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19.10.20

Capitanes intrépidos o las bondades del patriarcado

                      
              «La advertencia de la niebla». Obra de Winslow Homer (1836-1910).

 

 

«Debo volver a los mares de nuevo, 

A la errante vida gitana,

A la manera de la gaviota y la ballena, 

Donde el viento es como un cuchillo afilado;

Y todo lo que pido es una alegre historia 

Junto a un compañero de aventuras».

 

John Masefield 

 

 

 

El argumento de la novela de Rudyard Kipling Capitanes Intrépidos (1896), puede ser resumido en unas breves frases, como las usadas en su día por la mítica revista literaria Novelas y Cuentos«Libro clásico de aventuras, la obra narra las peripecias de Harvey Cheyne, un niño malcriado e hijo de un multimillonario, que, tras caer al mar desde la cubierta de un lujoso vapor, es recogido por un barco de pescadores».

Como en una de sus obras anteriores, El libro de la Selva (1894), en esta historia Kipling nos presenta a un muchacho a quien las circunstancias fuerzan a vivir en un nuevo entorno y que se ve profundamente afectado por la experiencia. A diferencia del niño de El Libro de la Selva, Mowgli, que no es más que un bebé cuando es adoptado por los lobos, el protagonista de Capitanes intrépidos, Harvey Cheyne, tiene 15 años, y cuando una ola fatal lo arranca de la cubierta de un transatlántico, lo arroja al océano y cambia por completo su vida, ya ha adquirido malos hábitos (los propios del hijo caprichoso y consentido de un millonario). Tras caer al mar, Harvey es providencialmente rescatado por un pescador portugués, Manuel, y llevado al barco pesquero del que este procede, el Estamos aquí, un balandro del puerto de Gloucester, Massachusetts, que navega hacia las aguas de Terranova bajo el mando del veterano capitán Disko Troop. De esta manera, Harvey se ve obligado a pasar la temporada de verano en los grandes bancos del Atlántico Norte, pescando bacalao como un tripulante más del navío. Cuando el Estamos aquí regresa a Gloucester, Harvey se reúne con sus padres como un joven distinto, maduro y dispuesto a afrontar las responsabilidades de una vida adulta, tras haber adquirido en la travesía los atributos morales que le hacen un digno hijo de su padre.

                              Ilustración para la novela de Zdenek Burian (1905-1981).

En cartas a amigos, Kipling describió Capitanes intrépidos como una «pequeña historia en prosa»«una historia de niños», incluso un «boceto para un mejor trabajo», y solo ocasionalmente como una verdadera «novela». Finalmente, poco antes de su publicación, escribió a William James anunciándole que el «cuento largo» estaba terminado. Todos estos calificativos, junto a su breve extensión, conducen a ver la historia como una fábula, una fábula que versa sobre el crecimiento y la madurez, así como sobre la importancia que para el éxito de esta vital empresa, que es hacerse hombre, supone el reconocimiento de la autoridad, sus reglas y su asunción y respeto.

En la obra se abordan tres temas centrales que se entremezclan: el paso del protagonista de la infancia a la juventud, la trascendencia de la paternidad en este proceso (que da título al libro: los capitanes intrépidos y valientes son los dos padres: el capitán de la goleta pesquera, Disko Troop y el empresario y naviero, Mr. Cheyne, ambos modelos paternos para Harvey) y la importancia de la amistad en la adolescencia (entre el protagonista Harvey Cheyne y el hijo del capitán, Dan Troop). Todos ellos son desarrollados en un ambiente propicio, sano y duro, que facilita la rehabilitación moral y el crecimiento espiritual y madurativo del protagonista. Ese ambiente beneficioso representa lo que hoy, despectivamente, se denominaría en la «neolengua» dictatorial que nos asola «el patriarcado». Pero vayamos por partes.

Kipling trató con esta historia de resaltar algo de lo que estaba absolutamente convencido y que ya había esbozado, más tenuemente, en su anterior libro juvenil El libro de la Selva; a saber, que la mejor manera en que un joven puede alcanzar su destino de hombre es conviviendo con hombres ––y esto comienza con un padre como es debido–– y en un ambiente de hombres. Un mundo de hombres regido por reglas que se arbitran y se aplican sobre una estructura de autoridad piramidal a la que se escala desde la base. Ese mundo, llamado hoy, peyorativamente, «patriarcado», no es, ni más ni menos, que la camaradería entre hombres que se unen para afrontar un trabajo difícil o peligroso. Una camaradería que se soporta en una jerarquía y en una disciplina, y que a su vez se asienta en una necesidad de orden y eficacia: en el imperativo de hacer, de proteger a los propios, de cultivar la tierra, de pescar, de cazar, de construir hogares, caminos, templos y puentes, de comandar barcos, de escalar montañas, de forjar espadas y azadas, de blandirlas sin temor y descanso, de atravesar selvas y desiertos, de llevar la cruz y la esperanza a través de ellos, de pilotar aeronaves, de hacer llegar cohetes a los cielos, de excavar minas en las profundidades de la tierra y del mar, en suma, de luchar por la vida, el bien y la verdad. Cientos de cosas, básicas unas, sofisticadas las otras, que hoy damos por supuestas en nuestro cómodo mundo moderno, sin darnos cuenta de que, no solo lo sostienen y apuntalan desde el pasado, si no que todavía hoy siguen haciéndolo gracias al esfuerzo colectivo y ordenado de muchos hombres en condiciones durísimas y esforzadas. Hombres corrientes en desarrollo de labores cotidianas, duras y peligrosas, y en este sentido, épicas.

Y todo ello, reposando en la elemental y atávica relación padre/hijo, tan conflictiva, pero tan fecunda y profunda. Tanto es así, que es el tipo de relación que nos une con la Divinidad. 

