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30.10.13

Maternidad, el mayor tesoro

Mulieris dignitatem (III)

Juan Pablo II recordó en la Mulieris dignitatem II varios documentos, entre los que destacan la «Pacem in terris» de Juan XXIII y fragmentos del Concilio Vaticano II; es Pablo VI quien creo una «Comisión para la promoción y responsabilidad de las mujeres», fundado en su afirmación: En efecto, en el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual el Nuevo Testamento da testimonio en no pocos de sus importantes aspectos; es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la estructura viva y operante del Cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia sus virtualidades.

Juan Pablo II hace suyas dichas citas y afirmaciones. Y desea ir más adelante en el descubrimiento y en la exaltación de las virtualidades femeninas.

Todas las religiones prestigiosas y hasta filósofos independientes se han preguntado sobre el destino del hombre en la tierra. La respuesta es el envío del Salvador, cuya venida y obra constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad. Y el Salvador, Dios, es “nacido de mujer” (3).

Y esa mujer que se halla en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico acepta su misión, noble y dolorosa; en ese momento, por su voluntaria respuesta, Dios mismo sale al encuentro de las inquietudes del corazón humano. En el acontecimiento, verificado en la oscuridad y soledad de un desconocido recinto de Nazaret, María alcanza tal unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa, podían esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién podía suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del Altísimo»? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe monoteísta del Antiguo Testamento. Solamente en virtud del Espíritu Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María pudo aceptar lo que era «imposible para los hombres, pero posible para Dios» (3).

Ahí queda la dignidad femenina exaltada hasta lo inverosímil.

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