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11.02.13

La hora de los laicos (7) - Eclesiología de comunión: ¿Unidad o unicidad?

Tema espinoso el de la comunión eclesial, precisamente por el deber y el derecho de cada bautizado de ocupar su lugar en el Cuerpo místico de Cristo. La Exhortación apostólica Christifideles laici presenta a la Iglesia como una

comunión orgánica de vocaciones, ministerios, servicios, carismas y responsabilidad en toda su diversidad y complementariedad”, que deben desarrollarse en sintonía con la eclesiología de comunión.

Observa el P. Rotondi, que el Papa Pío XII, gran propulsor del apostolado de los seglares y bajo cuyo pontificado se verificaron los dos primeros Congresos mundiales para el apostolado de los laicos (1951 y 1957), insistió siempre en la unidad de fuerzas excluyendo la unicidad” o uniformidad de organización o de procedimientos -afirmando el Pontífice- que la variedad, no sólo posee un valor estético sino también ventajas estratégicas.

De ahí que el tema de la eclesiología de comunión en cuestión, como ya se ha dicho, viene a ser el nudo gordiano o clave del documento sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.

Juan Pablo Magno llamó a los fieles cristianos laicos al

testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo, «principio y fundamento visible de unidad» en la Iglesia particular (CL, 30), en la mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia.

La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración (30).

El Papa volvió a retomar la eclesiología de la comunión en la Carta apostólica Novo millennio ineunte:

Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.

En la misma Carta, Juan Pablo II indica que antes de programar iniciativas concretas se promueva una espiritualidad de la comunión ya que sin este camino espiritual

de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento (cf. Juan Pablo II, Novo milennio ineunte, 43).

Ser evangelios abiertos, no consiste en programación y técnica, sino en fe perseverante, y espíritu combativo de anunciadores creíbles de valores capaces de edificar una nueva civilización digna de la vocación del hombre (Juan Pablo II, 11-10-1985).

A costa de una comunión-máscara se han desconstruido movimientos y asociaciones, se han apagado y frenado entusiasmos, se han destruido organizaciones apostólicas, para supuestamente reedificarlas, purificarlas, o ponerlas al día, satanizándolas, desprestigiándolas y acomplejando su acción evangelizadora, pervirtiendo la verdadera vocación y misión de los seglares en la Iglesia y en el mundo, con la insuflación en esas asociaciones eclesiales de piratas agentes del progresismo.

Pude vivir la experiencia de que en una diócesis chilena en concreto, el obispo había suprimido todos los movimientos y asociaciones, a los que en sus propias palabras no podía dar luz verde porque no son mis opciones pastorales. Tendencia manifestada también en otras latitudes, dirigida a dominar asociaciones y movimientos y cambiarlos conforme a ideas propias. Siguiendo ese modelo, en mi propia diócesis, un obispo quiso además, suprimir los movimientos apostólicos para que se tornaran en Comunidades eclesiales de base, dirigidas en ese momento por un clérigo progresista, que las había politizado completamente. Uno de los movimientos en particular, puso una muralla de oración y fidelidad a su propio carisma, recordándole al obispo en cuestión, que su tarea respecto de los movimientos era la de exigir que se viva el carisma asociativo y no que se lo eche a la papelera, con lo que salvaron a las otras asociaciones también.

Afirmó en su momento el cardenal Joseph Ratzinger:

debe decirse claramente a las iglesias locales, también a los obispos, que no les está permitido ceder a una uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales.

Un proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los conflictos como meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al precio de la renuncia a la totalidad del testimonio, pronto se revelaría ilusorio. No es lícito, finalmente, que se dé una cierta actitud de superioridad intelectual por la que se tache de fundamentalismo el celo de personas animadas por el Espíritu Santo y su cándida fe en la Palabra de Dios, y no se permita más que un modo de creer para el cual el «si» y el «pero» es más importante que la sustancia de lo que se dice creer (Los Movimientos eclesiales y su colocación teológica, 27-5-1998).

La planificación es buena, y hasta necesaria, pero lo que es preciso atacar con energía –decía el P. Daniel Elcid, OFM-, es el que cada cual crea que en la viña del Señor tiene la exclusiva y el monopolio de cuanto ha de hacerse.

La Iglesia toda debe buscar el espíritu de comunión con el Padre (1 Juan 1, 3), con Cristo (1 Corintios 10, 16) y con los hermanos (Hechos 2, 42), la vida de co­munión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza atrac­tiva que conduce a creer en Cristo. De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión (28-31).

7.02.13

La hora de los laicos (6) - Riquezas del laico

La Exhortación apostólica Christifideles laici subraya que la Iglesia

es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser –cada uno a su modo- activos y corresponsables (21).