Los tripulantes del Estamos aquí a veces se pelearán entre sí, en ocasiones discreparán de las decisiones de su capitán, en otras, protestarán, desesperarán y desearán encontrarse en otro lugar, pero, siempre, siempre, cuidarán unos de los otros, siempre se enseñarán unos a otros, y siempre  obedecerán a quien saben que es su superior, en el que confían y a quien se encomiendan en los peligros y las vicisitudes: su capitán. Y el protagonista hace suyo muy pronto este código de vida.

 
                                                   Varias ediciones de la novela.

El mar es un buen escenario para representar este drama humano tan viejo como la humanidad, pero que hoy se proscribe en casi todas partes. Se trata de la representación de una historia arquetípica en un ambiente marino, una historia que celebra la fidelidad, la compasión, el honor, la amistad, el sacrificio y el servicio.

Es en ese mundo en el que, de improviso, aterriza (ameriza, sería más apropiado), Harvey Cheyne, un chico malcriado, presumido y displicente, que disfruta de una vida cómoda, pero que no sabe lo que cuesta ganarla. La accidentada caída propicia su inmersión en las aguas, de las que emerge a un nuevo mundo propedéutico, con su propia instrucción, aplicada a través de una paideia de choque (el aprendizaje como tripulante y pescador en una goleta de pesca), una enseñanza que pronto da sus frutos haciendo de él un hombre. Su estancia en el velero le lleva a aprender a marchas forzadas el duro oficio de pescador y a entablar amistad con Dan, el hijo adolescente del capitán, dos circunstancias que se revelarán decisivas en su camino hacia la madurez. Harvey y Dan se convierten en amigos íntimos, aunque no sin desencuentros y roces ocasionales que no hacen más que fortalecer sus lazos. Sus aventuras incluyen conocer a fondo el rudo y penoso trabajo del pescador, salando el bacalao y empacándolo, ser testigo del hundimiento de otro barco pesquero abordado por un transatlántico, ayudar en el salvamento de alguno de sus tripulantes y llevar a cabo peligrosas escaramuzas con tiburones. En el microcosmos de la goleta pesquera, despojado de su antigua identidad al igual que de la segura cobertura de sus padres, Harvey debe asumir nuevos hábitos, nuevos comportamientos y una nueva perspectiva sobre su lugar en el mundo, desempeñando el papel de un hombre entre un grupo de hombres, sujeto al código común de camaradería que asegura la supervivencia de la, extraña para él, comunidad que le ha acogido: trabaja duro, escucha las historias entre melancólicas y heroicas de sus compañeros y canta canciones con ellos, como uno más de ellos.

Así, con la lectura de este libro, lo chicos podrán acercarse, como decía otro maestro de las aventuras marítimas, Joseph Conrad, al «mar y a los barcos como pruebas de la virilidad, del temperamento, del coraje, la fidelidad, y del amor», en una historia que muestra como un niño mimado se hace hombre.

Y no me resisto a terminar sin incluir un texto de John Senior que ilustra bellamente el fin espiritual de esa camaradería forjadora de hombres:

«El propósito inmediato (práctico) de beber una taza de café es simplemente mojar un bizcocho. Su propósito próximo (ético) es la comunión personal de los cowboys (sí, los cowboys existen; Will James tenía razón), de pie, junto al fuego del campamento, con los sombreros curvados por la lluvia, el agua cayendo sobre los chubasqueros y sobre las espuelas, mientras el líquido amargo se desliza a través de sus gargantas y llega hasta el corazón de su camaradería. El propósito remoto (político) del café y del fuego del campamento es hacer americanos –nacidos en la frontera, libres, francos, amistosos, susceptibles con el honor, despreciativos con los obstáculos, amantes de los caballos, devotos de las águilas y de las mujeres… Pero el fin último es espiritual. Para un muchacho, beber una taza de café bajo la lluvia con un grupo de vaqueros es, como dijo Odiseo sobre el banquete de Alcinous, una cosa que roza la perfección». 

La restauración de la Inocencia, 1994, John Senior (1923-1999).

9.10.20

La línea de sombra de Conrad

          «Sin viento». Obra de John Conrad Berkey (1932-2008).

 

 
 
«Uno avanza y el tiempo avanza también. Hasta que uno descubre ante sí una línea de sombra que le advierte de que la región de la primera juventud también debe ser dejada atrás». 
 
Joseph Conrad. La línea de sombra
 
  
«Tan ocioso como un barco pintado, 
sobre un océano pintado».
 
Samuel Taylor Coleridge. Rima de un anciano marinero
 
 
 
En estos tiempos relativistas que vivimos, la influencia de la cultura en la comprensión del arte todavía es una verdad compartida, aceptada con poca discusión por la mayoría de nosotros. Los códigos implícitos, los simbolismos, las alusiones, las correspondencias, las relaciones intertextuales, todo un entramado de comunicación tácita se nos revela decisivo para entender aquello que el artista hace y que resulta fundamental para poder disfrutarlo y amarlo. Pero todo eso, en lo que los críticos se detienen con frecuencia y que valoran de forma, a veces, exagerada, se pierde hoy, y con ello se esfuma el mensaje mismo de aquello que el artista trata de decir. Las nuevas generaciones crecen en una tierra baldía, huérfana de significados, amputada de símbolos, desacralizada y descristianizada, y junto con ello, aislada del mundo clásico. Estos nuevos bárbaros ignoran los códigos secretos que por todas partes les rodean, emboscados en los monumentos, las estatuas, los cuadros, la música y, cómo no, los libros. Y así pasan la vida, anodinamente, en una especie de existencia vegetativa, flotando en un vacío espiritual, en lugar de mantenerse atentos y expectantes, los músculos tensos, los ojos bien abiertos, atónitos y fascinados, como corresponde a su naturaleza.
 
