Emilio Boronat Márquez es profesor en la Facultad de Humanidades, Educación y Comunicación, de la Universitad Abat Oliba-CEU, de Barcelona. Padre de 4 hijos, miembro de la Asociación Católica de Propagandistas y de Schola Cordis Iesu. Fue director del Colegio Cardenal Spínola, de Barcelona. En esta entrevista nos habla de la importancia de educar a los jóvenes con una cosmovisión católica recta frente a las erróneas concepciones de Dios, del hombre y de la realidad de Rousseau y Kant.
Tradicionalmente se hablaba del corazón como lo más profundo del ser, en sentido bíblico, pero hoy la psicología contemporánea habla mucho de reducir el corazón a los meros sentimientos. ¿Afecta esta tendencia también a la educación y, especialmente, a la educación católica?
Hace ya muchos años que el tema de la degradación de la educación está al orden del día. Los enfoques que se proponen como solución siempre redundan en aspectos, no por ello menos importantes, como los contenidos, la evaluación, la organización del centro o sobre cuestiones de carácter más político y social como la libertad de educación, la elección de centro, los conciertos educativos. Ciertamente son aspectos notables sobre los que como vemos no solo no hay consenso, sino que se usan como arma política generando como resultado desazón, desánimo, y desconcierto entre los maestros y un empeoramiento de la formación y la educación moral de los niños y de los jóvenes.
La educación es una cuestión fundamentalmente moral o, utilizando una terminología moderna, existencial. Quiero decir que el fin de la educación y del sistema educativo no es meramente proveer de mano de obra formada al mercado de las necesidades sociales, sino principalmente cooperar al pleno desarrollo humano de las personas y a la mejora de la vida colectiva como consecuencia de esa misma perfección que van adquiriendo los hombres. El desconcierto de la educación es por tanto de origen antropológico, es decir, de concepto de hombre y, a su vez, epistemológico.
En la tradición clásica realista se habla del alma como el principio de vida de un ser. En el hombre la vida se manifiesta en el acto de entender y conocer la verdad, la realidad de las cosas; en el acto de la voluntad, para el bien y en la memoria. Finalmente, en el acto de amar. Es una realidad espiritual, cuyo origen y naturaleza no es el mismo que el de la materia, aun materia viva. Es el soplo divino que Dios insufla sobre nuestro barro. Santa Teresa habla de la morada más oculta, donde pasan las cosas de mayor secreto entre Dios y el alma.
Hay una deriva en toda la cultura contemporánea de carácter emotivista subjetivista y materialista en un sentido biologista, de modo que lo que en la tradición cultural de occidente se ha llamado alma, espíritu, queda reducido a una suerte de instinto subjetivo, en el que pasiones, emociones y sentimientos diluyen sus límites y su perfil.
Rousseau afirma que la naturaleza del hombre es buena y piensa que es la sociedad quien pervierte al hombre, ¿Esto va contra la doctrina del pecado original?
Rousseau es el padre filosófico de toda la pedagogía contemporánea. Lleva a cabo una transformación en la forma de entender la relación entre el hombre y la sociedad, entre el bien y la raíz del mal. En la tradición cultural cristiana se afirma que desde el pecado original el hombre, su constitución y sus potencias, y la creación entera, han quedado heridos. El resultado de esa herida es por una parte la incapacidad para cumplir el fin que le es propio al hombre en cada una de sus potencias y facultades. También, la tendencia natural al desorden. Entendimiento, voluntad y memoria, están disminuidos en sus propias capacidades y, por lo tanto, no solo amenazados de error, ignorancia, debilidad u olvido, sino también pueden caer fácilmente presa de las potencias inferiores de la naturaleza humana: la imaginación, los sentimientos, las emociones y las pasiones. La educación debe pretender pues, fortalecer el alma racional para familiarizarla con la verdad y el bien, arraigarla en la verdad y el bien, que es su fin propio, para liberarla, no solo de la ignorancia y el error, sino también para regir los sentimientos y las emociones, así como las pasiones.