Porque el Espíritu Santo se derrama sobre todos los bautizados haciéndolos Cuerpo de Cristo con todas sus características y obligaciones necesarias.

El Sínodo de 1987, sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, había abordado respecto de la confusión de los términos ministerio, suplencia y clericalización de los fieles laicos.

Dejó claro el Sínodo que los ministerios que derivan del Orden, son servicio o diakonía, que configuran una participación en el ministerio pro­pio de Jesús (22), y, asimismo que existen otros ministerios, oficios y funciones pro­pios de los laicos, fundados en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Matrimonio (23). Ya lo sitúa el Código de Derecho Canónico:

Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya mi­nistros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acóli­tos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el minis­terio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautis­mo y dar la Sagrada Comunión.

Hermosos caminos de participación del ministerio de Cristo y ocasiones de enriquecimiento personal y de sus hermanos a través de su acción. La asamblea litúrgica que com­pleta, no es tanto del clero cuanto de la Iglesia toda, siempre que se percaten de:

1) que la raíz de su potencia y acción es el bautismo;

2) que no provoque situaciones de emergencia, o de necesaria suplen­cia solo por el prurito de actuar;

3) que se ejerciten dichas funciones en conformidad con su específica vocación laical;

4) que procuren no salir de su dilatado y absorbente campo propio.

Para una acción logra­da y eficaz, el Espíritu Santo regala, a cada uno y a su tiempo, los más variados carismas, que son dones con semilla adecuada.

Así, la puesta en marcha de la totalidad de los bautizados, no de unos pocos, es lo que la Iglesia conducida por el Espíritu Santo pretende hoy. Lo logró en los primeros siglos con asombrosa capilaridad, aunque posteriormente en las antiguas estructuras feudales se ignoraron los derechos y obligaciones de los fieles laicos lo cual tuvo consecuencias graves no solamente para la Iglesia, sino para el mundo entero.

Antes del Concilio en  su Teología del apostolado el cardenal Suenens se quejaba de que

En nuestros días prevalece el criterio de considerar como católico “normal” al cristiano cumplidor de sus deberes en la intimidad de la vida privada, aunque no se preocupe ni poco ni mucho de la salvación de sus hermanos. Es esto, hay que decirlo muy alto, una caricatura del verdadero católico y aun del mismo catolicismo. El católico mediocre no es el católico normal.

Consecuentemente el bautizado sólo se persuadirá de que es sacerdote si actúa.

MODOS DE PARTICIPACIÓN:

La Christifideles laici se hace eco de la urgencia de que los seglares

participen en la vida de la Iglesia no sólo llevando a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos modos:

a través de las Iglesias particulares, en una de las cuales se in­serta. sin perder una amplitud de miras católica.

Siguiendo la trayec­toria de los Consejos Pastorales Diocesanos, la Christifideles laici, subraya que el Sínodo ha solicitado la creación de éstos, como la principal forma de colaboración y de diálogo, como también de discernimiento a nivel diocesano (25).

Sin duda alguna el Sínodo no se refería a esos organismos denominados consejos pastorales ya en el ámbito diocesano, ya en el ámbito parroquial que se han venido a constituir en sustitutos del presbítero. En mi experiencia apostólica he podido ver la realidad de dichos organismos que en muchos casos tienen más poder que el sacerdote y solamente resultan ser un obstáculo para la evangelización en vez de un ayuda eficaz, por la estrechez de miras, o por otras circunstancias de equivocada función.

Los laicos se ubican en la parroquia que es la Iglesia misma que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas (26). Con un compromiso apostólico en la concepción pastoral concreta de la parroquia, pues que

pueden y de­ben prestar una gran ayuda al crecimiento de una auténtica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana (27).

El seglar es un miembro de la Iglesia único e irrepetible, porque Dios llama a cada uno por su nombre propio e inconfundible. Los seglares no solo participan de la dignidad y el honor de Cristo, porque son cristoi, ungidos por el Espíritu de Cristo, sino también del ministerio de Cristo.

Una minoría de selectos acaudillada por hombres como San Agustín y San Ambrosio, lanza a la romanidad al cumplimiento de su misión única en la Historia: crear las bases de una nueva civilización de la que todavía hoy vivimos. El tertium genus, la tercera raza como diríamos hoy, de hombres distintos de romanos y bárbaros, esa minoría de selectos influyendo en la masa empuñará el timón, regirá pueblos, sacará al mundo a flote en uno de los cataclismos más grandes de la historia. Fortalecida por la fe en Cristo, hizo ese milagro, que puede repetirse también en nuestros días, si nos mantenemos fieles a las enseñanzas del pasado y no nos dejamos arrastrar por las prisas de un activismo alocado (Laicos en marcha, P. Tomás Morales SJ).