Un ejemplo de ello es la obra de la que voy a hablarles, La línea de sombra (1916), una novela corta y abiertamente autobiográfica escrita por Joseph Conrad. No es la obra de un cristiano, pero está escrita en la tradición de la cultura cristiana, en un mundo que comenzaba a descomponerse, pero en el que la Cristiandad todavía conservaba su hegemonía cultural, y que, por esa misma razón, no puede ser verdaderamente entendida si no se lee bajo esa clave. 
 
La historia es fascinante, aunque hoy nos suene remota. Su escenario se remonta a los últimos días de los grandes veleros y está magníficamente escrita. Conrad era un estilista que pensaba que el honor de un escritor estribaba en «cuidar las frases como la tripulación baldea y cuida la cubierta, sin esperar más recompensa que el respeto silencioso de sus iguales». Y a fe que aquí puso ese empeño.
 
La primera capa de la historia, la más superficial, no se capta en su totalidad sin un mínimo conocimiento sobre la crudeza y masculinidad de ese mundo del mar, hoy perdido. Un mundo incomprensible sin la percepción de esos detalles de fondo que nos ilustran sobre cómo eran aquellos hombres. ¿Qué vida es esa del marino, entre foques, nudos y velas, olas y tormentas? ¿Cómo comprender la asunción de ese riesgo y sufrimiento, de ese alejarse de la seguridad y comodidades reconfortantes de nuestro mundo moderno? ¿Qué significa que la vida de un hombre dependa permanentemente de aquellos que le rodean? ¿Cómo situarse en ese punto inicial del relato si casi ignoramos cómo los congelados de nuestros frigoríficos fueron una vez fascinantes seres de una vitalidad intrigante que lucharon, junto con los elementos, contra un hombre que trató de doblegarlos?  
 
La novela es una historia de mar y, a su vez una historia sobre el fin de la inocencia, contada en una prosa concisa y clara para lo que es el estilo complejo de Conrad. Alguien ha llegado a decir sobre ella: «Parte Coleridge, parte Kafka, parte Melville, parte Henry James. Una dosis concentrada de infierno mezclado con comedia negra y con el espectro colonial que atormenta a Occidente de fondo. Corto, formidable». 
 
El relato, inquietante, evoca una sensación de temor ambiguamente sobrenatural. Pero no deben pensar que se trata de una historia fantástica. Joseph Conrad, en su prefacio, rechazó la ficción paranormal, ya que para él «el mundo de los vivos contiene suficientes maravillas y misterios tal como es; maravillas y misterios que actúan sobre nuestras emociones e inteligencia en formas tan inexplicables que casi justificarían la concepción de la vida como un estado encantado. (…) no hay nada en ella [la historia], más allá de los confines de este mundo, que en toda conciencia contiene suficiente misterio y terror en sí mismo». 
 
El propio Conrad nos aclara cuál es el tema central del libro: «El objetivo principal de este escrito era la presentación de ciertos hechos que estaban asociados con el cambio de la etapa juvenil, libre de preocupaciones y ferviente, al período más consciente y más conmovedor de la vida madura». Y el autor desarrolla este tema con lo que mejor conoce, el mundo del mar, y con una historia sobre el primer mando de un inexperto capitán. Conrad envía a su joven y anónimo personaje central ––una figura autobiográfica–– a un peligroso viaje que escenifica la dramatización de una transición hacia la madurez a través de una experiencia del mundo. Una experiencia que, como se dice en la novela, «significa siempre algo desagradable en oposición al encanto y la inocencia de las ilusiones». Michael Oakeshott señala que «para la mayoría, existe lo que Conrad llamó la ‘línea de sombra’, que cuando la traspasamos, revela … un mundo habitado por otros además de nosotros mismos, otros que no pueden reducirse a meros reflejos de nuestras emociones». 
 
                                  Cuatro ediciones de la novela.
 
El inmaduro protagonista se hace con el mando de un mercante llamado Oriente, un barco sobre el que se cierne la sombra de su anterior capitán, fallecido tras perder la razón. El viaje se desenvuelve sobre un mar desesperadamente inmóvil a causa de la falta de viento («quietud, gran espejo ¡de mi desesperación!», que diría Baudelaire) y con una tripulación exhausta por la fiebre pero fiel a su capitán, sumida en la esperanza de un viento esquivo que pueda llevarlos a puerto rompiendo el hechizo que parece condenar al barco. El joven capitán, acosado por la ansiedad y el temor causados por su inexperiencia, logra con la ayuda del viejo cocinero del barco y, a pesar de las dificultades, llevar la nave a su destino y mantener con vida a la tripulación. Tras esta dura experiencia, el protagonista decide volver a partir de nuevo con el barco, esta vez solo, sin  ayuda de nadie más, pero también sin sus ilusiones de juventud, convertido ya en un hombre adulto. No creo que a sus hijos les resulte excesivamente difícil identificarse con el adolescente capitán y la aventura de su esforzada travesía.
 
Pero la parte más profunda de la historia, su significado hondo y trascendente, se encuentra más alejado aún de muchos de los jóvenes de hoy de lo que pudiera estar el relato de aventuras marinas. Gran parte de esta juventud, no tanto atea o agnóstica como intrascendente, lamentablemente no podrá comprender a Conrad. 
 
El inexperto capitán de La línea de sombra comienza su narración reflexionando sobre el curso de las vidas humanas, a fin de poner en el lugar adecuado a su lector, fijándole una perspectiva que se revela imprescindible para entender la historia en toda su complejidad. Al comienzo de la vida, reflexiona, «uno cierra tras de sí la pequeña puerta de los simples niños y entra en un jardín encantado». Pero después de la «seducción» de los caminos de la juventud, nos dice que uno, inevitablemente, llega a una línea de sombra, el límite entre la juventud y la experiencia; y así,  «uno continúa. Y el tiempo también sigue, hasta que se percibe por delante una línea de sombra que advierte de que la región de la juventud temprana también debe ser dejada atrás». 
 
