14.05.22

La inmortalidad y los libros: Swift, Borges, Tolkien y R.A. Rafferty

                  «La inmortalidad». Obra de Henri Fantin-Latour (1836-1904).

  

  

«Y desde arriba me dio reposo inmortal, y llegué a ser como la tierra que florece y se regocija en sus frutos».

Odas de Salomón, 11,12

  

«El hecho de que nuestro corazón anhela algo que la tierra no puede proveer es la prueba de que el cielo debe ser nuestro hogar».

C. S. Lewis

 

      

Nacemos con el ansia de ser inmortales. Hay en ello una atracción que va más allá de la mera preferencia personal, o de la búsqueda del placer o la satisfacción de un deseo. Es algo orgánico, inmanente, que forma parte de nuestra naturaleza, pero, como también intuimos algunos, igualmente de nuestro telos. Por ello es una idea tan formidable y atractiva. Todos hemos pensado alguna vez en lo bueno que sería ser inmortal. Y aunque estamos destinados a serlo, el momento y el lugar no es ni aquí ni ahora, ni tampoco lo será en la manera en que podemos tratar de imaginarlo. Esta vida terrenal podrá ser calificada quizá como una sala de espera, o un campo de entrenamiento, o un salón de belleza, pero no es, desde luego, lugar para la inmortalidad. No, definitivamente no lo es.

Sin embargo, para fraseando a la poetisa norteamericana Emily Dickinson, ese deseo nos «mordisquea el alma». Nace con nosotros, nos sigue con pegajosa insistencia y, aun tiempo, semeja ser una ilusión, pues, como nos recuerda sordamente la muerte, todo parece acabar un día.

La consecuencia de ello es una angustia existencial. Muchas obras literarias reflejan esta congoja, y por lo tanto, nos hablan del a priori fracaso humano de aspirar a una vida sin fin. Siglo tras siglo, los hombres hemos llevado a cabo innumerables intentos creativos para evitarla, para evadirla, o al menos para posponerla. Pero su mayor obstáculo, la muerte, muestra, una y otra vez, una tozudez inquebrantable, «pues está establecido para los hombres que mueran una sola vez».

A veces, esta desazón aparece reflejada de forma evidente, como en la recopilación de cuentos orientales de Las mil y una noches, donde Scherezade cuenta literalmente historias, noche tras noche, con el único objeto de alargar su vida. Pero normalmente esta aflicción se ha expresado de manera más sutil, pues como reflejó el poeta inglés Keats de forma tan conmovedora en su Oda sobre una urna griega (1820), el arte, en este asunto, se reduce a un modo de expresión, pero no es ––ni puede ser–– la respuesta final al problema:

«La belleza es verdad y la verdad belleza»…

Nada más se sabe en esta tierra y nada más hace falta aquí».

Aun así, incluso asumiendo los límites de nuestras capacidades humanas, seguimos acudiendo al arte y buscamos en él, ya sea como artistas, ya sea como espectadores, la pequeña parte que añoramos merecer en las «intimidades de la inmortalidad» cantadas por el poeta. Y aunque no la encontremos allí ––pues no es ese su lugar––, el arte nos consuela y nos da esperanza, al tiempo que nos aclara algunas cosas.

Porque, ciertamente, el arte puede iluminarnos, aunque sea solamente un poco. Pero precisa de ayuda, una ayuda que se encuentra en cada uno de nosotros; que está en nuestra imaginación. La confluencia de uno y de otra nos ayudará a comprender por qué no solo no sería posible, sino tampoco bueno, ser inmortales aquí y ahora.

Jonathan Swift, Jorge Luis Borges, J. R. R. Tolkien y R. A. Rafferty hacen esa labor cautelar de formas diferentes, aunque igualmente eficaces y amenas. El británico aborda el tema en su famosa obra Los Viajes de Gulliver (1726), cuando nos cuenta la estancia del protagonista en las tierras de los struldbruggs, los hombres inmortales; el escritor argentino lo hace con su cuento titulado, inequívocamente, El inmortal (1947); el profesor inglés lo trata en su opus magnum, El señor de los anillos (1954-55); y el norteamericano R. A. Lafferty, en su relato corto, de extraño nombre, Novecientas abuelas (1970).

