28.01.22

De nuevo, sobre la conversación y los libros

            «Naturaleza muerta con libros». Obra de Jean-François Foisse (1708-1763).

    

   

 

«Los libros son los amigos más tranquilos y constantes; los consejeros más accesibles y sabios, y los profesores más pacientes».

Charles William Eliot

 

«La conversación más feliz es aquella donde no hay competencia ni vanidad, sino un tranquilo intercambio de sentimientos y opiniones».

Dr. Samuel Johnson

 


   

Los libros no son, desde luego, un cúmulo de impresiones visuales cegadoras y fulgurantes, espectaculares y fugaces. Tampoco un vacuo y fútil entretenimiento que se esfuma una vez pulsamos el interruptor. Pero, seríamos unos ingenuos si los redujésemos a una atávica acumulación de pasta de celulosa y tinta, rugosa, áspera e incómoda; a una poco flexible y primitiva representación de razones y sentimientos, entremezclados con opiniones y presunciones varias. Los libros son mucho más que eso; mucho más de lo que las mutiladas mentes de nuestros niños y jóvenes pueden percibir, o siquiera imaginar.

Y es que los libros son extremadamente ricos y, por qué no reconocerlo, excesivamente generosos con nosotros. Pueden darnos algo más –bastante más– que aquello que guardan entre sus páginas, algo que excede de esa mezcla de impresiones gráficas y papel que en su superficie aparentan ser. Y la prueba es que, tras su lectura, y aunque parezcan dormidos en sus estantes, siguen vivos en nuestra memoria e imaginación, trajinando con las dos al unísono.

Pero sus regalos no se limitan a esto –de por sí suficiente y extraordinario–, sino que hay otras cosas, y una de las más valiosas es la conversación. Y en más de un sentido.

De entrada, esta conversación sobre lecturas puede acercarnos unos a otros, padres a hijos, e hijos a padres, hermanos a hermanos, amigos a amigos, e incluso hacer más próximos a los que son enemigos. Porque, aunque muchos lo hayan olvidado, los libros todavía pueden ser causa, chispa y combustible para un incendio en el corazón y en el alma, y desencadenar así un diálogo apasionado y fructífero.

De especial relevancia es la charla entre padres e hijos. En el curso de ella, los chicos se enriquecerán no solo por lo que hayamos leído, sino que podrán comenzar a aprender los rudimentos de lo que en su día fue considerado una de las artes, el ars bene dicendi, ese cuyos principios eran enseñados como parte del famoso trívium, bajo el conocido nombre de retórica.

Un arte este hoy quizá perdido, y que ya Cicerón alababa en su De Officiis, en una alabanza que prosiguió hasta hace bien poco. Por ejemplo, a comienzos del siglo XVII, Cervantes en su Quijote nos ofrece a través de la boca del protagonista una especie de manual, cuidando sobremanera su lenguaje. No vemos así que don Alonso Quijano utilice agudezas verbales tales que el mote y el equívoco ––tan de moda en su tiempo– aun teniendo a mano a un sujeto tan propicio a ellas como Sancho. Veinticinco años atrás, Michel de Montaigne escribe en sus Ensayos que conversar es el ejercicio más fructífero y natural para el espíritu, llegando a confesar que preferiría prescindir antes de su vista que de su voz y sus oídos. Y, a mediados del siglo XVIII, en los clubs y pubs de la pérfida Albión, el doctor Johnson se labró fama de perfecto conversador, y ello a pesar de que entre sus contertulios se encontraban hombres de la talla del elocuente, aunque no siempre cortés, Edmund Burke, del silencioso Edward Gibbon, del hosco Sir John Hawkins y del chismoso, pero buen amigo, James Boswell. Tal fue su dominio del habla que de él se llego a decir que conversaba como si de una segunda edición se tratase.

Pero… un momento, antes de embarcarse en esta travesía conversacional han de saber que no nos servirá cualquier tipo de libro. No, al parecer debe tratarse de los de papel, esos con tinta y celulosa a los que acabo de referirme. Y no por causa de un capricho ni un arcaísmo trasnochado. Un creciente cuerpo de investigación avala esta idea, sugiriendo, cada vez con más ruido, que los padres e hijos participan en una lectura menos comunicativa (con menos diálogo) con los libros electrónicos que con los libros tradicionales en papel. Las razones recaen en la naturaleza digital de los primeros, ya que sus animaciones y juegos suelen distraer a los niños de la trama, incluso si se trata de un libro electrónico sin funciones o con características interactivas muy limitadas. Así que ya lo saben, si quieren hablar con sus hijos sobre sus lecturas, háganse con libros de verdad, los de toda la vida.

