De nuevo, sobre la conversación y los libros
«Naturaleza muerta con libros». Obra de Jean-François Foisse (1708-1763). |
«Los libros son los amigos más tranquilos y constantes; los consejeros más accesibles y sabios, y los profesores más pacientes».
Charles William Eliot
«La conversación más feliz es aquella donde no hay competencia ni vanidad, sino un tranquilo intercambio de sentimientos y opiniones».
Dr. Samuel Johnson
Los libros no son, desde luego, un cúmulo de impresiones visuales cegadoras y fulgurantes, espectaculares y fugaces. Tampoco un vacuo y fútil entretenimiento que se esfuma una vez pulsamos el interruptor. Pero, seríamos unos ingenuos si los redujésemos a una atávica acumulación de pasta de celulosa y tinta, rugosa, áspera e incómoda; a una poco flexible y primitiva representación de razones y sentimientos, entremezclados con opiniones y presunciones varias. Los libros son mucho más que eso; mucho más de lo que las mutiladas mentes de nuestros niños y jóvenes pueden percibir, o siquiera imaginar.
Y es que los libros son extremadamente ricos y, por qué no reconocerlo, excesivamente generosos con nosotros. Pueden darnos algo más –bastante más– que aquello que guardan entre sus páginas, algo que excede de esa mezcla de impresiones gráficas y papel que en su superficie aparentan ser. Y la prueba es que, tras su lectura, y aunque parezcan dormidos en sus estantes, siguen vivos en nuestra memoria e imaginación, trajinando con las dos al unísono.
Pero sus regalos no se limitan a esto –de por sí suficiente y extraordinario–, sino que hay otras cosas, y una de las más valiosas es la conversación. Y en más de un sentido.
De entrada, esta conversación sobre lecturas puede acercarnos unos a otros, padres a hijos, e hijos a padres, hermanos a hermanos, amigos a amigos, e incluso hacer más próximos a los que son enemigos. Porque, aunque muchos lo hayan olvidado, los libros todavía pueden ser causa, chispa y combustible para un incendio en el corazón y en el alma, y desencadenar así un diálogo apasionado y fructífero.
De especial relevancia es la charla entre padres e hijos. En el curso de ella, los chicos se enriquecerán no solo por lo que hayamos leído, sino que podrán comenzar a aprender los rudimentos de lo que en su día fue considerado una de las artes, el ars bene dicendi, ese cuyos principios eran enseñados como parte del famoso trívium, bajo el conocido nombre de retórica.
Un arte este hoy quizá perdido, y que ya Cicerón alababa en su De Officiis, en una alabanza que prosiguió hasta hace bien poco. Por ejemplo, a comienzos del siglo XVII, Cervantes en su Quijote nos ofrece a través de la boca del protagonista una especie de manual, cuidando sobremanera su lenguaje. No vemos así que don Alonso Quijano utilice agudezas verbales tales que el mote y el equívoco ––tan de moda en su tiempo– aun teniendo a mano a un sujeto tan propicio a ellas como Sancho. Veinticinco años atrás, Michel de Montaigne escribe en sus Ensayos que conversar es el ejercicio más fructífero y natural para el espíritu, llegando a confesar que preferiría prescindir antes de su vista que de su voz y sus oídos. Y, a mediados del siglo XVIII, en los clubs y pubs de la pérfida Albión, el doctor Johnson se labró fama de perfecto conversador, y ello a pesar de que entre sus contertulios se encontraban hombres de la talla del elocuente, aunque no siempre cortés, Edmund Burke, del silencioso Edward Gibbon, del hosco Sir John Hawkins y del chismoso, pero buen amigo, James Boswell. Tal fue su dominio del habla que de él se llego a decir que conversaba como si de una segunda edición se tratase.
Pero… un momento, antes de embarcarse en esta travesía conversacional han de saber que no nos servirá cualquier tipo de libro. No, al parecer debe tratarse de los de papel, esos con tinta y celulosa a los que acabo de referirme. Y no por causa de un capricho ni un arcaísmo trasnochado. Un creciente cuerpo de investigación avala esta idea, sugiriendo, cada vez con más ruido, que los padres e hijos participan en una lectura menos comunicativa (con menos diálogo) con los libros electrónicos que con los libros tradicionales en papel. Las razones recaen en la naturaleza digital de los primeros, ya que sus animaciones y juegos suelen distraer a los niños de la trama, incluso si se trata de un libro electrónico sin funciones o con características interactivas muy limitadas. Así que ya lo saben, si quieren hablar con sus hijos sobre sus lecturas, háganse con libros de verdad, los de toda la vida.
Pero hay un segundo tipo de conversación, más densa y profunda. Los libros pueden también llevarnos ––a nosotros y a nuestros hijos–– a un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, al ponernos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido. Me refiero a la conocida como «gran conversación» (la «conversación con los difuntos», de nuestro Quevedo). Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:
«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».
Los padres podemos recrear en casa todas esas conversaciones, planificando, en incluso improvisando charlas que tengan por causa los libros. Estas multiplicarán el efecto beneficioso de la lectura enriqueciendo con saber y cultura a los niños, al tiempo que nos ayudarán a construir (y si fuera el caso restaurar) con ellos los puentes y caminos que no deben faltar en toda sana relación paterno filial.
Y esto no es todo, ya que anudados a la conversación libresca podemos encontrar otros beneficios. Por ejemplo, al permitirnos contrastar épocas, costumbres y tradciiones, podrá ayudarnos a todos a evitar la miopía de las modas ––tan presentes siempre––, y a trascender el sesgo de lo que C.S. Lewis denominó «esnobismo cronológico»: la esclavitud a las nociones en boga, y el que solo las últimas opiniones sean consideradas relevantes. Porque, ¿qué puede haber más distante de la verdad que lo que está de moda?
Así que ya saben: lean con sus hijos y hablen con ellos, antes durante y después de las lecturas.
Finalmente, no quiero terminar sin referirme a un último tipo de conversación personal e íntima: la nacida del contacto entre el escritor y el lector. Un encuentro más sensible que intelectual, en el que las sensaciones, los recuerdos, los afectos y las aversiones juegan más que la mera constatación de datos o la transmisión de sabiduría y conocimiento. La lectura se revela de esta manera como un quehacer, una co-laboración en la que ambos, autor y lector, faenan en pos de un fin. Un fin que el autor presume, intuye o desea, pero del que nunca tiene una certeza, pues varía con cada lector. Se trata de un acto mágico y original, que renace con las sucesivas lecturas del mismo lector. Cada palabra, cada oración, cada párrafo e incluso cada capítulo, guardan un significado nuevo que espera revelarse en cada nueva relectura. La novedad de este significado –un sentir del corazón más que otra cosa–, dependerá de cuán activo sea en ese proceso el lector. El escritor cumple de una vez con su parte, pero la del lector se cumple en cada lectura. Así, en el acto de leer, las palabras y las frases cobran vida, animando conexiones entre los recuerdos y experiencias del que lee y las del que ha escrito, en un acto social grandioso y profundamente significativo: la lectura de un libro.
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