En un episodio muy curioso de la tercera parte de Los viajes de Gulliver (la cuestión sería determinar si es que hay alguno que no lo sea en ese libro), durante su estancia en el país de Luggnagg, el protagonista se maravilla de que algunos de sus habitantes hayan nacido en un estado de inmortalidad. Tal descubrimiento le lleva a preguntarse qué haría él mismo si fuera inmortal, lo que provoca la risa de los luggnaggianos, quienes finalmente le explican que un struldbrugg (su palabra para referirse a tales seres) tiene vida perpetua, pero no juventud eterna. Gulliver se hace cargo de la maldición que realmente supone esa inmortalidad cuando conoce personalmente a los struldbruggs, de los que le repugna su deformidad y senilidad, y «cuyo agudo apetito por la perpetuidad de la vida se ha reducido mucho». Además, descubre que los inmortales son «despreciados y odiados por toda clase de personas». Sea cual sea la razón última que Swift tenía en mente al crear en esta concreta sátira (sobre la que persiste una intensa discusión), lo cierto es que la imagen que muestra de la inmortalidad es claramente negativa.

Por su parte, Jorge Luis Borges, trata del asunto en su narración, El inmortal. Es sabido que en el escritor argentino el concepto de infinito es un tema recurrente, que se muestra en su obra, una y otra vez, como sujeto a un eterno retorno, semejando una suerte de obsesión. Los relatos titulados El libro de la Arena, El Aleph, y La biblioteca de Babel, son solo unos pocos ejemplos. Pero esta inquietud alcanza un punto álgido con el relato que nos ocupa. En él, el escritor porteño anuda el problema de la inmortalidad con otro de sus temas obsesivos igualmente conectado con el del tiempo: la memoria. El inicio del cuento contiene una referencia a una sentencia de Francis Bacon, que a su vez se refiere a otra de Platón en la que el filósofo clásico afirma que todo conocimiento es memoria. El relato recoge el guante a través de la presencia reiterativa de una palabra clave: recuerdo. Basándose en él, Borges muestra el tranquilo horror que la inmortalidad ofrece a sus partícipes. Las siguientes palabras expresan bien la pesadilla:

«Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales».

Y es que, en un lapso de tiempo infinito, a un hombre le sucederían todas las cosas, lo que difumina la identidad, la individualidad, y el concepto de humanidad mismo, y reduce todo al absurdo y al misterio: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres».

Tolkien, en su grandiosa obra, El señor de los anillos, como no, trata también el tema. En una de sus cartas lo reconoce explícitamente:

«(…) trata de la muerte y el deseo de inmortalidad. ¡Lo que apenas es más que decir que se trata de un cuento escrito por un hombre!».

Y como casi siempre, el autor británico nos habla de forma indirecta, y en cierto modo, como a través de un espejo. Nos muestra la mortalidad como un gran regalo, y a su aceptación por el hombre como la gran prueba de fuego de su virtud. Sus grandes personajes, Aragorn y Frodo, se resignan a su tiempo limitado en la tierra y parten, con esperanza, a la hora señalada, pues para Tolkien:

«Un divino castigo es también un divino don si se lo acepta, pues su objetivo es la bendición final, y la suprema inventiva del Creador hará que los castigos produzcan un bien no alcanzable de otro modo: un hombre mortal tiene probablemente (diría un Elfo) un destino más alto, si bien no revelado, que un ser longevo».

