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30.10.19

El misterio y el padre Brown

Diseño creado por fanart.tv para la última serie de televisión sobre el padre Brown.

      

  

 

“El hombre ordinario se mantendrá sano en tanto tenga misterio”.

G. K. Chesterton

 

“La vida es una extrañeza, una aventura y un misterio imprevistos e interminables”.

Walter de la Mare

      

 

  

Les he hablado del tema de las historias detectivescas en más de una ocasión. Sin mucho esfuerzo habrán podido colegir que se trata de una de mis debilidades; quizá por eso no puedo evitar volver sobre el asunto de vez en cuando. Hoy es el turno de los relatos protagonizados por un personaje muy querido para mí: el padre Brown, el sacerdote detective de G. K. Chesterton. 

Tratándose de misterios, estarán conmigo en que uno de los muchos asuntos que la modernidad no es capaz de resolver es el de la aparente confrontación entre misterio y conocimiento. Cierto es que, de entrada, y en los terrenos del materialismo y el empirismo en que hoy nos movemos, parece haber ya una contradicción in terminis simplemente cuando ponemos estos dos conceptos en la misma frase. 

Pero no hay tal contradicción. Ocurre, simplemente, que la modernidad plantea mal el problema formulándolo de forma equívoca. Así dice que la cuestión del misterio se reduce a dos opciones: o bien, con el aumento de nuestro conocimiento experimental y material deberemos diluirlo hasta hacerlo desaparecer, o bien, si fuere inabarcable e inasible, tendremos que desecharlo como algo irreal e inexistente. Más tal reduccionismo deviene insatisfactorio, pues, por un lado, resulta evidente que no parece posible hacerlo desaparecer, sino que a cada paso semeja ir en aumento, y por otro, la mera negativa no ayudará, pues el misterio continuará ahí fuera, al tiempo que permanecerá en nuestro interior. Así que no hay forma de huir de la realidad del misterio, de lo que Flannery O’Connor calificó como “gran vergüenza para la mente moderna”, todo lo cual conduce a una suerte de desesperación.

A diferencia de los modernos, los católicos somos capaces de mirar cara a cara esa realidad misteriosa sin desesperar. Para nosotros, se trata de una “certeza incomprensible” llena de esperanza, como dejó dicho el poeta Manley Hopkins.

Frente al ya clásico planteamiento de Tennyson de la “incertidumbre interesante” (cuando la incertidumbre cesa, cesa también el interés…), Manley Hopkins señala que para un católico el misterio (lo inefable de Dios) es cierto e incomprensible a la vez. Puede ser formulado a través de los dogmas, aunque por el momento no pueda ser comprendido y deba aceptarse a través de la fe. Ocurre que ese misterio, a pesar de su inefable comprensión, es atrayente, con un interés que no decae ni siquiera ante la certeza del creyente. Es más, su interés aumenta y se retroalimenta con el misterio mismo en un circulo virtuoso donde el amor es su principio y su fin, su fuego y su energía. Esto podemos verlo más claramente si fijamos la atención en una de sus facetas: el amor. Así, cuando amamos ––dado que se trata de una pobre imitatio del amor que constituye la vida íntima de la Trinidad––, somos, más y más, imagen y semejanza suya, y de esta forma nos sumimos en una realidad tan deliciosa como incomprensible. Todos, creyentes y no creyentes, percibimos el misterio y la insondable profundidad del amor; sentimos una certeza imposible de constatar, indecible e incontable, al igual que percibimos una atracción y un interés inagotable. “Te amo, no se cómo ni porqué, pero lo sé”, decimos… y, a un tiempo, experimentamos la certeza de lo que afirmamos. Me viene a la memoria el poema de Pedro Salinas:

 

¿Cómo me vas a explicar,

di, la dicha de esta tarde,

si no sabemos por qué fue,

ni cómo, ni de qué

ha sido,

si es pura dicha de nada?

 

Quizá la respuesta se encuentre en que nosotros, los católicos, enfrentamos el misterio sostenidos por una certeza: que ese significado, velado, inefable, infinito y sublime, tiene forma definida porque es algo concreto, porque es una persona, Cristo Nuestro Señor, que une lo finito con lo infinito en el misterio central de la encarnación. Es esta personificación en Cristo, y la gracia por Él derramada, lo que mantiene nuestro interés ante la inmensidad e inefabilidad del misterio.

A este tipo de saber, a este tipo de certeza paradójica, puede uno aproximarse directamente, pero también por vías indirectas, como es el caso de la imaginación poética. A través de los buenos y los grandes libros podemos acercarnos a un saber antiguo y joven como el mundo, que nos ayudará a aceptar y convivir con el misterio, lejos de la reacción desesperada de la modernidad. La poesía es un simple rastro de la grandeza de lo creado, sí, pero sabemos de rastros que conducen a ignotos tesoros. Dejémonos llevar por ese impulso poético. 