Pero hay un segundo tipo de conversación, más densa y profunda. Los libros pueden también llevarnos ––a nosotros y a nuestros hijos–– a un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, al ponernos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido. Me refiero a la conocida como «gran conversación» (la «conversación con los difuntos», de nuestro Quevedo). Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:

«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».

Los padres podemos recrear en casa todas esas conversaciones, planificando, en incluso improvisando charlas que tengan por causa los libros. Estas multiplicarán el efecto beneficioso de la lectura enriqueciendo con saber y cultura a los niños, al tiempo que nos ayudarán a construir (y si fuera el caso restaurar) con ellos los puentes y caminos que no deben faltar en toda sana relación paterno filial.

Y esto no es todo, ya que anudados a la conversación libresca podemos encontrar otros beneficios. Por ejemplo, al permitirnos contrastar épocas, costumbres y tradciiones, podrá ayudarnos a todos a evitar la miopía de las modas ––tan presentes siempre––, y a trascender el sesgo de lo que C.S. Lewis denominó «esnobismo cronológico»: la esclavitud a las nociones en boga, y el que solo las últimas opiniones sean consideradas relevantes. Porque, ¿qué puede haber más distante de la verdad que lo que está de moda?

Así que ya saben: lean con sus hijos y hablen con ellos, antes durante y después de las lecturas.

Finalmente, no quiero terminar sin referirme a un último tipo de conversación personal e íntima: la nacida del contacto entre el escritor y el lector. Un encuentro más sensible que intelectual, en el que las sensaciones, los recuerdos, los afectos y las aversiones juegan más que la mera constatación de datos o la transmisión de sabiduría y conocimiento. La lectura se revela de esta manera como un quehacer, una co-laboración en la que ambos, autor y lector, faenan en pos de un fin. Un fin que el autor presume, intuye o desea, pero del que nunca tiene una certeza, pues varía con cada lector. Se trata de un acto mágico y original, que renace con las sucesivas lecturas del mismo lector. Cada palabra, cada oración, cada párrafo e incluso cada capítulo, guardan un significado nuevo que espera revelarse en cada nueva relectura. La novedad de este significado –un sentir del corazón más que otra cosa–, dependerá de cuán activo sea en ese proceso el lector. El escritor cumple de una vez con su parte, pero la del lector se cumple en cada lectura. Así, en el acto de leer, las palabras y las frases cobran vida, animando conexiones entre los recuerdos y experiencias del que lee y las del que ha escrito, en un acto social grandioso y profundamente significativo: la lectura de un libro.

 

Entradas relacionadas:

Construyendo un hábito (VII): La conversación.

Elogio a la relectura.

¿Por qué se han de leer los viejos libros?

20.01.22

Literatura católica: el camino luminoso de la gracia

« The Harvest » Boris Vasilievich Bessonov (1862-1934)
                     «La cosecha». Obra de Boris Vasilievich Bessonov (1862-1934).

   

    

«Dios debe estar contento de que uno ame tanto su mundo».

Robert Browning


«Persecución sin prisa, imperturbable, majestuosa inminencia».

Francis Thompson. El lebrel del cielo

 

Ya he hablado (aquí y aquí) de la forma, a menudo brutal, con la que muchos literatos católicos han abordado el impulso de las musas, especialmente los contemporáneos. Una crudeza que golpea el alma, que encontramos abundantemente en escritores como Graham Greene, François Mauriac o Flannery O´Connor. También expresé mi añoranza por la escasez de belleza en sus obras, aún cuando esta haya de venir acompañada, las más de las veces, de una sana melancolía, la propia del exiliado que realmente somos. El cardenal Newman lo expresó así:

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro».

Pero también lo católico es vida, asombro, vitalidad exuberante y deslumbrante belleza. Chesterton es su más entusiasta embajador y así nos empuja con un ímpetu casi sobrenatural. «Éste fue mi primer problema: inducir a los hombres a comprender la maravilla y el esplendor de la vida y de los seres que la pueblan», explica. «Porque», nos sigue diciendo, «todo pasará, sólo quedará el asombro y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas».