Mientras leemos esto, nuestras asociaciones culturales con la inocencia y la madurez deberían activarse inmediatamente. Así sucedió con generaciones de lectores desde que Conrad escribió su libro. Seamos o no cristianos, la mayoría de nosotros deberíamos pensar en el Jardín del Edén cuando el narrador menciona un «jardín encantado»; y en Adán y Eva y su pecado cuando menciona la seducción y la advertencia; y en la expulsión y el exilio del Paraíso cuando imaginamos el cruce de la línea de sombra, dejando atrás la región de la juventud temprana. Las pocas y muy simples ideas de la novela (juventud versus experiencia, pecado versus expiación) solo adquieren un patrón coherente y universal bajo la óptica de la cultura cristiana. Algunos de nosotros podemos hacer esas asociaciones y llegar a esos significados, en parte porque somos lectores entrenados en la vieja tradición cultural de la Cristiandad, preparados para el salto imaginativo. Pero también, porque Conrad es un artista consumado, criado en nuestra misma cultura cristiana (aunque no profesara la fe), que sabía que la mayor parte de sus lectores contemporáneos, como miembros de esa misma tradición y cultura, responderían a su aparentemente casual alusión. Sin embargo, hoy muchos no van a poder hacerlo, sobre todo numerosos jóvenes. La mayoría de ellos pasarán por esas páginas sin penetrar en el fondo del mensaje, sin conocer al autor, su arte y su palabra.  
 
El poeta T. S. Eliot escribió que él prefería una literatura que fuera «inconscientemente cristiana» antes que una «deliberadamente cristiana». Sin embargo, una literatura cristiana que no tiene conciencia de sí misma, normalmente solo puede funcionar cuando, como acabamos de ver, autor y lector comparten creencias comunes (aun cuando sean basales y de fondo, como es la creencia en la existencia de lo sobrenatural), lo cual no ha sido el caso del siglo pasado ni tampoco de lo que llevamos de este. La razón la esboza el mismo Eliot cuando observa que «toda la literatura moderna está corrompida por el secularismo, (…) simplemente no es consciente, no puede entender el significado de la primacía de lo sobrenatural». Esto sitúa a los autores cristianos en una difícil situación: esa literatura pura, de inconsciencia cristiana, que deseaba Eliot, que de forma natural fluye de un alma cristiana, no resulta ya posible, o si lo fuere, está destinada a la marginalidad. Por ello, el escritor cristiano que pretende hablar de lo sobrenatural a sus lectores ha sentido a menudo la necesidad de elegir sus métodos consciente y deliberadamente y de mostrar crudamente más que insinuar. Tal ha sido el enfoque de muchos de los más importantes escritores católicos de la segunda mitad del siglo pasado, como Graham Green, François Mauriac o Walker Percy.  
 
Quizá deba ser así, quizá sea una necesidad de los tiempos, algo pasajero y contingente, el precio que necesariamente hay que pagar para hacerse entender, pero no puedo dejar de entristecerme, porque esa forma cruda de contar historias, esa manera llamativa de despertar conciencias está, la mayoría de las veces, alejada de la belleza. Y mi duda es: ¿valdrá la pena? 
 
En todo caso, lo que si creo que merece un esfuerzo es educar, entrenar y acostumbrar las mentes y los corazones de nuestros hijos a ese lenguaje ya casi olvidado, a un  simbolismo y una música que les hará capaces de entender todo aquello que se forjó en la belleza y que allí les aguarda. Y la principal forma de hacerlo es, por supuesto, recibir una catequesis que les dé los pilares básicos de su formación religiosa. 
 
No obstante, al lado de esa labor primordial, como una pequeña parte de ese esfuerzo, está quizá la lectura de libros como este; se lo recomiendo a aquellos de ustedes que no lo hayan leído, y no solo como lectura para sus hijos adolescentes.

 

 

1.10.20

La pérdida de la inocencia

         «Oisín cabalga hacia la Tierra de la Juventud». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

   

Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte. 


Walt Whitman

 

La adolescencia es un estado vital complejo y difícil. Crecimiento y desorientación van parejos en esta breve pero intensa etapa de la vida. Su más perfecta definición sería la búsqueda de una identidad, una búsqueda en la cual más que tratar de responder a preguntas como «¿por qué vivir?» o «¿qué razón hay para vivir?», lo que el adolescente intenta es descubrir quién es y dónde encaja. Y todo ello sucede en un momento de frágil y delicado equilibrio, como es el paso de la infancia a la juventud, cuando tiene lugar la siempre dolorosa pérdida de la inocencia. Los adolescentes se encuentran atrapados en una vorágine de sentimientos, deseos, impulsos y temores que les empujan y les retienen, entre entusiasmos y desencantos, hacia un futuro en gran medida amenazante e ignoto. Hay dos poemas, de Walt Whitman y de Robert Frost, que expresan esta incierta dualidad. Dice Whitman sobre esa exultante sensación de suficiencia:

«Nunca ha habido más comienzo que el que hay ahora,
Ni más juventud ni vejez que la que hay ahora;
Y nunca habrá más perfección que la que hay ahora,
Ni más cielo ni infierno que el que hay ahora.
Impulso, impulso, impulso».

Por su parte, Frost escribe sobre la amarga sensación de pérdida:

«De la naturaleza el primer verde es oro,
Su matiz más difícil de asir;
Su más temprana hoja es flor,
Pero por una hora tan solo.
Luego la hoja en hoja queda.
Como el Edén se hundió en el luto,
Así el alba desciende sobre el día.
Nada dorado permanece».

Así es como se sienten, flotando en un ambivalente e inestable estado de ánimo, entre poderosos y frágiles. 