Y dejémonos también llevar por las historias que nos cuenta Chesterton, aquellas en las que hace uso de un regordete y despistado sacerdote católico inglés. La visión de la realidad de G.K. Chesterton nos ayudará con su habitual genialidad a aceptar esta paradoja que supone lo misterioso, su atracción y su interés. El escritor inglés nos dice que, contrariamente al concepto moderno, el misterio no disminuye con el conocimiento, sino que se incrementa, porque el conocimiento no agota ni la certeza, ni la incomprensión ni el interés que aquel despierta, los cuales pueden, sorprendentemente, convivir juntos. La manera en que Chesterton logra esta hazaña podemos encontrarla en su forma de abordar las historias de detectives, particularmente en El hombre que fue jueves (1908) y en las historias del padre Brown de las que hablamos hoy.

Ilustraciones para La inocencia del padre Brown, de Sydney S. Lucas (1878-1954).

No creo que pueda discutirse que misterio y novelas de detectives suelen ir juntos. Pero, como es habitual, Chesterton puntualiza finamente, diciéndonos por boca de su pater“La mente moderna confunde siempre dos ideas diferentes: misterio, en el sentido de lo maravilloso, y misterio, en el sentido de lo complicado”. Y es que en algunas historias de detección podemos encontrarnos con uno u otro concepto, o con ambos. Y es importante no confundirlos. Por eso el padre Brown nos lo explica en cada uno de sus casos.

Borges opinaba que “el misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”, pero Chesterton, como creyente, era de otra opinión. En las historias del padre Brown, la solución también participa de lo divino, porque el misterio que resuelve el pater, no es solo “lo complicado”, no es solo el enigma criminal, sino que se involucra ––como todo lo humano––, en lo maravilloso y lo trascendente, y hasta allí nos arrastra, dejándonos muchas veces ante un misterio mayor, cierto, pero inabarcable. 

El sacerdote detective actúa de forma opuesta al conocido Sherlock Holmes (al que, no obstante, Chesterton admiraba). Su método no es la indagación y la deducción guiada por el uso de una razón lógica y cartesiana ––como Holmes––. Trabaja solo (no es acompañado de ningún Watson) y resuelve los crímenes con una mezcla de sentido común, observación y, sobre todo, conocimiento del corazón humano y del pecado. “¿Nunca se le ha ocurrido pensar que alguien que no hace otra cosa que escuchar los pecados de los hombres no puede dejar de estar al corriente de la maldad humana?”, nos dice el curita en uno de sus cuentos. El padre Brown utiliza sabiamente su visión trascendente y espiritual, no obstante lo cual no deja de lado la razón, porque como nos dice: “La Iglesia es la única que, en la Tierra, hace de la razón un objeto supremo; la única que afirma que Dios mismo está sujeto a la razón”.

En estos cuentos, el Padre Brown, por medio de entretenidas disquisiciones, nos lleva hasta lo profundo del corazón humano. Y lo hace de la mano del hombre y alejado de cualquier cálculo mecanicista. La fría lógica de las máquinas es apartada a un lado por Chesterton para dejar sitio a la calidez (y desconcertante complejidad) de las relaciones humanas. Holmes es demasiado frío, demasiado perfecto. Holmes es ciertamente una máquina de razonar, pero no sabía ni podía amar. Y la Verdad no es, ni puede ser, fría, porque la Verdad es una persona y el amor y la misericordia son su lenguaje. Y Chesterton lo sabía.

El mundo actual, apegado a la ciencia moderna como única manifestación y vía del conocimiento, en el mejor de los casos reduce el misterio de la verdad a un mero rompecabezas a resolver con métodos empiristas y puramente racionales. Chesterton, con su pequeño sacerdote, denuncia este reduccionismo y lo proclama insuficiente si de verdad queremos acercarnos plenamente al sentido de la existencia. Como el padre Brown a cada uno de nosotros el padre Brown: “Salga a la luz del día y escuche la voz de la verdad. Llevo conmigo una palabra que es terrible, pero que tiene el poder de romper su cautiverio.

 

                                      Algunas ediciones de las novelas del padre Brown.

Bajo esta inspiración personal, Chesterton escribió unos cincuenta relatos recopilados en cinco libros: El candor del Padre Brown (1910), La sabiduría del Padre Brown (1914), La incredulidad del Padre Brown (1926), El secreto del Padre Brown (1927) y El escándalo del Padre Brown (1935). A estos hay que añadir tres cuentos más, El asunto Donnington (1914), La vampiresa de la aldea (1936) y La máscara de Midas (1936). Todas sus historias han venido editándose en España desde hace muchos años por Calleja, Molino, Plaza, Lauro y Tartessos, y recientemente lo han hecho Valdemar, Acantilado y Encuentro. Dos de los volúmenes (El candor y La sabiduría) fueron editados en la colección juvenil de Anaya, Tus libros.  

Espero que estos relatos gusten a sus hijos (como les sucede a mis hijas). Este tipo de literatura (escaso, hay que decirlo) es una pequeña ayuda en el intento de restaurar nuestro perdido sentido del misterio y de la maravilla y, qué duda cabe, podrá ayudar a nuestros hijos a no perderlo nunca. Por cierto, no me digan que la forma de hacerlo no es genial, pues ¿a quién sino a Chesterton se le podría ocurrir crear un detective católico de sotana y rosario en mano en la Inglaterra anglicana? Se trata de uno de esos retazos de humor con que el escritor inglés nos obsequia de vez en cuando. Como nos explicó con una de sus paradojas, “Si el relato policíaco es la expresión más temprana de la poética de la vida, ¿quién mejor que un sacerdote de la humilde vieja guardia para descifrarla?”. Eso, ¿quién mejor?