Flannery O´Connor, explicando la forma y maneras de su arte, señaló que «a menudo, la naturaleza de la gracia solo puede aclararse al describir su ausencia». Tomando esta frase como modelo, podríamos decir que, en ese otro camino de la alegría y del asombro, la naturaleza de la gracia también puede aclararse describiendo su presencia y los efectos de su presencia. Esto es lo que hizo Evelyn Waugh en su obra Retorno a Brideshead (1945). El escritor inglés la definió como «la influencia de la gracia divina sobre un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados».

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9.01.22

Cinco viejas advertencias sobre las nuevas tecnologías

                          «Niña pelirroja leyendo». Lilla Cabot Perry (1848-1933).

    

    

 

«No ai más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia».

Baltasar Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia

  

  

    

Hace casi 25 años, a finales de los años 90 del pasado siglo, el discípulo aventajado de Marshall Macluhan, Neil Postman, puso sobre la mesa cinco advertencias al respecto del cambio tecnológico digital que comenzaba entonces su desarrollo y que hoy impera sobre nosotros. Postman lo hizo en el curso de una charla que dictó en un Congreso Internacional sobre Nuevas Tecnologías y Persona Humana, celebrado en Denver en 1998, pero no pudo comprobar si sus premoniciones eran acertadas, pues murió en los albores de este siglo, en el año 2003. Y si bien creo que no estuvo desacertado, probablemente se quedó corto.

Partiendo de tal precedente, me he permitido la licencia de adaptar tales advertencias, sorprendentemente lúcidas, al tema de la infancia y al de la dictadura tecnológica y digital que, con nuestro inconsciente consentimiento, tiene sometida a aquella.

Primera Advertencia. Postman la define del siguiente modo: «Todo cambio tecnológico implica un compromiso. (…). La tecnología da y la tecnología quita». No podemos reparar solo en aquello que la tecnología parece dar a nuestros hijos, en esa deslumbrante magia que nos asombra tanto a nosotros como a ellos. Porque, a cambio, se nos pasará al cobro –si no está pasándose ya– el correspondiente precio. Y este precio adquiere la forma de problemas de concentración, destrucción de la imaginación y muerte de la poética, y por si esto fuera poco, también de alejamiento de la realidad. Hagan pues un balance de perdidas y ganancias, y decidan en consecuencia. Porque, como concluye Postman, «la cultura paga un precio por la tecnología que incorpora».

Segunda Advertencia. Neil Postman escribió que debemos ser conscientes de que la tecnología favorece a algunos y perjudica a otros. Por tanto, que siempre habrá vencedores y vencidos en los cambios tecnológicos. Así, en esta era de la información en la que han nacido y están creciendo nuestros hijos, los padres deberemos preguntarnos a qué grupo pertenecen los pequeños, si al de los que sacan provecho o al de los que sufren daños. Yo no albergo dudas al respecto: sin cuidado y supervisión, abandonados a su suerte, al albur de aquello que reciban sin barreras ni controles a través de sus teléfonos, ordenadores y demás artefactos, los niños –y su inocencia––, llevan siempre las de perder.

Tercera Advertencia. Marshall McLuhan, el maestro de Postman, nos dejó una famosa y enigmática frase: «El medio es el mensaje». De acuerdo con esta idea, nuestro autor afirma que «toda tecnología incorpora una filosofía que es expresión de cómo ella nos hace usar nuestra mente, de en qué medida nos hace usar nuestros cuerpos, de cómo codifica nuestro mundo, de cuáles de nuestros sentidos amplifica, y de cuáles de nuestras emociones y tendencias intelectuales desatiende». No hace falta mucho discernimiento ni estudio para apercibirse de, a qué cosas atiende este nuevo mundo cibernético y digital (lo aparente, lo superficial, lo sentimental, lo histriónico, lo virtual), y qué cosas arrincona (lo racional, lo profundo, lo tradicional, lo bello, lo real).

Cuarta Advertencia. Postman dice: «Hemos de saber que el cambio tecnológico no es aditivo, es ecológico. (…). Un nuevo medio no añade algo, lo cambia todo». Esta observación nos empuja a ser cautos y a averiguar qué transformaciones trae consigo cualquier novedad antes de abrazarla incondicionalmente. Y más tratándose de niños, cuya inocencia y bienestar están bajo nuestro cuidado. «Las consecuencias del cambio tecnológico siempre son amplias, a menudo impredecibles y en su mayor parte irreversibles», nos dice Postman, y en este caso, algunos de sus efectos son ya notorios, pero otros solo estamos empezando a vislumbrarlos, y lo que vamos sabiendo no es alentador.