Más, frente a ello, los malvados se resisten, buscando formas siempre nuevas de prolongar su control sobre la vida y, por tanto, ansiando obtener la inmortalidad. Recordemos que la forja de uno de los Anillos de Poder tiene como objetivo lograr para los hombres una vida sin fin. Pero se trata de una longevidad eterna, corruptora y falsa, cuya insana búsqueda es el motivo, tanto de la caída de Númenor, como de la depravación de Gondor. Y así nos lo recuerda Tolkien:

«Intentar por algún recurso o “magia” recuperar la longevidad es, pues, la suprema locura y maldad de los mortales. La longevidad o la falsa «inmortalidad» (la verdadera inmortalidad está más allá de Eä) es el principal anzuelo de Sauron: convierte a los pequeños en un Gollum, y a los grandes en un Espectro de los Anillos».

Por último, el escritor católico de ciencia ficción, R. A. Lafferty, aborda el asunto en su cuento de título cuantitativamente entrañable, Novecientas abuelas. En él nos habla del descubrimiento por parte de un grupo de expedicionarios galácticos, de un tipo de seres, los cordiales proavitois, habitantes del gran asteroide Proavitus, cuya más destacada cualidad es, al menos para los hombres que dan con ellos, su inmortalidad. El autor inicia el relato haciéndonos ver la reacción de los exploradores ante tal hallazgo. La mayoría de los expedicionarios, encabezados con el líder de la misión, piensan en el poder que les atribuiría poseer el secreto de esa inmortalidad, pero uno de ellos, Celan, parece tener una preocupación muy distinta:

«–¡Pero si los primeros viven todavía, entonces es posible que sepan cuál fue su origen! ¡Sabrán cómo empezó todo!».

Hete aquí dos aspectos del mismo afán. Uno, evidente, el poder en el que piensan la mayoría de los expedicionarios, y el otro, más borroso, el del conocimiento que esgrime el protagonista. Un afán común que no es otra cosa que el deseo de ser como dioses. Lo curioso es que ninguno de ellos, ni tan siquiera Celan, se interroga al respecto de lo que supondría para el hombre la inmortalidad. Sin embargo, el autor, probablemente inspirado –al igual que Swift–, en el relato clásico de la sibila de Cumas contado por Ovidio, nos lo muestra con la descripción del mundo somnoliento y capitidisminuido de los inmortales proavitois, reducidos sin cesar a tamaños más diminutos y a una actividad vital que va menguando con el paso del tiempo, sumida en el sueño y, por tanto, cada vez menos humana.

Quizá por todo ello lo mejor será olvidarnos del asunto en esta vida, pues, como nos recuerda Emily Dickinson, siendo como es un secreto –y uno de los más grandes–, no nos corresponde a nosotros desvelarlo:

«Que todo charlatán

De sus labios sellados tome ejemplo,

El único secreto que guardamos

Es la Inmortalidad».

2.05.22

Ilustración, belleza, educación

       «Vista sobre los acantilados de Møns». Obra de P. C. Scovgaard (1817-1875).
   

 

 

«Lo que la imaginación toma por belleza debe ser verdad, haya existido antes o no».

John Keats

  

  

Decía el poeta romano Horacio que «la pintura es un poema sin palabras», en una fórmula que ya había sido enunciada muchos años antes por Simónides de Teos, en el siglo V a. C., en su biunívoca sentencia según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la poesía es pintura que habla». Si como yo creen ustedes que esto es realmente así, convendrán en que nuestra obligación será ofrecer a los niños raciones a manos llenas de esa poesía silenciosa. Pero… ¿Cómo hacerlo? Una de las maneras podría ser prestando atención no solo a la calidad literaria de los libros, sino también a la de sus ilustraciones. Lamentablemente, la industria editorial prosigue en una tendencia que está lejos de lo que hasta hace no mucho era considerado bello.

Los libros infantiles y las ilustraciones mantienen una relación muy especial. Los niños comienzan sus primeros acercamientos literarios a través de las imágenes, aun antes de saber leer. La imagen les lleva de la mano y les ayuda ante el reto de las palabras, aclarando su sentido y enriqueciendo su imaginación. Pero, atención, ya que las imágenes podrían terminar por empobrecer esa imaginación si no hay en ellas belleza.

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1.04.22

De libros, padres e hijos

                                                          La portada del libro. 