22.10.19

El oscuro lugar donde mora el pecado

                                               Duality. Diseño de Capn–Crush–A–Lot.

 

   

«Mas veo otra ley en mis miembros que repugna a la Ley de mi mente y me sojuzga a la ley del pecado que está en mis miembros».

Romanos, 7, 23


«“El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” no tiene que ver con pócimas ni personalidades dobles, sino solo con el cielo y el infierno».

G. K. Chesterton

   

  

Stevenson no escribió El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde (1886) sumido en una nube de opio y medio enajenado, como había hecho algún compatriota suyo (sí, estoy refiriéndome a de De Quincey). No, por supuesto que no, pero lo parecería, tal es la aparente oscuridad de la historia. Y digo aparente, porque creo que se trata de una novela de clara inspiración paulina, como pasaré a exponer. 

De entrada, como sabemos y cuenta Borges, «la escena de la transformación le fue dada a Stevenson por un sueño», un sueño que quizá encontró alimento en las viejas lecturas bíblicas que el pequeño Robert Louis escuchó frente al fuego del hogar, en el seno de su ferviente y devota familia presbiteriana.

Como saben, gracias a su popularización a través del cine, circula por ahí una versión de la historia tan errónea como extendida y no muy alejada de lo que tendríamos por un manido cliché de comic de segunda: la historia de un científico loco que bebe una poción para convertirse en un ser monstruoso y depravado. A vuela pluma, quienes así piensan no estarían muy lejos de lo que en la superficie se cuenta. Sin embargo, la novela posee mucha mayor hondura: algunos han subrayado que Stevenson trató de reflejar en su relato el conflicto entre el bien y el mal, otros la oposición entre la razón y la bestialidad; ciertas lecturas abundan en destacar su preocupación por los impulsos animales del hombre y los peligros que se esconden en los límites, muchas veces difusos, de nuestro frágil estado civilizado, y no sigo para no aburrirles. Estamos ante un pequeño libro en el que se han encontrado un número de lecturas y significados que supera con mucho el de sus páginas. 

                                   Ilustraciones de Charles R. Macauley (1871-1934).

Pero, donde quiero centrarme es en el aspecto cristiano de la historia, que ciertamente existe. Chesterton señaló al respecto que «aunque la fábula pueda parecer una locura, la moral es muy sana; de hecho, la moral es estrictamente ortodoxa». Y esa moral ortodoxa a que se refería Chesterton es, ni más ni menos, que la enseñanza sobre el pecado contenida en la carta de San Pablo a los Romanos. Allí, el apóstol presta atención a la naturaleza pecaminosa del hombre, a las terribles agonías del pecado y la angustiosa conciencia de su existencia en nuestro interior, y a cómo afrontar nuestra lucha contra él. 

Stevenson refleja en su historia el peligro del pecado si nos abandonamos a él o si tratamos de combatirlo solos, con nuestras propias fuerzas, y el fatal error de tratar de emancipar al yo malo del bueno como si fueran dos personas distintas. Este es el error del Dr. Jekyll. 

Esta influencia paulina fue percibida casi desde el momento mismo de la publicación del libro. Ya en 1912, el reverendo John Kelman decía: «La religión popular adoptó la alegoría [de Jekyll y Hyde] en parte porque era un eco moderno de las palabras de san Pablo a los romanos»

Stevenson nos presenta a un Dr. Jekyll pecador que, en lugar de reconocer su falta («los vicios furtivos y embarazosos de Jekyll», a decir de Chesterton, difuminados ambiguamente en la historia), arrepentirse e intentar abandonar su pecado volviéndose hacia Dios, intenta solventar su defecto con sus propias fuerzas. Pero este mismo acto de soberbia, apartándose de cualquier redención, en lugar de alejar el mal, lo genera, pues si bien «donde abunda el pecado, hay abundancia de gracia», el solo pecado no engendra sino pecado. La maldad no solo está en Mr. Hyde ––esto es evidente––, sino que persiste en Jekyll y se multiplica en él, conformando su destino fatal, «pues el salario del pecado es la muerte».  

        Ilustraciones de Edmund J. Sullivan (1869-1933) y de William Hole (1846-1917). 

Vladimir Nabokov ve igualmente el mal en Jekyll y en Hyde; según él, «la transformación de Jekyll, más que una completa metamorfosis, implica una concentración del mal preexistente en él. Jekyll no es bien puro, y Hyde (pese a las aseveraciones de Jekyll) no es puro mal; porque del mismo modo que los componentes del inaceptable Hyde moran en el interior del aceptable Jekyll, así, sobre Hyde flota un halo de Jekyll que se horroriza ante la iniquidad de su otra mitad». Y eso es así porque no es posible dividir a un hombre en dos, como decía Chesterton. Es más ––continúa el «Gordo»––, lo que la historia nos cuenta, no es solo eso, que también, sino que los dos hombres son uno solo y por tanto que mal y bien están en lucha permanente en su interior («mis dos caras eran igualmente sinceras. Era yo mismo, tanto cuando, abandonado todo freno, me sumía en el deshonor y la vergüenza, como cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento», confiesa Jekyll, parafraseando a San Pablo, en Romanos 7, 14-23). 