Ante esta situación, los padres queremos darles nuestra ayuda y nuestra guía, pero muchas veces no sabemos cómo. ¿Nos acercamos o nos alejamos? ¿Actuamos o los dejamos hacer? Por un lado, no les estaremos haciendo un favor si no les proporcionamos esa ayuda, si los dejamos solos, aunque ellos nos lo pidan. Los padres estamos ahí para ayudar a nuestros hijos a navegar en este mundo confuso y una de las cosas que debemos hacer es protegerlos de una intempestiva entrada en el mundo adulto (algo que hoy es una frecuente realidad). Pero, por otro lado, tampoco debemos ser excesivamente protectores. John Senior, tantas veces citado en este blog, era de esta opinión:

«Hay familias católicas que con orgullo envían a sus hijos de dieciocho años de edad a la universidad, cuidadosamente conservados y embalados en una edad afectiva y mental de doce; buenos chicos y chicas, bien vestidos y poco ruidosos, que jamás han tenido un problema y que nada saben de la vida ni del amor. El reino de los cielos es el conocimiento y el amor de Dios. No podemos aprender a soportar las llamas vivientes del amor divino si no pasamos por el fuego más temperado de los deseos humanos; y una adolescencia «ardiente» es tan necesaria para el desarrollo normal del cuerpo y el alma como lo es la propia fe. La fe presupone la naturaleza y no puede ser eficaz en un alma atrofiada. ¿De qué serviría proteger a los niños del fuego del infierno si los privamos de los medios para ir al Paraíso?» (La Restauración de la Cultura Cristiana, 1983). 

Se trataría entonces de protegerlos y, a un mismo tiempo, darles la libertad justa y necesaria, de encontrar un equilibrio prudencial entre ser unos padres opresivos («¡Mis padres no me dejan hacer nada!») y unos padres permisivos («¡Todo lo tengo que hacer por mí mismo y depende de mí!»), dos extremos que no son buenos para ellos ni queridos por ellos, dos posturas muy alejadas la una de la otra. Por tanto, es algo complejo y difícil. 

Ese paso de edad, simbolizado en el título de la obra de Joseph Conrad La línea de la sombra, es anhelado por todo adolescente, que desea llegar a él cuanto antes para poder gritar a sus padres: «¡Ahora puedo llevar mi vida a mi manera sin vuestra voz y vuestro mando!». Pero esta es una postura de ingenua esperanza que se frustra nada más se cruza esa línea de sombra, cuando el joven ve cómo se aplastan sus ilusiones de libertad con el peso de la madurez y cómo de una mayor capacidad de elección no resulta, después de todo, una vida tan libre como la soñada. Y es que los padres podríamos contestar a nuestros chicos: «Lo que dices es cierto. Ahora eres libre de conducir tu vida como mejor te plazca. Pero, ahora también deberás asumir por ti mismo la responsabilidad y las consecuencias que de esa autonomía se siguen, y eso no será fácil». Descubrir que hacer lo que a uno le apetece no es la libertad y que no hay verdadera libertad sin responsabilidad es duro, pero también es liberador y te acerca un poco a la verdad. No me resisto a incluir aquí una descripción de esa libertad verdadera a la que aspirar, a través de la apasionada prosa de Anthony Esolen:

«Hay una libertad que se eleva más allá de la visión liberal de la autonomía personal, y también más allá de la visión clásica de pasiones templadas y bien dirigidas al servicio del bien común. Es lo que San Pablo llama “la gloriosa libertad de los hijos de Dios". (…). Esa libertad hace más que reconocer un deber. Se lanza al exterior cuando no hay deber; se ata neciamente en el amor; es la libertad de una promesa de nunca retractarse; la libertad aventurera de la devoción, por la cual el hombre responde e incluso imita la gracia de Dios».

Y quizá en los libros, en los buenos libros, podamos encontrar una ayuda, aunque sea pequeña. Quizá podría ser bueno que nuestros hijos adolescentes se acerquen a libros que, a modo de espejo, les muestren que no están solos en sus tribulaciones, angustias y dilemas, y que otros en similares situaciones también se han visto aquejados por ellas. Libros desde donde puedan observar de qué manera esos otros afrontan y superan las dificultades y finalmente, constatar que esa compleja etapa no es más que un trance pasajero que forja el carácter y puede hacerles mejores. Y hay relatos que muestran esto. 

No fue hasta mediados del siglo XVIII que la adolescencia se convirtió en un motivo literario relevante. De hecho, hasta entonces adolescencia y niñez eran a menudo términos intercambiables. En la Alemania de finales del siglo XVIII el concepto encontró desarrollo en géneros como el Bildungsroman (o novela de crecimiento) y el relacionado Entwicklungsroman (o novela de educación). Pero hay que esperar hasta la primera década después de la I Guerra Mundial para que la novela con protagonistas adolescentes alcance su máxima popularidad. Y la noción de los adolescentes como un grupo separado de lectores con sus propios gustos no fue acogida por los editores hasta la segunda mitad del siglo pasado.

He elegido tres novelas que comentare en próximas entradas y que son anteriores a ese numeroso grupo de obras escritas a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Se tratan, por este orden, de La línea de la sombra (1917) de Joseph Conrad, Capitanes intrépidos (1896) de Rudyard Kipling y El gran Meaulnes (1913) de Alain-Fournier. Sé que hay otros muchos libros y muy estimables: por ejemplo, David Copperfield (1850) y Grandes esperanzas (1861), entre otras novelas de Charles Dickens, Primer amor (1860) de Iván Turguénev, Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, El rojo emblema del valor (1895) de Stephen Crane, El guardián entre el centeno (1951) de J. D. Salinger, El señor de las moscas (1954) de William Golding, El vino del estío (1957) de Ray Bradbury o Rebeldes (1966) de Susan Eloise Hinton, pero me he decantado por esos tres, sin perjuicio de que los demás títulos puedan ser nombrados o tengan en su día su propia entrada.

