"Peceras" en los templos. Casi mejor que no
Tenemos que replantearnos eso de las “peceras” en los templos parroquiales. Hubo un momento, quizá seguimos en él, en el que se veía como algo útil para papás con niños pequeños el habilitar en los templos unas zonas acristaladas e insonorizadas, pero con buena megafonía, desde las cuales los papás con niños pequeños pudieran participar de la santa misa sin miedo a molestar al resto de los fieles.
En la parroquia de un servidor hay familias que acostumbran a seguir la celebración desde la capilla del Santísimo, separada del templo principal por una cristalera y que en la práctica se ha convertido en esa pecera cómoda para los padres.

No dejan de sorprenderme los criterios con los que un buen número de católicos valora a un pastor. Lo estamos viendo desde que inició su pontificado Francisco, lo hemos vuelto a contemplar en cuanto saltó el nombre de D. Carlos Osoro como nuevo arzobispo de Madrid, y hoy tenemos la edición repetida con motivo del fallecimiento de D. Ramón Echarren.
Alguien dijo de este país que es un país de porteras. Efectivamente una sociedad que se vuelve loca con los programas del corazón, la bilis, el páncreas y la bilirrubina, y que conoce mucho mejor la lista de novios y medio novios de los Pantoja que la lista de los reyes godos y los tiempos verbales, es una sociedad tocada del ala.
Hace años, pastoralmente hablando, se puso de moda algo que aún colea: la famosa “opción por los pobres”. Ya saben: homilías monotemáticas sobre ayudar al pobre donde jamás cabía nada que fuera gracia, redención o conversión; una catequesis centrada en qué bonito es compartir, y unas celebraciones litúrgicas con veinte símbolos, cadenas rotas, zapatillas para el caminar, manos que se estrechan y un mapamundi. Pasó aunque aún quedan pequeños rescoldos.