Quinta y última advertencia. El sociólogo norteamericano nos termina advirtiendo que habremos de mitigar nuestro entusiasmo por la tecnología, pues este fácilmente podría volverse una forma de idolatría. La tecnología no es parte de un plan divino sino el producto de la creatividad humana, y por lo tanto no deberemos bajar nunca la guardia, pues la amenaza que nace de nuestro orgullo y de nuestra capacidad para el mal, estará ahí, latente o presente, pero estará ahí, incrustada en el uso dado a esa tecnología.

Visto todo ello, algunos de entre ustedes pensarán para sus adentros: «todas las advertencias que nos muestra usted sobre las tecnologías digitales parecen razonables, pero son igualmente aplicables a la tecnología que tanto defiende, pues también en su día sufrimos un cambio revolucionario de mano de la imprenta. ¿Hay acaso alguna diferencia entre una y otra?». La respuesta ante tan buena pregunta es que sin duda existe una diferencia. Una diferencia que radica no solo en la disparidad ontológica que hay entre la imagen y la palabra, centros neurálgicos de una y otra tecnología, sino, a mayores, de la tiranía que la primera –la imagen– ejerce sobre nuestras vidas a través del mal uso que estamos haciendo de las nuevas tecnologías, y del desprecio que estamos dando a los beneficios que la segunda –la palabra–, nos sigue ofreciendo a través de los libros.

De las razones de esta diferencia hablé en esta entrada, a la que les remito:
«De la imagen y la palabra».

De los efectos perniciosos de ese mal uso traté en estas tres entradas, a las que les remito también:
«El mundo digital y nuestros niños».
«El mundo digital y nuestros niños II (la atención perdida)».
«A nuestros adolescentes leer ya no les “mola"».

Finalmente, los beneficios que nos siguen ofreciendo hoy los libros y la necesidad de mantenerlos con nosotros son el tema de estas dos últimas entradas a las que les re-dirijo igualmente:
«De por qué los buenos y grandes libros son hoy tan necesarios».
«¿Podemos realmente prescindir de los libros?».

  

24.12.21

Navidad: libros para los más pequeños

  «La adoración de los reyes». Gennady Spirin (1948), de su libro «Los tres reyes».

  

    

«—Pero, mi querido Sebastian, no es posible que tomes todo eso en serio.
—¿No lo es?
—Me refiero a eso de la navidad, de la estrella, de los tres magos y el buey y el asno.
—¡Oh, sí! En eso, sí creo. Es una idea encantadora.
—Pero no puedes creer algo sólo porque sea encantador.
—Pues yo lo hago. Es mi manera de creer».

Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead


«Al día en que la tierra fue santificada como un hogar se le llamó Navidad».

Myles Connolly

   

  

   

Estos días navideños parecen hecho a medida de los más pequeños, lo que no tiene nada de extraño pues, ¿no es la Navidad  la celebración del misterioso nacimiento de un Niño? Y ello, aun cuando sea un Niño extraordinario, uno cuyo amor «sostiene al sol y a las demás estrellas».

Y, puesto que Aquel niño fue obsequiado con varios presentes por unos nobles y sabios Magos, ¿no serán nuestros pequeños –que son los más cerca de Él se encuentran– quienes merezcan recibir, más que ninguno otro, algún regalo en conmemoración de tan inmortal suceso?

Por ello, pensando en estos obsequios navideños para los más pequeños, han venido a mi cabeza tres álbumes ilustrados. Unos breves libros que dan preferencia a la imagen sobre la letra, para contar el inicio de la mayor de las historias, y que estimo son un digno intento de hacer honor a la verdad y la bondad a través de la belleza.