Siguiendo esta línea, Chesterton señala que uno de los puntos centrales de la historia es que «un hombre no puede apartarse de su conciencia. Se trata de una operación quirúrgica de fatales consecuencias; una amputación en la cual ambas partes mueren». La historia no es el relato del primero de muchos experimentos de dislocación, de extirpación del mal, sino la advertencia de que deberá ser el último. Y deberá serlo porque tales experimentos necesariamente saldrán mal, como se refleja en el desenlace de la historia. Se trata, en suma, del combate contra el pecado: no es posible una extirpación; solo es posible luchar contra él con ayuda de la gracia.

                                       Algunas ediciones en idioma español de la novela. 

Al decir de Chesterton, este fracaso fatal es «el momento supremo que se repite en cada historia de un hombre que compra el poder del infierno; el momento en el que encuentra el defecto fatal del pacto. Un momento así le llega a Macbeth, a Fausto y a otros cien (…). La moraleja es que el diablo es un mentiroso, y más específicamente, un traidor; que es más peligroso para sus amigos que para sus enemigos». Es también la constatación de que «todo el que comete pecado, esclavo es del pecado» (Jn, 8, 34). Y esta moraleja, como señaló Andrew Lang, es «el cuento mismo, su alma natural, y tan inseparable de este como Hyde resulta inseparable de Jekyll».

Se trata de una pequeña, pero magistral novela, magníficamente escrita (como todas las de Stevenson), que aconsejo vivamente den a leer a sus hijos una vez hayan cumplido su primer quindenio. Les aseguro que les entusiasmará (como le ocurrió a mi hija mayor) y, a un tiempo, que extraerán de su lectura valiosas y sanas enseñanzas. 

 

3.10.19

Una vida cotidiana perdida y añorada

                              El pueblo de Birkenlud, ilustrado por Ilon Wikland (1930-).

        

  

“¡En torno nuestro hay Cielo en nuestra Infancia!”

William Wordsworth. Oda a la inmortalidad

  

“Cuando algunas personas piensan que eres grande y otras que eres pequeño, entonces tal vez tengas exactamente la edad adecuada”.

Astrid Lindgren. Los niños de Bullerby

        

  

La escritora sueca de literatura infantil, Astrid Lindgren, mundialmente famosa por su creación de la anárquica y revolucionaria Pippi Calzaslargas, tiene, a mayores, una producción literaria abundante donde es posible encontrar pequeñas joyitas, algunos libros breves, pero valiosos, sobre los cuales voy a hablarles hoy. 

Estas historias son en parte autobiográficas y recogen retazos de recuerdos infantiles de la autora nacidos en el marco de un mundo pastoral y rústico que ya no existe. Ese es, precisamente, su valor. Me refiero a las historias de Madita y la las de Los niños de Bullerby. Las primeras recogidas en dos libros titulados, Madita (1960) y Madita y Lisabet (1976), publicados (ambos en su día por la editorial Juventud), recoge las vivencias infantiles de una niña de unos ocho años que da título a la serie, y de su hermana menor, Lisabet, de cinco, en el pequeño pueblo de Birkenlud. Madita vive con su hermanita, sus padres, la sirvienta Alva y la lavandera de la familia Linus-Ida. Sus historias nos muestran la típica forma de vida de la clase media en la Suecia rural de principios del siglo XX, con la primera guerra mundial de ruido de fondo, un ruido muy tenue, por lo demás. Las dos hermanas protagonizan multitud de aventuras, nacidas de su naturaleza traviesa, juguetona y curiosa, en el marco de un acontecer cotidiano a lo largo del año escolar.  

                          Madita y su hermana Lisabet. Ilustraciones de Ilon Wikland (1930-). 

El segundo grupo de historias (Los niños de Bullerby) relata las vivencias y aventuras cotidianas de seis niños (hermanos y amigos) que viven en una pequeña aldea que da nombre a la serie. Fueron publicadas en varios volúmenes entre 1947 y 1967. Bullerby es un lugar realmente pequeño, ya que está formado solo por tres granjas, conocidas como la Granja del Norte, la Granja Central y la Granja del Sur. En la Central viven tres hermanos: Lars de nueve años, Pip de ocho y Lisa de siete. En las otras dos granjas habitan tres chicos más. Uno de ocho años llamado Olaf u Ollie, que es amigo de Lars y Pip y que vive en la Granja Sur, y dos hermanas llamadas Britta y Anna, de nueve y siete años de edad, de quienes Lisa es amiga y que viven en la Granja Norte.

 

                               Los niños de Bullerby. Ilustración de Ilon Wikland (1930-).