Los tres libros recogen entre sus páginas esa visión dual de la edad adolescente, como etapa de cambio y crecimiento llena de experiencias enriquecedoras y madurativas, y como período nostálgico, lleno de melancolía, en el que se añora la infancia dejada atrás y se lamenta la pérdida de una inocencia y una felicidad que no se sabe si volverá. De la primera visión es expresión la novela Capitanes intrépidos; de la segunda, El gran Meaulnes, y en La línea de la sombra vemos el confluir de ambas. Pero lo que sí encontrarán nuestros hijos en todas ellas son posibles respuestas a su búsqueda de un ideal personal y protagonistas con los que identificarse. 

No suelo hacer distinciones de sexo en cuanto a mis recomendaciones, pero en este caso es posible que algunos de los libros de los que hablaré (a excepción del tercero, apunto) sean más atrayentes para los chicos que para las chicas. Además, en cuanto a libros con protagonistas femeninas que tratan del asunto, ya he comentado algunos en este blog; pienso en Mujercitas (1868) de Louise May Alcott, Ana, la de Tejas Verdes (1908/1939) y Emily (1923/1927), de Lucy Maud Montgomery o La casa de la pradera (1935) de Laura Elizabeth Ingalls.

Sé que la adolescencia es un estado natural y necesario que debe ser atravesado por los chicos para llegar a su madurez, pero esa integración en la edad adulta habrá de traer inevitablemente consigo un despertar al mundo que puede ser traumático para su sentir poético. Pese a ello, espero que una vez hecha la travesía, conserven celosamente en su alma retazos de su ser de niños y que hagan lo que C. S. Lewis aconseja: 

«Preocuparse por ser mayor, admirar al adulto porque ha crecido, sonrojarse ante la sospecha de ser infantil; estas cosas son las marcas de la infancia y la adolescencia. Y en la infancia y la adolescencia son, con moderación, síntomas saludables. Las cosas jóvenes deberían querer crecer. Pero en la vida adulta o incluso en la madurez, esta preocupación por ser mayor es un síntoma de un desarrollo detenido: cuando tenía diez años leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciéndolo. Ahora que tengo cincuenta, los leo abiertamente. Cuando me convertí en hombre, dejé de lado cosas infantiles, incluido el miedo a la puerilidad y el deseo de ser adulto».

Porque la apreciación de lo que es realmente el mundo implica (tanto para los niños como para los adultos) el uso de talentos infantiles que nos vienen de fábrica, como el mirar con inocencia las cosas a través del ojo del alma, como la alegría de la invención y el descubrimiento, como la maravilla de la variedad y la fantasía, o la visión fresca de lo diferente, o el asombro ante lo creado; y todo eso, esa visión infantil del mundo, es lo que no debe faltarle a nuestros hijos nunca. por mucho que crezcan.

 

22.09.20

Infocatólica: a veces, para ayudar, basta un pequeño gesto

Creo que no es una novedad decir que las opiniones de Chesterton están de actualidad. Pero son tantas y tan variadas que a veces no tenemos tiempo de ponernos al día con ellas. Sin embargo, a causa de su valor y acierto, resulta conveniente abrevar en ellas de vez en cuando, pues, sorprendentemente para algunos (no para mí), están más al día que nosotros mismos. Una de estas opiniones ad hoc que nos regala Chesterton es la referida a la prensa y los medios de comunicación. Desde su obra Ortodoxia (1908), ––hace la friolera de 112 años–– nos advierte, con sorprendente actualidad, de lo siguiente:

«Así que, de nuevo, hemos confiado casi hasta el último instante en los periódicos como órganos de opinión pública. Recientemente, algunos de nosotros hemos visto (no lentamente, pero con un sobresalto) que obviamente no son nada por el estilo. Son, por la naturaleza del caso, los pasatiempos de unos pocos hombres ricos.

No tenemos ninguna necesidad de rebelarnos contra la antigüedad; tenemos que rebelarnos contra la novedad. Son los nuevos gobernantes, el capitalista o el editor, quienes realmente sostienen el mundo moderno. No hay temor de que un rey moderno intente invalidar la constitución; es más probable que ignore la constitución y trabaje a sus espaldas; no se aprovechará de su poder real; es más probable que se aproveche de su impotencia real, del hecho de que está libre de críticas y publicidad. Porque el rey es la persona más reservada de nuestro tiempo. No será necesario que nadie vuelva a luchar contra la propuesta de una censura de prensa. No necesitamos una censura de prensa. Tenemos una censura de prensa.

… El cacique elegido para ser amigo del pueblo se convierte en enemigo del pueblo; el periódico empezó a decir la verdad ahora existe para evitar que se diga la verdad».

Por esta misma razón que anuncia Chesterton, para que los «malos» no logren «evitar que se diga la verdad», para que esa prensa (y hoy televisión y redes sociales, como Twitter o Facebook), no la censure, oculte o persiga, existen pequeñas y esforzadas iniciativas, como la que representa Infocatólica, que modestamente y de forma desinteresada, y con todos los errores e imperfecciones de toda acción humana, tratan de contribuir en la medida de sus posibilidades a defender y difundir la doctrina y la cultura católica. Pero hemos de ser realistas: este tipo de empresa precisa igualmente para su existencia de otro tipo de contribución no menos necesaria, de carácter económico, en la que, si lo estiman conveniente, pueden participar aportando su granito de arena. La forma de contribuir es sencilla y está indicada en el banner de la derecha; si así lo consideran no tienen más que seguir los pasos que se indican.

Son tiempos difíciles, por ello la colaboración de todo aquel que quiera y pueda ––que seguro que de siempre habrá sido bien recibida––, lo será, si cabe, más ahora, sea la que esta sea. No se desalienten si es poco lo que puedan dar, pues recuerden aquello que dejó escrito nuestro Mateo Alemán, de que «el socorro en la necesidad, aunque sea poco, ayuda mucho».