LA HISTORIA DE NAVIDAD (1998), de Gennady Spirin

El primero de estos tres álbumes, La historia de Navidad (1998), contiene las maravillosas y exuberantes ilustraciones del artista ruso Gennady Spirin (1948-). Spirin es un prolífico ilustrador de libros infantiles, desde cuentos de hadas a historias clásicas de Shakespeare, Dickens, Pushkin y Tolstói, e incorpora en su particular estilo, tanto la herencia de artistas de su Rusia natal, como el gran Ivan Bilibin, como la múltiple influencia de los pintores japoneses de la ukiyo-e, de las tablas flamencas de los Brueghel y de los frescos renacentistas de Fra Angelico. Se trata de un hombre de profundas convicciones religiosas que no tiene reparo en mostrarlas a través de su obra, y respecto del cual se publico en su día en The Times lo siguiente:

«Spirin incorpora el rico color de Rafael —dorado profundo, azul y rojo carmesí— junto con el arte de la composición del maestro italiano, en muchas de sus ilustraciones. La precisión microscópica de su superrealismo recuerda al gran flamenco Jan Van Eyck, mientras que su increíble capacidad gráfica semeja la del artista renacentista alemán Alberto Durero. (…). Incluso a primera vista, los espectadores saben intuitivamente que este es uno de los maestros de nuestro tiempo. (…) Spirin es un mago que usa su pincel como una varita mágica».

El libro es una maravilla llena de detalles, color y borbotones de buen gusto, en cuya contemplación sus hijos se sumergirán largo tiempo.



LA HISTORIA DE LA NAVIDAD (2016), de Robert Sabuda

El segundo libro lleva por título La historia de la Navidad y es obra de Robert Sabuda (1965-), un artista que ha elevado la técnica del Pop-up al nivel de un arte, y entre cuyos trabajos destacan, el álbum que nos ocupa y la ilustración de títulos como El maravilloso mago de Oz (2000) y Alicia en el país de las maravillas (2003). El libro está concebido como una sucesión de láminas en tres dimensiones, sin uso del color ni del detalle, pero que lucen adornadas con resplandecientes toques de oro y nácar, y a través de las cuales el artista muestra los principales sucesos de la Navidad en seis escenas deslumbrantes, que van desde la Anunciación a la Natividad. El álbum es una fiesta visual de ventanas emergentes en las que sorprende la pericia de este ingeniero del papel. Un tesoro navideño para compartir con toda la familia.



LA PRIMERA NAVIDAD (1983), de Jan Pienkowski

El tercero y último de los libros se titula La primera Navidad y es autoría de otro autor/ilustrador de solera, Jan Pienkowski (1936-), ganador de dos medallas Kate Greenaway, en los años 1971 y 1979. El artista polaco recrea el relato de la Natividad sin uso del color y con minucioso detalle, y lo hace siguiendo la estela del gran maestro Arthur Rackham, a través de unas maravillosas siluetas en negro que recortan las figuras protagonistas sobre fondos de colores intensos, resaltándose todo el conjunto con el acompañamiento de marcos dorados en cada página. Las ilustraciones son complementadas por fragmentos de los evangelios de Lucas y Mateo.

Si bien la historia es contada con una gran simplicidad, lo esencial de la Navidad está ahí, en los versículos bíblicos que acompañan a las imágenes, y en las imágenes mismas. Y aunque las láminas que ilustran el relato están llenas de anacronismos (El pesebre está en un pinar. Nazaret es una ciudad medieval, y cuando José y María huyen a Egipto, lo hacen en medio de una tormenta desde un castillo gótico), remitiéndonos a la estética e imaginería de un cuento de hadas, ello ha de ser visto como parte del encanto del libro, junto con los adornos de las páginas y la magnífica portada.

A pesar de que el álbum no ha sido traducido al castellano, la belleza de sus ilustraciones hace que valga la pena hacerse con él.

20.12.21

De la Navidad y del libro como regalo navideño

                      Ilustraciones de Marcel Marlier (1930-2011).

   

   

«Niño de los mil cumpleaños, nosotros que somos jóvenes pero viejos,

Encanecidos con los siglos, no encontramos nada mejor que decir,

Nosotros que con sectas y caprichos y guerras hemos malgastado el día de Navidad.

Enciende Tú el incensario ante ti mismo, pues todos nuestros fuegos están apagados,

Estampa tu imagen en nuestra moneda, porque el rostro de César se oscurece,

Y un demonio mudo de orgullo y codicia se ha apoderado de él.

Te ofrendamos la gran cristiandad, iglesias, pueblos y torres,

Y si nuestras manos, oh Dios, se alegran de derramarlas como flores,

No es porque ellas enriquezcan Tus manos,

Sino porque se salvan de las nuestras».