Las historias son contadas desde el punto de vista de la pequeña Lisa, que narra con mucha gracia las aventuras y travesuras del grupo. En España han sido editadas por el Círculo de Lectores y por Sushi Books, ambas ediciones en un solo volumen, ilustrado por Illa Wikland, la dibujante favorita de Astrid Lindgren, como en el caso de los relatos sobre Madita y su hermana.

Las dos series son deliciosas, puras y entrañables, y por supuesto, divertidas, llenas de humor y aventura y repletas de esos niños traviesos e ingenuos que a todos gustan. Además, Astrid Lindgren es una escritora con oficio y talento que atesora una sensibilidad especial para retratar la infancia y sus sentires; y eso se percibe no más empezar a leerla. 

 

                                   La Granja Central ilustrada por Ilon Wikland (1930-).

¿Qué pueden encontrar nuestros hijos en estos libros? Pues, además de un entretenido pasatiempo, algo quizá hoy revolucionario: inocencia, libertad, juego, espontaneidad e imaginación y, en el fondo, la familia, una familia de verdad, protectora, sostén y custodio, solar y nido. Es decir, lo que la infancia debería ser y desgraciadamente ya no es. Su lectura puede ser una buena manera de agitar los corazones de los chicos, de avivar lo que de verdaderos niños aún retienen allí, acurrucado en un rincón olvidado, y que añoran sin siquiera saberlo. Lean a sus hijos estas historias o denles a leer estos libros, y los verán disfrutar. Asistirán al asombroso despertar de un deseo: sus hijos querrán ser como siempre habrían debido ser, como deberían ser y como, lamentablemente, no les estamos dejando ser.

                               Varias ediciones en español de los libros comentados.

Los protagonistas de estos libros exhiben frescura donde los niños urbanos de hoy experimentan aburrimiento o adicción. Les vemos practicar, con una tenue y deliciosa suavidad, los rituales de una inocencia, tan cercana, desenvuelta y espontánea, que muy probablemente nos veremos envueltos en una enorme tristeza y añoranza al comprobar como hoy esa ingenuidad está siendo sistemáticamente erradicada. 

Pero no hay que caer en el desánimo. Si les damos a los chicos una oportunidad, no me cabe duda alguna de que la aprovecharán. Lo he visto una y otra vez; en cada ocasión en que se les fuerza a quedarse a solas consigo mismos y con lo natural vuelven a lo natural, y a una velocidad de vértigo. Déjenlos en un jardín, sin pantallas, solos, a su rumbo y ventura. No tardarán en jugar entre sí, correr de aquí para allá, explorar, perseguirse, esconderse y reír, reír… Ustedes también sonreirán. Como decía el poeta:

 

Cuando se oyen las voces de niños en el prado

y llegan las risas hasta la colina

mi corazón en paz está en mi pecho

y todo lo demás está en reposo.

(…)

“Bien, bien, jugad hasta que la luz se esfume

y luego id a casa y hacia el lecho.

Los pequeños saltaron, gritaron y rieron

y en eco las colinas respondieron.

 

William Blake. Canción del aya

 

Estas historias les inspirarán, a unos y otros. Seguro. Puedo decirles que mis hijas disfrutaron en su momento mucho con estos libros, apropiados para niños de entre 7 y 10 años y muy propicios para ser leídos en familia.

19.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (IV)

    Oraciones al atardecer en Venecia. Hermann David Salomon Corrodi (1844-1905).

   

  

«Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios.»

Romanos 8, 28.

   

  

Esta es la cuarta y última entrega de una pequeña serie de artículos con los que he tratado de escudriñar, entre un puñado de buenos y grandes libros, de que manera, cómo y dónde el libre albedrío humano, bien se engarza, bien se enfrenta, a dos concepciones opuestas de estar en el mundo, como son el fatal destino pagano y la esperanzadora Providencia cristiana. Tras una primera entrega introductoria y una segunda donde transité desde el aciago hado de los antiguos hasta el misterioso designio divino cristiano, en la tercera he continuado la ya iniciada busca por entre nuestro universo literario para terminar hoy dando fin a esa pequeña exploración. Y sin más demora comienzo.

En esta última entrega voy a centrar mi atención en los cuentos de hadas, pues en muchos de ellos está presente, como hilo conductor suave y protector, la Providencia de Dios. 

Por ejemplo, en varios de los relatos de Hans Cristian Andersen pueden verse trazas de esa Providencia. En Los Cisnes Salvajes (1838), la pequeña Elisa está segura del amparo del amparo que le brinda el bondados designio divino y dice así: 

“Pensaba en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: Él hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso  del fruto. Y comió de él”.

 

                  Ilustración para Los cisnes salvajes de Anton Lomaev (1971 -).

Y en el relato, El compañero de viaje (1835), el protagonista, Juan, por el amor de una princesa, ha de enfrentarse con la resolución de peligrosos acertijos que bien pueden causar su muerte, pero asume el riesgo confiado, porque:  

“Lo mismo puede ser esto que otra cosa ––dijo Juan––. Tal vez sea precisamente lo que has soñado, pues confío en Dios misericordioso; Él me ayudará”.