4.02.13

La vanagloria huele a idolatría

La vanagloria huele a idolatría, ya que idolatra al ego, lo coloca en el trono de Dios. La vanagloria aparece en la Sagrada Escritura como uno de los vicios más repugnantes a la par que corrientes de las personas.

La persona se muestra como un pavorreal, pagada de sí misma, convencida de que es superior a los demás y sintiendo una estimación exagerada y absurda de sí misma.

San Pablo dice: el amor no se engríe, no es presuntuoso. El presumido no sólo se siente superior a los demás, sino que además lo hace saber a otros que lo es. Cuando San Pablo escribió su Himno a la caridad (1Cor 13, 1-13) en la comunidad de Corinto habían surgido camarillas, grupos elitistas que se jactaban de los carismas que el Señor les había donado. El apóstol, destrozó semejante arrogancia con el hermoso símil del cuerpo humano (1Cor 12).

El P. Albert Joseph Mary Shamon narra lo siguiente:

Recuerdo a un anciano de Belfast, Irlanda, quien entró a la sacristía después de una homilía en la que yo mencioné al Titanic. El me dijo: «Yo trabajé en él. Cuando fue botado, todos nosotros, los católicos irlandeses dijimos que era un barco predestinado a desaparecer». Yo le pregunté por qué. Él me respondió: «la inscripción sobre el casco dentro del barco era una blasfemia; una inscripción que temerariamente se jactaba: ni Dios podría hundir este barco». La historia subsiguiente la conocemos todos.

Con su magistral agudeza Santo Tomás de Aquino manifiesta que la vanagloria es la raíz de una serie de defectos que pueden convertirse en auténticos pecados contra Dios y los prójimos.

Las hijas principales de la vanagloria serían las siete siguientes:

La jactancia en el hablar, ya que se gloría de su propia ciencia y goza de escuchar sus razonamientos y hasta el timbre de su propia voz.

El desordenado afán de novedades con que pretende continuamente atraer hacia sí el interés y la atención de los demás.

La hipocresía que aparenta buenas obras que no existen en la realidad, pero que conviene señalarlas para no perder su puesto relevante ante los demás.

La pertinacia que no quiere rendir nunca su entendimiento ante los demás como si fuera el único o el más genuino poseedor de la verdad.

La discordia que es el aferramiento a su propia voluntad, lo que impide que sopese el valor de los argumentos de los demás, pues, lo que le importa es dominar siempre a los otros.

La discusión clamorosa que quiere quedar siempre triunfante, y, además, no sólo en la intimidad, sino ante un público que puede admirar su sabiduría excepcional según él. San Pablo etiquetó a los jactanciosos como bronces ruidosos y címbalos estruendosos. Como consecuencia ninguna persona inteligente escucha a un jactancioso.

Y, la desobediencia, porque nunca está dispuesto a aceptar la humillación del sometimiento, manteniéndose en sus argumentos aunque sean tan débiles que se caen por su propio peso, sin necesidad de discusión.

La vanagloria nace con la persona humana, es una de las inevitables herencias de todo mortal. Algunos se percatan de su existencia y de su peligro, y luchan por desterrarla, pero son pocos, ya que su perfume gusta a todos.

La vanagloria es una exageración impúdica del propio valer. Al mismo tiempo que el olvido de que toda buena cualidad es un don de Dios, que nos lo puede quitar en cualquier momento. Un ataque cerebral puede ofuscar la más clara inteligencia, una parálisis no deseada puede destruir la carrera del más brillante atleta. Una afonía inesperada puede hacer fracasar al más eminente de los cantores. Una ceguera puede aniquilar el porvenir profesional de un excelente cazador de fieras.

El sujeto aborrece estas desgracias y sólo cuando llegan, se da cuenta de que su vanagloria anterior, era una exageración en la aplicación de los méritos a sus propias habilidades.

Job el bíblico es un magnífico ejemplo. Perdió contra su voluntad las mejores facultades y la salud, despreciado hasta por su propia mujer. Pero recuperó todas sus cualidades por una espléndida donación divina, y sólo entonces se percató de su inutilidad sin Dios.

El amor, por tanto, no se engríe ni presume. El amor es humilde, es modesto, busca agradar solamente a Dios, como Nuestro Señor mismo lo aconsejó: ora en secreto, ayuna en secreto, da limosna en secreto (cf. Mt 6, 1-18). Oculta tus buenas obras, como el mar lo hace con las perlas.