17.09.20

La importancia del estilo literario en los álbumes ilustrados

Ilustración de H. M. Brock (1875-1960). Mansfield Park. Jane Austen.

 

 

«El álbum ilustrado es de extraordinaria importancia (…) porque es allí donde, a través de la mediación de un lector adulto, descubrirá [el niño] la relación entre el lenguaje visual y el verbal».

Leo Lionni

 

 

Cuando pensamos en álbumes ilustrados tendemos a fijarnos en una de sus partes constitutivas, sin duda la más llamativa (tanto para padres como para hijos): la ilustración. Desde este blog he caído en la misma tentación y cuando he tratado de este tipo de libros me he fijado, además del mensaje o temas tratados, sobre todo en las imágenes, dejando a un lado el estilo con que se ha escrito aquello que quiere contarse. Pero los álbumes ilustrados son, además de imagen, palabra; son libros y cuentan una historia, no solo con imágenes sino también con palabras. 

Recientes investigaciones demuestran que los niños a los que se les lee en los primeros años de sus vidas adquieren más adelante una ventaja significativa en el desarrollo del lenguaje y la alfabetización. Algunos de estos estudios señalan que el libro ilustrado destaca en esta faceta, con una combinación de imagen y lenguaje en una breve secuencia de páginas que puede producir en el lector un efecto mayor que la suma de sus partes. Pero tales estudios apuntan también a que estos efectos son más significativos cuando la calidad de ambas partes, ilustración y texto, se incrementa. Así que el valor artístico de la ilustración y el estilo literario del texto son valiosos por igual.

Partiendo de estos principios, cuando analizamos un álbum ilustrado debemos atender a dos ideas. Por un lado, es evidente que para la eficacia de todo acto de comunicación ha de producirse una recepción del mensaje en el destinatario, y esto implica que el discurso deberá adecuarse a las exigencias impuestas por la naturaleza especial del receptor, en este caso un niño pequeño. Por otro, hay un viejo axioma escolástico que dice que lo que se recibe, se recibe a la forma y manera del receptor; esto es, como dice en palabras mucho más hermosas el padre marista Thomas Dubay, «un sello hace una impresión o no de acuerdo a la condición de la cera. Una cera fría se agrieta y se desmorona, mientras que una cera líquida y caliente no retiene ninguna impresión. Sólo una cera a una temperatura adecuada recibe y retiene la imagen».

Esto hace que la cuestión de cómo están escritos los libros de los más pequeños sea un aspecto muy a tener en cuenta. Cierto que se incardina en el tema más amplio de la calidad que debería atesorar la literatura infantil y juvenil (C. S. Lewis y Tolkien, y en nuestro país Carmen Bravo Villasante ––Historia de la literatura infantil española, 1985––, han tratado el tema, aunque con enfoques distintos). Pero yo me detengo en la parte que me parece más descuidada por autores, editores y padres, aquella que se refiere a los libros destinados a los más pequeños, provocada quizá porque la simplicidad que estos demandan por naturaleza parece hacer más tolerable (y hasta a veces, justificable) relajar la calidad que debe esperarse en esos libros. Pero esto no debería ser así. El cuidado de las formas expresivas y la voluntad de hacer uso de un rico estilo literario deben estar también en los libros para los más chicos.

De entrada, el lenguaje de los libros ilustrados para los más pequeños se caracteriza por una economía de las palabras extrema, pero ello no debe significar que esto les exima de estar sometidos a los cánones de estilo habituales. La buena escritura es buena en cualquier nivel y la brevedad no puede ser excusa para la falta excelencia. Debemos juzgar los libros ilustrados tanto por sus imágenes cuanto por sus palabras y estas deberán ser las más adecuadas posibles.

            Algunos de los personajes de las historias de Beatrix Potter.

Veamos algunos ejemplos: Beatrix Potter es una de las grandes de la literatura infantil, y en sus breves cuentos ilustrados, el estilo, sencillo y elegante, se hace notar. Pero esta presencia no es natural o improvisada. Solía decirse que corregía sus textos teniendo como referencia la Biblia. Ella misma nos lo cuenta en una de sus cartas: «Mi forma habitual de escribir es garabatear y corregir,  escribir y volver a escribir, una y otra vez. Cuanto más corto y sencillo, mejor. Y al leer la Biblia siento que mi estilo quiere ser castigado y corregido». Pregúntenle a los niños qué suena mejor: «La punta de su cola se movió como si estuviera viva», como escribió Potter, o, por ejemplo, «la punta de su cola se movió hacia adelante y hacia atrás». No sólo elegirán la frase escrita por la autora británica, sino que incluso les dirán por qué. Estas frases memorables; el desarrollo de sus narrativas, su prosa, con sus cadencias y ritmo, el amor por la aliteración, la onomatopeya y la elección de la palabra adecuada son características de un gran estilo y son parte importante de su éxito intemporal entre los niños y quienes ya no son niños (volveré sobre esto más adelante). De hecho, la influencia de su sencilla forma de escribir fue notoria: Graham Greene había leído sus libros en la infancia y, al igual que su contemporáneo Evelyn Waugh, creía que su estilo de «apacible desprendimiento» había ejercido una influencia formativa en el desarrollo de su propia escritura.