Para Rousseau este orden jerárquico que ordena el cuerpo al alma y el alma a Dios se diluye en una naturaleza “omniabarcante” y dinámica, entendida como totalidad y como reino de la necesidad. Nada trasciende a la naturaleza, sino que ésta, principio originario y generador, se manifiesta de múltiples formas, siempre cambiantes. Todo es expresión por igual de la fuerza de la naturaleza. Tanto la racionalidad como la irracionalidad pertenecen al mismo orden de cosas. Por lo tanto, el instinto, la pasión, el deseo, el sentimiento, tiene el mismo valor que el acto racional o el acto de la voluntad. Por una parte, nos encontramos ante una suerte de panteísmo vitalista. Siendo la naturaleza el principio originario, todo cuanto surge de la naturaleza es bueno, todo cuanto la altera o la vulnera es malo.
Por lo tanto, el hombre natural es el individuo del sentimiento natural. El hombre se desnaturaliza cuando se somete a las exigencias de la vida en sociedad, con sus normas, sus preceptos morales, sus leyes políticas que no son sino principios desnaturalizadores. El hombre natural es bueno, el hombre en sociedad ya está corrompido. Como toda la tradición de occidente, fundada en mayor o menor grado sobre la doctrina del pecado original, ha afirmado que la racionalidad perfecciona la irracionalidad, así como la verdad y el bien perfeccionan el alma humana y la gracia perfecciona la naturaleza, para Rousseau precisamente esa racionalidad, esa pretendida verdad y bien y esa gracia figurada son los elementos que pervierten y corrompen la naturaleza del hombre.
La moral, las leyes, las normas por tanto son una represión de lo natural, que es bueno… ¿En el fondo está en la base de los anarquistas, hoy llamados antisistema?
No cabe la menor duda que considerar la cultura, la moral y la sociedad como contrarias a la naturaleza, en lugar de afirmar que son el producto más noble de la naturaleza humana sociable, han generado esta dicotomía dialéctica entre la espontaneidad natural y la constricción cultural y moral, como si libertad y cultura fueran contrarias. Uno de los significados de la palabra latina originaria (mos, -oris), es precisamente morada. La moral es, pues, “la casa del hombre”. Recordemos que toda la pedagogía bíblica se funda en el cumplimiento de la ley como medio para educar al hombre en el amor, que es el acto supremo de la libertad (“Os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”).
Esta filosofía de Rousseau está en el origen del cuestionamiento de la tradición, la costumbre, la cultura, la ley, la norma, no solo de la vida social, sino también y sobre todo en educación: la exaltación de la creatividad, de la espontaneidad, de la experimentación individual, va mucho más allá de lo que suele llamar atención personalizada, porque disuelta la vida personal en un manojo de fuerzas naturales imprevisibles e indefinibles, el criterio es el niño, y lo que le sale de dentro: su espontaneidad creadora, única fuente originaria y auténtica de su ser. No hay pues naturaleza racional ni fin propio, sino aquello que el instinto y el sentimiento, el deseo, siempre cambiantes, variables, mueve en cada ocasión. Para Rousseau no ha de haber limitaciones a dichos movimientos naturales del niño, pues una vez satisfecha su curiosidad o su deseo, éste no va más allá. El niño pues se autorregula, no haciendo falta ni norma ni ley externa.
Parece lógico constatar que una educación fundada en el deseo individual no prepara al hombre para la aceptación no solo de los límites, sino sobre todo de las exigencias de la vida social. Al hombre que es causa de sí mismo le cuesta aceptar que otro u otros pueden ser causas en su vida. Sociedad, ley, bien común son percibidos como constricciones y limitaciones, que solo el hombre blando o resignado acepta como un mal menor a cambio de su seguridad. Este tipo de escuela y de educación solo puede generar adolescentes antisistema a la vez que burgueses acomodados que tras una fase de negación se instalan en la acomodación. No considerando mayor bien y verdad que su propio sentir, acaban descubriéndose vacíos y necesitando los estímulos externos del ocio, el consumo, de cualquier cosa que estimule nuevos sentimientos y emociones. El antisistema y el burgués no son más que dos caras de la misma moneda.
Rousseau afirma que no existe verdadera libertad fuera de la naturaleza. ¿Qué consecuencias tiene esta negación de la verdadera libertad?