Otro de los cuentos de Andersen que contiene una clara mención a la Providencia divina es Lo que dijo la familia (1870)En el siguiente fragmento vemos como el padrino de la protagonista, María, la alecciona sobre la misma:

“Un día, siendo joven, habían llorado, pero aquello le hizo bien, añadió; eran los tiempos de prueba, las cosas tenían un aspecto gris. Ahora brilla el sol dentro de mí y a mi alrededor. A medida que se vuelve uno viejo, ve mejor la felicidad y la desgracia, ve que Dios no nos abandona nunca, que la vida es el más hermoso de los cuentos de hadas. Solo Él puede dárnosla, y dura por toda la eternidad”.

Si retrocedemos en el tiempo y nos detenemos en los cuentos de los hermanos Grimm también encontramos ejemplos y Hansel y Gretel (1812), es una buena muestra. El padre Ronald Murphy, (The Owl, the Raven, and the Dove: The Religious Meaning of the Grimms’ Magic Fairy Tales. 2000), nos cuenta que Wilhelm Grimm pensó en las palomas como mensajeras de la Providencia Divina. Estas, al comer los pedazos de pan que Hans deja como rastro para regresar a casa, privan a los niños de la posibilidad de volver (al estado premoral y egoísta de sus progenitores) y de esta forma les guían, sin que ellos lo sospechen, hacia el buen camino. Dios envía su ayuda, envía las palomas, y aunque estas empujan a los niños hacia la casa de la bruja, les mantienen en el camino ya iniciado del amor genuino y del cuidado mutuo, lo que les sitúa en un estado de sacrificio del uno por el otro. Por ello, a pesar de las dificultades y los sufrimientos, la Providencia les dirige hacia el lugar correcto y verdadero como descubrimos al final del cuento. 

 

                   La princesa dormida. Obra de Viktor Vasnetsov (1848-1926).

También es digno de mencionar La urna de cristal (1857), cuento similar a La bella durmiente de Perrault, en el que la princesa protagonista atribuye a la Providencia divina la aparición del joven sastre que la libera de su prisión y con el que finalmente contrae matrimonio:  

“––¡Divina Providencia¡, gritó ella (…) Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras.”

Otro ejemplo de los Grimm es el cuento Nieve Blanca y Rosa Roja (1837), en donde las dos hermanas protagonistas son salvaguardadas del peligro de caer por un precipicio por su providente ángel de la guarda.

 

   Ilustración de Alexander Zick (1845-1907), para el cuento Blanca Nieve y Rosa Roja.

En los cuentos de hadas de la vieja Rusia, como ya les he comentado (vean, Cuentos rusos), hay un personaje paradigmático, el pequeño Iván, quien a pesar de su aparente simpleza e irrelevancia es el que al final de las historias resulta bien parado. Para la consecución de tal logro, Iván goza de ayuda, porque la Providencia divina siempre se une a su causa. Según Joseph Campbell y Andrei Sinyavsky, el personaje de Iván se embarca en una búsqueda que le lleva de problema en problema, pero un designio providencial viene constantemente a su rescate, y así su historia ejemplifica el inesperado triunfo de la simpleza, la sencillez y la inocencia. A este respecto es revelador que la expresión más afectuosa del pueblo ruso sea, al parecer, “ah, mi tonto” “ah, mi pequeño tonto” y que “Dios favorece al tonto” uno de sus refranes más populares.

 

      Ilustración para el cuento El caballito jorobado de Nikolai Kochergin (1897-1974).

Se pueden encontrar ejemplos de ello en el cuento de León Tolstoi, Iván el tonto (1885), el del poeta Piotr Yershov, El caballito jorobadito (1834) o en los de Afanasiev, titulados Zarevich Iván, el pájaro de fuego y el lobo gris Sivka-Burka (ambos publicados entre 1855-1863). Esta contradicción aparente encaja perfectamente con el mundo de la fantasía rusa y con la filosofía popular de los eslavos. 

El caso de los cuentos de hadas franceses no es diferente. Por ejemplo, el breve cuento de Los Tres Deseos ridículos (1697) de Charles Perrault, contiene la lección práctica y teológica de que los hombres no saben lo que necesitan, y que siempre les irá mejor si se dejan gobernar por la Providencia que si, llevándole la contraria, se ponen a hacer todo lo que se les ocurre, dejándose arrastrar por impulsos o pasiones. También el cuento de Madame d’Aulnoy, La princesa Rosita ––o Rosette–– (1697), tiene como tema central el auxilio y cuidado de la guarda providencial. Una versión española de finales del XIX introduce una moraleja final que no está en el cuento original pero que resumen bien su enseñanza, y que versa así: 

“Siempre por la inocencia

Vela de Dios la justa Providencia”.

 

         Ilustración para el cuento La princesa Rosette de Gustaf Tenggren (1896-1970).

En nuestro acervo literario también hay muestras de estos retazos providenciales (en Don Juan Manuel, Quevedo etc.). Por ejemplo, hay un brevísimo cuento de Fernán Caballero titulado San Pedro (en Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares1877), en el que se fabula sobre la prédica de Nuestro Señor al respecto de nuestras preocupaciones humanas y la confianza que debemos depositar en nuestro Padre celestial y en su Providencia, y que dice así:

“Cuando el Señor y San Pedro andaban por el mundo, llegaron a una choza, en la que hallaron a un hombre, al que se había muerto su mujer, dejándole tres criaturitas chicas, que estaba muy afligido, tanto más cuanto que era anciano, y estaba con un mal sin cura.

