completamente moderno y agnóstico, persiguiendo, atrapando y salvando a un pecador.

Como diría Waugh, estas historias son representaciones dramáticas y poéticas de «la operación de la gracia divina sobre un grupo de personajes diversos, pero estrechamente conectados». Y son tambien una fuerte afirmación, incluso ante aquellos agnósticos o escépticos que se acerquen a sus lecturas, de que la Iglesia católica, lejos de ser una rígida estructura, burocrática y opresiva, es un canal de gracia, un cuerpo vivo cuya cabeza es Cristo.

Y es que, así actúa el amor de verdad, ese que «mueve al sol y las estrellas». Así nos transforma y nos sana. Así nos prepara para Él. Aunque seamos pecadores… Y, sobre todo, porque lo somos.

Como escribió Santa Catalina de Siena:

«Todo viene del amor, todo está ordenado para la salvación del hombre, Dios no hace nada sin esta meta en mente».