Para que tenga algún sentido hablar de libertad debe darse en primer lugar un ser personal dotado de conciencia moral para juzgar de sus actos y de conocimiento de lo bueno, lo justo y lo adecuado, además de una voluntad libre, en mayor o menor grado, para determinarse a obrar según le dicta su conciencia para la consecución del bien en la verdad. En Rousseau la línea de separación entre el yo personal y la naturaleza se diluye, de tal modo que el hombre es una mera manifestación de la naturaleza, siempre cambiante y contradictoria, lo que nos lleva a afirmar que propiamente libre es solo la naturaleza, no el ser personal, que, libre de prejuicios y limitaciones o imposiciones antinaturales debe dejar fluir a través de sí lo que la naturaleza dicta en forma de sentimiento, deseo, pasión o idea según convenga. La naturaleza mueve, el hombre es movido. La libertad no consiste ya en la superación de las determinaciones de la naturaleza sino en remover o apartar todo cuanto impide el espontáneo fluir de las fuerzas naturales. Nos tendría que llamar poderosamente la atención que, entre los jóvenes, a la pregunta de si somos libres, respondan casi masivamente que no. Negación esta que quiere decir en primer lugar que mientras haya normas, condicionamientos sociales y cierto orden dado, nuestros deseos están limitados, pero a la vez y en aparente contradicción están afirmando que, si somos movidos por una suerte de fuerza del destino, aún liberados de toda ley y cultura, somos esclavos de la naturaleza. De ahí que la educación moderna acabe abocando a un estado espiritual que se mueve entre la anomia y la desesperación.
Kant afirma que el hombre no puede conocer la verdad, pero en cambio puede hacer ciencia, habla de un conocimiento universal subjetivo, desaparecen por tanto las verdades objetivas. La epistemología kantiana niega toda la realidad que esté más allá de la experiencia sensible, es por tanto el fin de la metafísica. Se aleja del hombre la posibilidad de conocer el sentido del mundo, la naturaleza del alma y del conocimiento de Dios. ¿Es necesariamente un camino hacia el sinsentido y la infelicidad más absoluta? ¿Cómo es posible que haya podido calar tanto una tesis tan absurda?
Así como a través de Rousseau se plantea la cuestión de la naturaleza humana en relación con la moral, la cultura, la vida social y también por lo tanto en relación con la autoridad y al hecho de que uno pueda ser conducido por otro hacia la virtud y la verdad, con Kant se plantea un problema semejante, pero desde la perspectiva epistemológica. Me parece que entender a estos autores abre las puertas a la comprensión no solo de la cultura contemporánea en sus raíces sino también el porqué de la deriva de la escuela y de la educación. Con Kant se nos plantea la cuestión de la relación del hombre con la realidad a través del conocimiento. Así como los animales participan y se insieren en el orden de la realidad a través de la nutrición y la reproducción, guiados por su instinto, el hombre toma posesión intencional del ser de las cosas por su entendimiento y por su razón y se acerca a la realidad como un bien y toma de la realidad signo para la comprensión de la grandeza del amor de Dios por nosotros. Pero Kant afirma que no podemos saber si lo que conocemos se corresponde a la realidad de las cosas o, dicho de otro modo, no podemos saber si conocemos la verdad.
El conocimiento puses ya no guarda semejanza o analogía con la realidad. Ya no es participación del ser de las cosas. Kant no acepta quedarnos en el mero relativismo de lo subjetivo, sino que pretende fundar un conocimiento científico, por lo tanto, necesario y de validez universal. Lo que garantizará esa universalidad del conocimiento serán las condiciones a priori de la sensibilidad y del entendimiento que son, eso sí, comunes y las mismas en todos los hombres. La comprensión de la unidad del mundo, de Dios como su causa y de la existencia misma del alma humana, son presupuestos últimos que el propio sujeto impone a la realidad, pero nunca sabremos si realmente el mundo es como lo vemos, si constituye una unidad última, etc. Eso supone la muerte de la metafísica y su substitución por una pretendida ciencia racional intersubjetiva fundad en las condiciones del hombre, pero no en la realidad que ahora se nos oculta, se nos aleja y se vacía de contenido, aunque gracias a la ciencia puede ser reducida y manipulada. No es de extrañar que, a la pregunta sobre la posibilidad de conocer racionalmente el alma, la naturaleza como un orden dotado de sentido y la misma existencia de Dios, la respuesta sea que no.