  

  

  

«Al final, poco importará si escribimos bien o mal, si luchamos con cañas o mayales. Pero si importará, y mucho, en que lado luchamos».

G. K. Chesterton

  

  

  

Tengo el gusto de anunciarles que hoy viernes, 1 de de abril, sale a la venta mi primer libro: De libros, padres e hijos: Guía para convertir a niños y adolescentes en lectores entusiastas.

Se trata de una obra dedicada a todos los que, como yo, son padres, y a quienes estén en trance o situación de serlo, o si quiera tengan esa esperanza, así como también a todo aquel que quiera acercar a un niño a la lectura.

Escrita con pasión y dedicación, me ilusiona especialmente, no solo por el entusiasmo y alegría que acompaña a las primeras cosas, si no también porque en ella han colaborado mis dos hijas con las ilustraciones y los adornos caligráficos, lo que le da a la obra un aire de familia muy especial para mí.

Les ofrezco una ficha del mismo y, como una pequeña muestra y adelanto de intenciones, su Prefacio:


«Tengo que comenzar con una pequeña observación: esta no es una guía al uso ni trata de serlo. Si bien su título remite a una determinada familia, la de las guías, la especie que representa es rara, porque, aunque la obra responde a la estructura y finalidad típica de estas, su enfoque y perspectiva son infrecuentes y creo que necesarios. Infrecuentes, porque no resulta fácil encontrar en el panorama editorial español, y especialmente en esta materia, el punto de vista de un padre, y menos expuesto a través de su experiencia en la educación de sus hijos. En mi caso, de mis dos hijas, que corretean en un ir y venir sosegado entre estas páginas. Y necesario, porque visto aquello a lo que hoy van a abrevar, literariamente hablando, nuestros hijos, parece urgente dar una voz de alto e intentar establecer un orden donde creo que no lo hay.

Pero advierto de que no se trata de mi orden. El libro bebe de muchas y muy diversas fuentes autorizadas, tamizadas por el cedazo de la tradición, y se resuelve en un puñado de títulos y de recomendaciones de lectura para niños y adolescentes, resultado de sumar a esas fuentes el gusto de mis hijas y mi propio consejo. Porque esta guía, además de orientar, busca despertar en las conciencias de sus lectores (preferentemente, padres y educadores) la inquietud de vigilar y observar a los niños y a los jóvenes, y de hacerles amar la lectura acompañándolos por un sendero muy peculiar: el de la belleza y el conocimiento poético, a fin de despertar en sus almas la disposición a la virtud a través de la lectura.

Creo que una educación basada en los grandes y buenos libros y asentada en la imaginación y el asombro es una necesidad de hoy. Pero no se trata de una tarea elitista y enfocada solo a unos pocos. Como padre, soy consciente de que ni los niños pueden ser sometidos a sesudas sesiones de lecturas profundas, ni los tiempos cibernéticos en los que nos encontramos permitirían tal cosa. Por eso, alternados con libros de calidad, en el volumen se encontrarán autores y obras menores a los que en forma coloquial denomino chuches, que sin perder del todo el tono ayudarán a que el amor a la lectura no naufrague ante las primeras olas.

Y así, en estas páginas podrán tropezarse con los Grimm, Perrault y Andersen y sus hadas y maravillas; con Carroll y Lear y el disparate y el sin sentido; con MacDonald, Lewis y Tolkien y la fantasía heroica; con Barrie, Grahame y Saint-Exupéry y la imaginación asombrosa; con las viejas leyendas sobre el valor heroico (los mitos griegos y nórdicos, las leyendas artúricas y los romances de gesta, Shakespeare y Cervantes); con los relatos de viajes extraordinarios e iniciáticos (Defoe, Swift, Verne, Ballantyne, Marryat); con la trascendencia mística, la lucha y la entrega a algo más grande que uno (las leyendas artúricas, Lewis, Tolkien). También hay sitio para las historias so- bre el valor de la familia, la maduración y el crecimiento personal, el amor y la entrega a los demás (Austen, Alcott, Spyri, Collodi, Montgomery, Nesbit, Hodgson Burnett); con la literatura de la aventura como liberadora de cadenas y fuente de lucidez (Ballantyne, Kipling, Burroughs, Stevenson, Dumas, Salgari, Sabatini), con el encanto de lo cotidiano (Dickens, Cervantes, Grahame, Milne, Baroja, Chesterton, Ingalls Wilder), con el secreto de la poesía (Dante, Shakespeare, Wordsworth, Keats, Blake, Stevenson, Tennyson, Quevedo, Lorca) y finalmente, con la puerta de la Verdad (La Biblia). Y entre unos y otros, de vez en cuando, chuches, como las series de Enid Blyton o el Guillermo de Richmal Crompton.