 

G. K. Chesterton. Canción de los regalos para Dios (fragmento).

 

   

   

Chesterton es un pozo sin fondo de sabiduría. Y algo más también. El número de advertencias premonitorias que salieron de su pluma y anunciaron al mundo lo que hoy al mundo asola y tiraniza, son asombrosas. No en vano algunos lo tildan de profeta y otros, con razón aunque con poca fortuna, al menos por ahora, han tratado de alzarlo a los altares.

Y en el tema de Navidad, la actualidad de sus opiniones es, como acostumbra, sorprendente. El mayor consejo de Chesterton en este campo viene, en su particular estilo, de una aparente paradoja, al desafiar a nuestra sociedad moderna en su rechazo a Cristo y al mismo tiempo defender el reconocimiento externo y la pompa de la Navidad. Pero la apariencia de contradicción se disipa apenas atravesamos el umbral de sus argumentos. De esta manera nos dice:

«No hay rastro de la inmensa debilidad de la modernidad que sea más sorprendente que esta disposición general para mantener las viejas formas, pero informal y débilmente. ¿Por qué tomar algo que solo tenía la intención de ser respetuoso y preservarlo irrespetuosamente? ¿Por adoptar como propio algo que fácilmente se podría abolir tachándolo de superstición y en cambio perpetuarlo cuidadosamente como aburrido?».

Y continúa en su artículo titulado El espíritu de la Navidad:

«La complejidad moderna de la sociedad de consumo devora el corazón de algo, dejando al mismo tiempo el cascarón pintado. Me refiero al sistema elaborado en exceso de la dependencia en comprar y vender, y, por tanto, en el “bullebulle", y en consecuencia, el descuido de las cosas nuevas que se podrían hacer según la vieja Navidad».

Esto fue escrito hace unos 100 años, pero es perfectamente aplicable a nuestro mundo de hoy. ¿No es la nuestra una sociedad sin Cristo, sin fe, que trata de perpetuar penosamente la Navidad solo para hacerla finalmente aburrida, vacua e insatisfactoria? ¿No es acaso una cultura que convierte las fiestas navideñas en una excusa más para comprar, consumir, y tratar desesperadamente de distraernos del horror y vacío de nuestras vidas? Se trata de una Navidad hueca, volcada hacia un sentimentalismo y una ceremonia de la compulsión consumista, ruidosa y muda al mismo tiempo.

Ante esto, tan actual, tan dolorosamente actual, Chesterton nos recuerda que volver a la auténtica celebración del Adviento y de la Navidad no solo traerá una alegría verdadera, sino que también hará brillar la luz de Cristo entre nosotros, orientándonos hacia el verdadero sentido de la existencia. Y una de las más expresivas muestras de esa paradoja es santificar la costumbre del regalo y denostar el consumismo que gobierna nuestras vidas.

Pero Chesterton salva para nosotros esa contradicción. Nos dice que huyamos de las generalizaciones y que, por tanto, no abominemos de todo obsequio sino solamente de aquellos irrazonablemente caros, excesivos y hechos principalmente pensando en nosotros mismos y no en sus destinatarios. En suma, nos impulsa a mantenernos, en lo material, entre el despilfarro del Black Friday y la tacañería del señor Scrooge, y en lo espiritual, junto a Cristo mismo.

En esta defensa del obsequio navideño el escritor inglés llega a eleborar incluso una suerte de teología. Sostiene así que la idea de regalar es algo auténticamente cristiano, porque Cristo mismo es el mayor de los regalos, y un regalo material, por demás. Por tanto, ¿qué mejor que obsequiar para conmemorar ese don sin igual?:

«La idea de encarnar la benevolencia –es decir, de ponerla en un cuerpo— es la idea enorme, primordial, de la Encarnación. Un regalo de Dios que se puede verse y tocarse es el punto central del epigrama del credo. Cristo mismo fue un regalo de Navidad. La nota de la Navidad material la dan, incluso antes de su nacimiento, los primeros movimientos de los Reyes Magos y la Estrella. Los Reyes acuden a Belén trayendo oro, incienso y mirra. Si solo hubieran traído la Verdad, la Pureza y el Amor, no habría habido arte cristiano ni civilización cristiana».