Otro ejemplo de lo que quiero decir es la escritora norteamericana Ruth Krauss. Krauss (de la que ya hablé aquí y aquí) colaboró estrechamente con el conocido ilustrador y escritor Maurice Sendak en los años cincuenta y de esta relación profesional nacieron ocho libros. La idea de Krauss era que los pensamientos y las palabras de los niños deben ser recogidos y convertidos en libros, pero, si bien están destinados a ser alterados por el filtro de la narración del adulto, deben conservar su esencia sin hacer concesiones al estilo. Y ahí está el quid de la  cuestión, en hacerlo con maestría, sin perder la espontaneidad y autenticidad de ese lenguaje infantil y, a un tiempo, sin caer en simplicidades, clichés o frases hechas que dañan la calidad literaria de la obra. Krauss lo lograba una y otra vez. Su secreto estaba en la observación y el conocimiento de los niños y en un trabajo de escritura y reescritura constante. El primer y más importante libro en el que colaboró con Sendak fue Un hoyo es para escarbar (1952). Las imágenes son simples, algunas diminutas, mostrando a niños alegres, bailando, sonriendo y jugando. En el texto, vemos a los niños describiendo su mundo tal y como lo ven, con repeticiones, exclamaciones, onomatopeyas y pensamientos circulares. Sendak declaró en su día: «Es la primera vez en la historia moderna de los libros infantiles que un libro viene directamente de los niños». Y es que Ruth Krauss se interesó muy vivamente por el lenguaje propio de los niños y para adaptarlo con estilo y poesía a sus libros. 

     Algunos de los títulos fruto de la colaboración de Krauss y Sendak.

Una casa especial (1953) fue otro de los frutos de la colaboración entre Krauss y Sendak, un libro que anticipa, en cierto modo, la obra más reconocida de Sendak, Donde viven los monstruos (1963)ya que ambos títulos presentan a un niño rebelde que transforma imaginativamente su propio hogar. El libro, de un formato mayor que Un hoyo es para escarbar, responde sin embargo al mismo esquema estilístico: las ideas y pensamientos que surgen de una cabeza infantil, aderezados por una mano maestra adulta para adentrar al niño desde su pequeño mundo en el nuevo mundo al que está naciendo. 

La naturaleza poco ortodoxa del lenguaje de los niños impulsaron a Ruth Krauss a experimentar transformando las sorprendentes expresiones de los niños en poesía. Krauss escuchaba y escribía lo que los niños decían y utilizaba su oído de poeta para seleccionar frases que mostraban una espontánea belleza natural, que luego aliñaba con maestría y plasmaba en su texto: lirismos como «un sueño es mirar la noche y ver cosas» y «una concha marina es oír el mar» y toques de humor como «las alfombras son para que los perros tengan servilletas» y «el barro es para saltar y deslizarse y gritar doodleedoodleedoo».

           Varios de los personajes de los libros de Maurice Sendak.

Y como último de los ejemplos, el propio Maurice Sendak. Sendak comenzó su carrera colaborando en la ilustración en los libros de Ruth Krauss, lo que  impactó  en su trayectoria posterior de exitoso escritor infantil. El mismo explicaba: «la serie de libros en los que Ruth [Krauss] y yo colaboramos (…) ocho en total (…) influyó permanentemente en mi talento, desarrolló mi gusto y me hizo tener hambre de lo mejor». Esta influencia beneficiosa se puso de manifiesto en la manera de contar las historias. Cuando le preguntaron cómo compuso la primera línea de su álbum más famoso, Dónde viven los monstruos (1963), señaló: «Nada es espontáneoLa frase fue moldeada y muy trabajada. Creo que si usé algún modelo fue como el modo de hablar de los niños. Los he escuchado cuando juegan, y ese ritmo sin aliento tan maravilloso es lo que traté de captar». También captó la aliteración y la cesura que caracterizan a obras épicas medievales como el Beowulf. Así, cuando leemos en voz alta «La noche en que Max se puso su traje de lobo y se dedicó a hacer travesuras de una clase…», este final de línea incompleto nos empuja a la siguiente página, y el sonido de la palabra «noche» (que se repetirá de forma cadencial en toda la historia) resuena con ecos míticos y nos mantiene en expectación, ahí, por un momento. En ese instante, el niño lector o auditor se abalanzará sobre la página siguiente para ver qué travesuras está haciendo Max y se encontrará con otra breve frase expectativa: «y de otra», sin que tales trastadas se describan (para eso está la ilustración). Todo el libro está plagado de esos trucos poéticos, que crean tensión y flujo a un tiempo. Otra muestra de este cuidado literario la encontramos en la frase de la séptima página, que da inicio a la fantasía propiamente dicha. La forma gramaticalmente correcta de expresar el mensaje  habría sido: sujeto + verbo + complemento, lo que hubiera resultado mas o menos así: «Un bosque creció esa misma noche en la habitación de Max». Sin embargo, Sendak escribió: «Esa misma noche en la habitación de Max creció un bosque». Al hacerlo, no solo dio un ritmo musical a la frase, sino que, además, invirtiendo el orden normal de las palabras guardó la fantástica sorpresa para el final, y convirtió la prosa en poesía. 

Gianni Rodari pensaba que el niño «trepa a la estantería de los adultos y se apodera de las obras maestras de la imaginación». Tolkien era de la misma opinión, «no hay que descender al nivel de los niños ni de nadie. Ni siquiera en el lenguaje», decía. Mis hermanos y yo hicimos uso de este modo de exploración. Pero por otra parte, sin duda puede y debe haber obras para niños. Aunque estas obras dedicadas expresamente a los niños deben ser arte, como lo son (o deberían ser) las de los adultos. Y a veces olvidamos esto. Recordemos a Lewis: «No merece la pena leer ningún libro a los cinco años a menos que merezca la pena leerlo también a los cincuenta y más», o a su maestro George MacDonald: «Yo escribo, no para niños, sino para aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta, o setenta y cinco años».

A los libros ilustrados debería aplicárseles aquello que dijo Robert Frost sobre la poesía: «Comienza en deleite y termina en sabiduría». En este caso, la sabiduría es la iniciación a la literatura. El desarrollo del gusto literario es un proceso misterioso, pero quizá la lectura de álbumes ilustrados de calidad sea una de las formas a través de las cuales los niños puedan convertirse en «lectores» antes incluso de que puedan leer. Cuidemos de que sea así.