Todos ellos no serán solo títulos, sino llaves y portones, caminos y senderos, mapas y cartas de navegación, brújulas y compases que, espero, puedan servir de ayuda a otros padres y otros hijos en la ruta que todos hemos de recorrer en nuestras vidas. Se que, aunque la lectura de los libros es una entrada al mundo espiritual, tal y como decía Proust, no es el elemento que lo constituye. Por eso es importante prestarles la atención debida y no más, para que no se conviertan en un fin en sí mismos y, en lugar de ayudarnos a conocer la realidad, terminen suplantándola y alejándonos de ella.

Desde estas páginas —paradójicamente, desde un libro—, trataré de que la próxima vez que se acerquen a sus hijos (o nietos o sobrinos, o cualquier otro niño), lo hagan acompañados de los buenos y grandes libros que aparecen en este volumen».

23.03.22

Poesía una vez más

                              «Viento del mar». De Andrew Wyeth (1917-2009).

 

   

«Ya es hora de que finalmente pienses en tu propio hogar, si realmente es tu destino regresar con vida y llegar a tu bien construida casa y a tu tierra natal».
Homero. La Odisea

  

«Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes: el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es».
Friedrich Hölderlin

  

 

Siempre termino hablándoles de poesía. De forma recurrente, cada cierto tiempo, aflora a través de mi pluma un ansia poética. Lo cual es extraño, pues no soy poeta. Solo soy un torpe aprendiz de amante y de cantor, aunque quizás eso baste. Al menos parecía bastarle a san Agustín, que decía aquello de que el canto es lo que hace el amante, el amante que contempla una cosa bella. ¿Y qué es la poesía verdadera sino música y belleza? Por ello, el recibir unos magníficos versos de un amigo poeta (José A. Ferrari) me ha motivado a hablarles de nuevo de poesía; un bello poema que trata de todo aquello de lo que les hablo en este blog, y que por cierto, comparto con ustedes al final de esta entrada.

Sin embargo, hoy muchos se preguntarán para qué, ¿para qué deberían los jóvenes leer o escuchar poesía? ¿Podría quizá ayudarles a ser unos más exitosos ejecutivos o poderosos empresarios? ¿Les podrá convertir en unos competentes y prestigiosos profesionales, sea o lo que sea esa profesión? ¿De qué puede servirle la poesía a un prematuramente envejecido, neurótico y sufriente joven de hoy, que trata de trepar por la resbaladiza y equívoca pendiente de la ambición política o empresarial? Aunque, pensado en términos modernos, tampoco parece que unos versos, por muy hermosos y auténticos que sean, pudieran servir de mucho al aprendiz de carpintero, panadero o granjero. ¿No? ¿No es, por tanto, evidente su inutilidad?

Yo no estaría tan seguro. De hecho, mi convicción es la contraria. Ya que, aunque no lo sepamos, aun a pesar de que ni siquiera lo sospechemos, precisamos de su ayuda, por muy poca y deficiente que sea, en esa nuestra misión de encontrar el camino de vuelta a casa. Porque la poesía es hermosa, y eso es ya una bendición. Pero es que, además, nos aporta conocimiento de lo que es verdadero, sin que deba importarnos que a los ojos del mundo se trate de un conocimiento inútil, tan inútil como pueda parecerlo un hermoso amanecer o la primera sonrisa de un recién nacido.