Llama doblemente la atención que generaciones enteras salidas de colegios católicos en los que se dice enseñar filosofía y humanidades con criterios distintos, se sostenga como opinión común que la razón no puede conocer la existencia de Dios. Recuérdese que esta proposición está severamente negada en el catecismo. No se defiende y se propugna explícitamente las tesis kantianas, sino que sin darnos cuenta este espíritu de apartamiento de la cuestión de Dios, del alma y de la naturaleza planea ya en el ambiente cultural y educativo de los colegios y las universidades llamadas de inspiración católica.
Cuando la enseñanza y la educación parten del supuesto de que aquello que debiera ser el fin connatural: la verdad, el bien, la naturaleza, sus causas, que mueve y estimula y produce gozo al hecho de conocer, de descubrir, cuando estos fines dejan de ser asequibles el corazón humano, este se desazona, pierde la alegría de la búsqueda, del estudio y el conocimiento, se convierte en un conjunto de datos con fines meramente útiles y que van del aprobado a la satisfacción de simples necesidades sociales. De ahí que los niños y los jóvenes no encuentren estímulo en profundizar sino en la novedad, en el cambio constante de objeto. Esa es precisamente la fuerza atractiva de las plataformas digitales: de novedad en novedad hacia la nada.
Posteriormente el evolucionismo niega la existencia del espíritu, afirmando que solo existe el cerebro como un órgano de adaptación, de supervivencia, con el fin de la evolución de la especie. ¿Se podría considerar el inicio del materialismo?
Como estamos hablando sobre todo de educación, enfocaré la respuesta como todas las demás desde esta perspectiva. Ciertamente el evolucionismo ha tenido también una influencia extraordinaria en educación a través de la psicología. Se trata de una teoría que esconde una fundamentación metafísica que no siempre confiesa y que voy a exponer tal vez exageradamente reducida: toda la realidad está en constante e inevitable evolución; cada orden de realidad (la materia, la vida orgánica vegetativa, la vida animal sensitiva, la vida humana) contiene en sí mismo el principio de su propia evolución.
Es como si dijéramos que contienen en sí la causa de su propia evolución. En tercer lugar, el desencadenante del proceso evolutivo es el cambio en el entorno al cual cada ser se debe adaptar. Esa adaptación es lo que desencadena la evolución. Esta concepción pretendidamente científica de toda la realidad existente – sin menoscabo de los cambios y transformaciones que efectivamente se han ido dando en todos los seres vivos y en todo el planeta mismo -, ha influido de modo radical en la psicología contemporánea de marcada raíz biologista y evolucionista. En Europa su principal difusor fue Claparède, fundador del Instituto Jean Jacques Rousseau, en Ginebra. Su discípulo fue Piaget, tan en boga en la psicología escolar. Llama la atención que tanto maestro como discípulo tuvieran formación médico-biológica. Y llama también la atención esta coincidencia con Rousseau, de esta perspectiva biológica en psicología y educación y, en tercer lugar, su relación con la epistemología kantiana.
Cuando Piaget manifestó la razón de ser de sus investigaciones afirmó ser epistemólogo. Notemos el vínculo indirecto con Kant. En primer lugar, esta corriente biologista de la psicología y del conocimiento afirma en primer lugar que el hombre, como todo ser vivo, se mueve fundamentalmente por una necesidad de adaptación a su entorno para la satisfacción de sus necesidades de todo orden. A lo que toda la tradición clásica ha ido llamando razón, alma racional, como una dimensión de orden espiritual, claramente diferenciada de las funciones biológicas, ahora no sería sino un mero proceso orgánico cerebral, de mayor complejidad si se quiere, en vistas a la adaptación al entorno (orgánico, social, cultura, etc.). El pensamiento no es pues aquello más noble del alma humana sino una mera función orgánica del mismo orden que todas las funciones orgánicas: la adaptación para la supervivencia. Ese proceso y esa actividad es lo que hace evolucionar a un organismo vivo, sea una ameba o un cerebro. Hay que añadir un detalle que no es de menor importancia. Así como para Kant las categorías de la sensibilidad y del entendimiento eran comunes a todo hombre, garantizando así un conocimiento universal de los fenómenos, para Piaget estos a priori kantianos están en constante proceso de reconstrucción a partir de la propia experiencia. Consiguientemente como toda experiencia es siempre individual y subjetiva, la construcción y reconstrucción constante del conocimiento de la realidad es siempre relativo y en función de su utilidad. He aquí el núcleo de la teoría constructivista.
