Empeñarnos en lo que no podemos controlar
La liturgia de los últimos días está siendo terrible. Desde el pasado domingo, la tempestad y la barca que casi se hundía, la casa edificada sobre arena o sobre roca, el destierro a Babilonia, hoy mismo la memoria del mártir san Ireneo. Todo son catástrofes.
Demasiado sencillo concluir diciendo que es que nos atacan por todos lados, aunque pudiera ser verdad, que no lo voy a negar. Parece que todo lo tenemos en contra: una sociedad secularizada, los medios de comunicación, las redes sociales, los políticos, incluso la gente más cercana. Como siempre. Cuando no son los vientos huracanados que encrespan el mar y se lanzan contra la casa, son los perseguidores de la fe, babilonios o autoridades romanas. Una historia muy vieja.
Es el gran lamento. Todo lo que nos pasa es por culpa de los otros que son muy malos. No estoy en absoluto de acuerdo.

La nostalgia es la nostalgia, y en la medida en que nos hacemos mayores nos produce una especial ternura volver a nuestros orígenes. Cosas en las que hacía tiempo que no reparábamos, hoy hasta nos humedecen los ojos de emoción. Me siento rejuvenecido. Mucho. Los que nos formamos en los años setenta y ochenta hoy nos estamos reencontrando con las propuestas de nuestra juventud. Cualquier día saco los pantalones campana y un jersey de cuello vuelto. Me estoy planteando una posible trenka y la cazadora de pana.
Ya les he dicho, y me temo que seguiré en ello, que lo que la archidiócesis de Madrid ha enviado a la secretaría del Sínodo como respuesta a las grandes cuestiones sinodales es de lo más tremendo que uno ha visto en Madrid. Tremendo que se hagan pasar por iniciativas diocesanas lo que no son más que las elucubraciones del 0,026 % de los católicos de la archidiócesis, y tremendas las cosas que se piden y sugieren.