Siguiendo con esta apología del obsequio, en 1937, Monseñor Ronald A. Knox escribió una carta sobre el tema de la Navidad en The Tablet en la que destacaba como lo sorprendente e inesperado –tan propio del acto de regalar– siempre ha acompañado a esta celebración, y como a pesar del acoso de la modernidad, este aspecto se mantiene incólume para cualquier observador atento:

«Toda la parafernalia moderna de la Navidad, los regalos, los árboles, las galletas, el pavo y el resto de cosas, se ha vuelto demasiado convencional, lo reconozco, y se han superpuesto sobre ella con afectación grandes negocios y el culto al salón de té Tudor. Pero la Navidad conserva, bajo todos sus adornos, su nota esencial de lo inesperado. Justo cuando esperas que los ladrones merodeen disfrazados por las casas de otras personas y se lleven cosas, se espera que tú, el amo de casa, te disfraces y merodees por tu propia casa, poniendo cosas allí. (…) Justo cuando las ramas deberían estar más desnudas, un árbol logra revertir todo el proceso, “miraturque novas frondes et non sua poma", brotando de él hojas de llama y frutos de vidrio reluciente».

Y hablando especificamente de libros como regalo de Navidad, el humorista británico P. G. Wodehouse, en un artículo de 1915 publicado en Vanity Fair, titulado Just what I wanted, nos dice algo más con su ingenio habitual:

«La primera regla en la compra de regalos de Navidad es elegir algo brillante.

Si el objeto elegido es de cuero, este debe parecer como si acabara de ser bien engrasado; si es de plata, debe brillar con esa luz que, tal cual dice el poeta, nunca estuvo en el mar ni en la tierra. Los libros son muy populares por esa razón. Probablemente, no exista nada que pueda semejar tan brillante como una colección de obras de Longfellow, Tennyson o Wordsworth.

(…)

También pueden utilizarse como espejos.

Mi única objeción a la costumbre de regalar libros en Navidad es quizás la egoísta de que anima y mantiene en el juego a un número de escritores que estarían mucho mejor empleados si abandonaran la pluma y se pusieran a trabajar».

Porque, lo cierto es que hay muchos libros para regalar. Unos pocos los he comentado aquí, en este blog; otros están esperando en los estantes de las librerías. Los hay muy recientes, pero no por ello habrán de dejar de ser apreciados. Y entre estos últimos hay algunos que tratan no solo de la Navidad, sino incluso –qué osadía– de ese sentido sacramental y simbólico que encierra su más profunda esencia, no en vano, como entendía Ian Boyd, biógrafo de Chesterton, ¿qué somos los hombres sino «signo sacramental del Dios encarnado»?

No obstante, es verdad que en Navidad podemos recibir también obsequios y presentes que no sean libros. Es más, el regalo navideño por excelencia es, como decía Chesterton, Cristo mismo, que en estas fechas viene a nuestro encuentro. Uno de esos encuentros obsequiosos, una de esas conversiones fulgurantes e inesperadas, al estilo de la de nuestro García Morente, es la que el día de Navidad aconteció al poeta y dramaturgo francés, Paul Claudel.

Cuando contaba 18 años, el 25 de diciembre de 1886, el joven escritor, agitado por los vientos de la incredulidad y atraído por una curiosidad puramente secular, acudió a los oficios religiosos de la catedral de Notre-Dame de París. Así lo contó él mismo en el artículo publicado en 1913 en el semanario Reveu de la Jeunesse, titulado Ma conversion:

«Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable».

Pero, volviendo a los libros, aparte de los memorables capítulos iniciales de Mujercitas (1868) de Louisa May Alcott, del famosísimo Cuento de Navidad, también conocido como Canción de Navidad (1843) de Charles Dickens, y en nuestra patria, de los Cuentos de Navidad y Reyes (1902) de Emilia Pardo Bazán, en el mundo literario podemos encontrar algunas otras obras que nos reconducen a la Navidad. Y aunque muchas de ellas no sean puramente católicas, quizá puedan ayudarnos a alejarnos del maremágnum de consumo y secularismo que se ha adueñado de estas fechas, y así podamos acercarnos a un ambiente de misteriosa alegría y llana sacralidad como primer paso para poder volver a la esencia de la verdadera Navidad.

