Aún nos queda la esperanza
Hoy también para los cristianos –y tal vez con muchos más motivos– el Señor podría repetirnos a cada uno la tremenda pregunta de los Improperios, de la liturgia de cada Viernes Santo: ¡Oh, pueblo mío, ¿qué mal yo te he hecho, en qué te he ofendido?! No es fácil la respuesta, ni muchísimo menos. Al menos, para nadie que sea sincero. Lo que pasa es que somos como la pared de un frontón: lo devolvemos todo.
Parece mentira que pueda más, que tenga más valor para muchos el relativismo que el evangelio; nuestro egoísmo que la muerte de Cristo en la cruz.
Recordemos que él abrió el mar Rojo para que pasara el pueblo perseguido; que durante 40 años una columna de fuego los guiaba en la noche; que en pleno desierto les regaló el maná y las codornices; que de la peña hizo brotar agua para que apagasen la sed; que hirió a los reyes cananeos; que dio al pueblo un cetro real, y que con gran poder lo llevó a la tierra prometida.
En cambio nosotros, como torpe respuesta a sus muestras de amor, lo llevamos acusado ante Pilatos; le escupimos, lo abofeteamos y lo azotamos; lo coronamos con una corona de espinas; cuando nos pidió agua porque tenía sed le dimos vinagre y hiel; le abrimos el costado con una lanza y, por si era poco, lo colgamos del patíbulo de la cruz.