Y como quiero ayudar en lo que pueda a su difusión, a su propagación, a su contagio, no solo comparto con ustedes esos inspirados versos de mi amigo el poeta, sino que les convoco a visitar un nuevo blog que he construido bajo los principios que inspiran este y que he bautizado como La memoria poética. Un lugar donde, entre hermosos versos y bellas imágenes, acumularé algunos de mis poemas favoritos, aquellos que ya he compartido con mis hijas y que deseo compartir con ustedes y con sus hijos. Espero que sea de su agrado.

 

De libros e hijos
-Un envío a los padres-

A don Miguel Sanmartin Fenollera

El niño es un libro por dentro
y el libro por fuera es infancia,
no rompas los cueros que aúnan
los odres nuevos de la Gracia.

Un libro renueva la vista
que debes poner en tus hijos;
y el niño recrea una historia
leída, quizás, en tus libros.

Por libros no dejes un tiempo
dorado que luego no vuelve;
saber admirar la inocencia
es otra virtud que se aprende.

Tampoco abandones lecturas
jugando al azar tu rutina,
las horas se escurren al mando
de nuestra zozobra y fatiga.

Un lazo invisible entrelaza
la literatura y la vida;
hay niños venciendo dragones
y alcobas con hadas madrinas.

Contempla una página antigua
y luego unas manos pequeñas…
verás que las dos realidades
descifran un cielo de estrellas.

2/III/2022

José A. Ferrari



  

7.03.22

La Edad Media en la literatura: 10 recomendaciones

     «La leyenda de san Jorge». Obra de Maximilian Liebenwein (1869–1926).

 

 

   

«Porque los que entonces solían amar se complacían en proclamarse corteses y valerosos, y generosos, y honorables».

 

Chretién de Troyes. El caballero del león. 

 

  

 

Ningún período de la historia ha sido tan incomprendido y subestimado como la denominada Edad Media. Y no se trata solo de un prejuicio moderno, si no que es algo que tiene su origen  mucho más atrás.  

Todo eso de que el Medievo es una de las peores etapas históricas, sino la peor, se nos viene contando con una constancia sospechosa, prácticamente desde el Renacimiento. Una y otra vez, a lo largo de más de cinco siglos, se ha venido repitiendo machaconamente, la cantinela de que la Edad Media fue un periodo histórico marcado por el retroceso cultural, científico y técnico, dominado por la superstición, y asolado por tres de los cuatro jinetes de El Apocalipsis: la guerra, el hambre y la muerte. Pero lo cierto es que, lejos de todo ello, esta presunta Edad Oscura podría describirse mejor como una Edad Brillante, una época sorprendente de progreso en la ciencia, el arte, la filosofía o la medicina, y de una profundidad espiritual que bien querríamos para nuestros días. Un tiempo sobre el que bien podríamos imaginar, sin dificultad alguna, al cuarto jinete cabalgando en su montura blanca. 

Para nuestro consuelo, la reciente historiografía medieval, de la mano de nombres tan prestigiosos como Jacques Le Goff, George Duby, Régine Pernoud, Christopher Dawson, y en España Emilio Mitre, José Orlandis, Luis Suárez o María del Carmen García Herrero, entre otros, ha puesto las cosas en su sitio, aunque a nivel popular todavía predomine la errónea visión de una época atrasada que es mejor olvidar. 

Pero, ¿cuál sería el porqué de esta nefasta imagen? Algunos han sostenido que se debe a la confluencia de varios factores, como «el fanatismo de la Ilustración, el odio al papado del protestantismo, el anticlericalismo francés y el esnobismo clasicista del Renacimiento». Podría ser, porque suena bastante convincente, pero, sea o no sea así, de lo que no parece haber duda es de que, esta negativa concepción, tiene que ver con una constante hostilidad frente a la razón basal de su florecimiento: el cristianismo. 

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