Cuando salieron de allí le dijo San Pedro al Señor que cómo no se compadecía de aquella desdicha, y que si moría el padre, qué iba a ser de aquellos niños. El Señor le dijo entonces que levantase una piedra muy grande que había a la vera del camino. Hízolo así San Pedro, y vio que había debajo una gran cantidad de animales, culebras, salamanquesas, tiñosas, lagartijas, ranas, sapos, erizos, galápagos, alimañas, y el Señor le dijo: 

––Quien mantiene a esos animales cuidará de esos niños. Su padre se les morirá, y serán recogidos por gentes piadosas. Uno será Obispo, otro Cardenal y otro Virrey”. 

En todos estos ejemplos, la acción providencial es acompañada de una entrega confiada e incondicional de los protagonistas, aunque su percepción sea más intuitiva que racional. Todos sabemos que la comprensión plena de qué es la divina Providencia se nos escapa, sobretodo al tratarse de la acción temporal de Aquel que está fuera del tiempo; que decir por tanto de lo que le ocurrirá a nuestros chicos. Ello no obstante, estas historias podrán ayudarles a preparar el terreno para que sus almas pueda germinar esta idea y con ella una idea mayor. Por lo pronto, lo que de inicio quizá arraigue más fácilmente sea la ya comentada virtud que ese gobierno providente y misterioso lleva siempre consigo anudada la virtud de la esperanza, una esperanza que ayudará a aceptar con humildad aquello que nos suceda, sea lo que sea, sabiendo que Dios provee nuestro sustento y cuidado.

Así que termino con la fe y la esperanza y con el Cardenal Newman, que refiriéndose al arcano proceder de la Providencia de Dios, ––siempre tan inexplicable y misteriosa para nosotros, pero a la que siempre debemos recibir con confianza––, nos dice:

Es una ley de la Providencia de Dios que nosotros consigamos el éxito a través del fracaso; por eso mi consejo es decirte: No dudes que Él se valdrá de ti ––sé valiente––, ten fe en Su amor por ti ––en su perpetuo y eterno amor–– y ámale con la seguridad de que Él te ama”.

12.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (III)

            La Señora de la Divina Providencia, óleo de Scipione Pulzone (1544-1598).

   

 

“Hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza”.

Proverbios 19, 21.

  

     

Una de las advocaciones de la Virgen María es la de Madre de la Divina Providencia. Se trata de una devoción medieval de origen italiano realmente hermosa ya que unifica muy vivamente su labor de madre que cuida de sus hijos y su función de colaboradora de la Providencia. 

La idea del manto protector, amoroso y maternal, que ella nos ofrece en respuesta a nuestras plegarias y su relación con la Providencia divina es recogida en unos breves versos de ese magnífico poeta que fue Gerard Manley Hopkins: 

Ella, rústica red, realzada túnica,

Cubre al planeta pecador

Desde que Dios dejó que dispensase

La Providencia Suya con plegarias.

La imagen de esta advocación providencial de la Virgen encuentra también eco en la novela de George Macdonald, publicada en 1872, La princesa y los trasgos (ya tratada aquí), donde resulta personificada en la abuela de la protagonista. Macdonald nos cuenta que la magna anciana vela por todos aquellos que, perdidos, deambulan por el castillo, a quienes proporciona protección frente a los peligros que en la noche acechan tras las múltiples puertas, los oscuros rincones o las umbrías esquinas de las torvas escaleras. Frente a la noche, sus terrores y laberintos y sus misteriosas criaturas, se alza el consuelo y guarda en la abuela de largos cabellos.

 

La princesa Irene y su abuela, la dama de cabellos blancos, ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

 

La fe infantil de la princesa Irene, que puede creer sin ver ni entender, la hace confiar en su misteriosa y querida abuela, que opera en su vida como la protectora Providencia. Esta relación entre la venerable anciana y la pequeña princesa se fundamenta en la fe incondicional de la niña. Una relación simbolizada por el hilo que une el dedo de Irene y la rueca de la abuela, muestra imaginada de la relación del hombre con Dios basada en la fe, la esperanza y la caridad.

Otro ejemplo literario de la acción providencial divina podemos encontrarlo en la serie Las Crónicas de Narnia (1950-1956), de C. S. Lewis (de la que he hablado aquí). En el libro titulado El caballo y el muchacho (1954) es posible percibir a lo largo de toda la historia esa provisión protectora. Los protagonistas muestran una suave y a veces, áspera y dolorosa (“suaviter et fortiter”,como decía Santo Tomás) disposición hacia el propósito predeterminado por el creador del mundo, el gran león, Aslan.

 

 

          Shasta perseguido por Aslan y dibujados por Pauline Baynes (1922-2008).