Por ejemplo, Chesterton –otra vez, Chesterton–, resalta un aspecto muy cristiano de estas fiestas navideñas: el que apela a la compasión y en último termino la caridad para con los más desfavorecidos. Así dice:

«La Navidad está construida sobre una paradoja hermosa e intencional: que el nacimiento del que no tuvo casa para nacer sea celebrado en todas las casas. Pero hay otro tipo de paradoja no intencional y ciertamente no es nada hermosa: está muy mal que no podamos desenredar del todo la tragedia de la pobreza. No está bien que el nacimiento del que no tuvo casa para nacer, celebrado en el hogar y en el altar, vaya a veces sincronizado con la muerte de gentes sin hogar en asilos y en barrios pobres».

Este aspecto podemos encontrarlo expuesto en lo literario de la mano de Hans Christian Andersen y su cuento La pequeña vendedora de fósforos (1845), en el que el maestro danes, al relatarnos la historia de una pequeña y pobre vendedora callejera de cerillas en una una gélida víspera de Año Nuevo, nos habla de la muerte, de la pobreza y de que el mayor de los consuelos no está aquí, sino en el Cielo, o en el ya citado, Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens, en el que un viejo avaro se encuentra con un fantasma la noche de Navidad y donde el autor defiende una cierta concepción de los valores familiares y de la idea de la naturaleza expansiva y difusiva de la bondad y de la caridad.

También en la novela Elena (1950), de Evelyn Waugh, hay una hermosa evocación de la Navidad. El libro traza un relato sobre santa Elena y el descubrimiento de los restos de la santa Cruz en Tierra Santa. Su capítulo titulado Epifanía, contiene una oración muy especial de Santa Elena, cuando esta llega a Belén en la Fiesta de los Reyes Magos y se encuentra con una recreación de su venida. En esa oración la santa ruega a los Magos por ella y por su hijo Constantino (que todavía no estaba bautizado), y les pide un regalo navideño muy especial:

«Orad por mí, primos míos, y por mi pobre hijo. ¡Que también él encuentre antes del fin sitio para arrodillarse en la paja! Orad por los grandes, para que no perezcan del todo. Y orad por Lactancio, y Marcias, y los jóvenes poetas de Tréveris, y por las almas de mis salvajes y ciegos antecesores; y por su astuto adversario Ulises, y por el gran Longino… Por Él, que no rechazó vuestros curiosos regalos, orad siempre por los hombres cultos, oblicuos y delicados. ¡Que no se les olvide del todo en el trono de Dios cuando los simples entren en su reino!».

Un pasaje muy íntimo de Waugh, lo que cuadra con la confesión contenida en una carta personal a uno de sus amigos cercanos, de que Elena fue el único de sus libros que alguna vez leyó en voz alta a sus propios hijos.

Y finalizo igual que empecé, con Chesterton, y en este caso con su obra El hombre eterno (1925). El capítulo titulado El Dios en la cueva es uno de los textos más ricos y maravillosos que ilustran el sentido verdadero de la Navidad. Al igual que en el anterior pasaje, Waugh llama la atención sobre los sabios, sobre los que parecen saber más que los demás, Chesterton nos descubre aquí que Cristo no solo vino por esos filósofos y poetas, sino también por los pastores, a quienes identifica como los guardianes de las viejas y nuevas tradiciones:

«Ningún otro nacimiento de un dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad; es demasiado frío o demasiado frívolo, o demasiado formal y clásico, o demasiado simple y salvaje, o demasiado oculto y complicado. (…). La verdad es que hay un carácter bastante peculiar y propio en la dependencia de esta historia sobre la naturaleza humana. No es algo que se refiera a su sustancia psicológica, como ocurre en la leyenda o en la vida de un gran hombre. No es algo que haga volver nuestras mentes hacia la grandeza, hacia esas vulgarizaciones y exageraciones de la humanidad que son transformadas en dioses y héroes, aun en el caso más saludable de culto al héroe. No es algo que nos haga volver la cabeza hacia lo externo, hacia esas maravillas que podrían encontrarse en los confines de la tierra. Es más bien algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestro sentimiento hacia las cosas pequeñas o hacia los pobres. Es algo así como si un hombre hubiera encontrado una habitación interior en el mismo corazón de su propia casa, un lugar que nunca había sospechado, y hubiera visto salir luz de su interior. (…). Es el discurso quebrado y la palabra perdida que se hacen positivas y se mantienen íntegras mientras los reyes extranjeros desaparecen en la lejanía y las montañas dejan de resonar con las pisadas de los pastores».

Que tengan una feliz y santa Navidad.