 

Podemos ver esto cuando el protagonista, Shasta, está contando a la cosa (se trata de Aslan, el león, analogía de Cristo, pero hasta entonces el protagonista no sabe qué o quién es), las desgracias que ha sufrido:

“(…) Le contó que no había conocido a sus padres y que el pescador lo había criado de un modo muy severo. Y luego le contó la historia de su huida y el modo en que los persiguieron los leones y se vieron obligados a nadar para salvar la vida; y todos los peligros corridos en Tashbaan y la noche que había pasado entre las Tumbas y cómo las bestias le aullaban desde el desierto. Le habló también del calor y la sed padecidos durante el viaje por el desierto y que casi habían alcanzado su objetivo cuando otro león los persiguió e hirió a Aravis. También mencionó lo mucho que hacía que no probaba bocado. 

—Yo no diría que eres desafortunado -dijo la Gran Voz. 

—¿No te parece mala suerte que me haya encontrado con tantos leones? -inquirió él.  

—Sólo había un león -declaró la Voz. 

—Pero ¡qué dices! ¿No has oído que había al menos dos la primera noche, y…? 

—Sólo había uno: pero era muy veloz. 

—¿Cómo lo sabes? 

—Yo era el león. 

Y cuando Shasta se quedó boquiabierto e incapaz de decir nada, la Voz siguió: 

—Yo era el león que te obligó a unirte a Aravis. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que alejó a los chacales de ti mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo durante los dos últimos kilómetros para que pudieras llegar ante el rey Lune a tiempo. Y yo fui el león que no recuerdas y que empujó el bote en el que yacías, una criatura al borde de la muerte, de modo que llegaras a la orilla donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, para recibirte”.

En otro de los libros de la serie, La Silla de plata (1953), la presencia de la Providencia se revela cuando Jill y Eustace, desalentados por una infructuosa búsqueda, son consolados por su acompañante, Barroquejón, que les dice: 

—“No se preocupen —dijo Barroquejón—. No existen las casualidades. Es Aslan quien nos guía; y él estaba allí cuando el rey gigante mandó esculpir las letras, y ya sabía todo lo que sucedería después; incluyendo esto”. 

Lo mismo ocurre en todas aquellas historias que relatan la vida y las tribulaciones de ese tipo tan especial de protagonista que es el huérfano (del que ya me ocupé aquí). Un patrón común recorre las tramas de estos relatos, especialmente en las historias de Charles Dickens pero extrapolable a muchas otras, pues en todos ellos pueden vislumbrarse acciones providenciales que guían a los protagonistas a su destino final. 

Dickens es profuso en la utilización de estas concatenaciones inverosímiles. Podemos verlo, por ejemplo, en Oliver Twist (1838) (ya tratada aquí), cuando el pequeño Oliver se encuentra casualmente con un viejo caballero en las calles de Londres, tropiezo que cambiará radicalmente su vida, pues ese hombre (el Sr. Brownlow) resulta ser un viejo amigo de su padre que, casualmente, tiene en su casa un retrato de la madre de Oliver, lo que le permite identificar al niño por el gran parecido que este guarda con aquella. O en David Copperfield (1850), cuando el protagonista visita la localidad Yarmouth y encuentra en sus playas el cadáver de un viejo amigo victima de un naufragio. Otras señales providenciales pueden atisbarse por ejemplo en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë, cuando la joven Jane, vagando por los páramos, es rescatada y acogida por la familia Rivers, que no conoce y de los que resulta ser prima o cuando cree escuchar la llamada de su amado entre los gemidos del viento, lo que la lleva a encontrarse con él. Finalmente, podemos encontrar otro ejemplo en Los Miserables (1862) de Víctor Hugo, donde el protagonista Valjean, mientras huye de la policía por las callejas de los barrios bajos de París, se encuentra con el hombre a quien había salvado la vida muchos años antes en una ciudad lejana.

 

David Copperfield en su infancia con la pequeña Emily en la playa de Yarmouth, obra de Frank Reynolds (1876-1953).

  

Otro factor que nos remite a ese designio providencial que nos guía amorosamente podemos encontrarlo en las actitudes de los protagonistas de estas novelas, que a pesar de su orfandad creen en un gobierno divino del mundo, según el cual, pase lo que pase, “para los que aman a Dios todo coopera para el bien” (Rom 8, 28). 

En Heidi (1880), la famosa novela de Joanna Spyri (tratada aquí), podemos encontrar más ejemplos. Cuando Heidi y Clara admiran juntas el firmamento estrellado, esta última exclama:

—“Parece como si estuviéramos viajando en un carro, justo en el cielo, entre las estrellas”.

 A lo que Heidi responde con una explicación que relaciona deliciosamente el centelleo de las estrellas con la Providencia divina:

—“Al estar arriba en el cielo las estrellas saben que Dios cuida de nosotros. Y eso las alegra y por eso centellean y nos guiñan los ojos. Pero no por ello debemos dejar de rezar. Así estaremos seguras de que no debemos temer por nada”.

Así pues, hagamos que nuestros hijos, leyendo estas obras, se dejen envolver por el amoroso manto de la Providencia divina y se abandonen cándidamente en ella pues, como ya sabemos, “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? (…) Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. (Mt 6, 31-33; Mt 10, 29-31).