He intentado exponer de modo muy resumido el proceso por el cual se ha producido el descentramiento de la educación: de lo verdadero a lo útil, de lo universal a lo particular, de lo necesario a lo contingente, de lo permanente a lo cambiante, de lo anticuado a lo innovador, de lo espiritual a lo material. Podríamos decir en el contexto de estas reflexiones que se ha producido un decantamiento de una educación dirigida al corazón a través de la imaginación y el entendimiento a una educación dirigida al desarrollo de habilidades adaptativas con sus consiguientes reequilibrios emocionales. La satisfacción emocional, el “equilibrio psicológico”, substituye pues a la conciencia moral del mismo modo que la utilidad substituye a la objetividad del bien, y la autosatisfacción y la autocomplacencia o la autoestima a la paz de espíritu que produce la virtud, la vida en el bien y la verdad.
Ya no se trata de que los niños sean más virtuosos sino de que estén contentos en el colegio. Sería estúpido negar que la alegría debe reinar en todos los ámbitos de la vida de los colegios. Pero no es lo mismo la alegría fruto del gozo de compartir la aventura de crecer y de aprender, de descubrir el misterio fascinante del hombre y del universo, la alegría de sentirse guiado, corregido, iluminado, por quien quiere nuestro bien y nos muestra la verdad, y la mirada de misericordiosa y providente de Dios sobre todas las cosas y las situaciones de la vida, no es lo mismo que la falsa alegría, tonta, vacía, resultado de dejar fluir los propios instintos sin límite, sin regla, sin criterio, sin fin, más allá del capricho, el desenfreno, el deseo egoísta. De ese modo ¿qué lugar ocupa el sacrificio, el silencio, la contemplación serena, la paciencia, la caída y el perdón, el reconocimiento sereno del valor de nuestros actos, más allá del sentimiento o la emoción? Creo que quien lleva años en las aulas, aunque todo es matizable, entenderá la verdad fundamental que quiero aquí remarcar.
Por todo ello el corazón del hombre contemporáneo está seco, lo que nos lleva a un profundo nihilismo… ¿Se podría decir que no solo el hombre moderno pierde la fe sino la razón y la esperanza?
Hay una deriva de toda la cultura occidental a partir del Renacimiento. En un primer momento empezó a cuestionarse la idea de Dios, de su Providencia, y de su existencia, en un deseo de explicarlo todo y redimir la historia a partir del hombre. Paulatinamente aquello que empieza a ponerse en cuestión es la propia capacidad de la razón para conocer la verdad y determinar el bien. He aquí por ejemplo el empirismo y la epistemología de Kant. Ahora asistimos a la disolución de noción de naturaleza misma, no solo no la podemos conocer, sino que además la podemos manipular hasta en los niveles más básicos de la estructura genética según nuestra voluntad. La paulatina negación de Dios, de la razón y de la naturaleza misma, dejan al hombre sumido en una profunda soledad en medio del universo y ante sus semejantes. Además de solo y sin sentido, pequeño, minúsculo, un gusano, como decía Nietzsche, no solo hemos perdido la fe sino la razón. Solo nos queda el instinto, la emoción y el sentimientos siempre cambiantes y relativos. Sobre esto bien poco se puede construir. No solo eso, sino que la primacía de lo emocional es un arma de destrucción masiva de almas y de sociedades, como sucede en el mundo contemporáneo. Por una parte anula el sentido de la esperanza por la absolutización del “aquí y ahora”; por otra parte hace a las sociedades vulnerables al control emocional a través de la seducción.
La fe católica no es un mero sentimiento, pero cuando muchas personas no sienten nada en la oración, piensan que su oración no es provechosa…
En efecto, esta tendencia, también natural en el espíritu humano, se está consolidando en la práctica y en la fundamentación de los criterios de la vida espiritual, moral, social y educativa. Quiero incidir en cómo la educación ha ido colaborando a la consolidación y aceptación mayoritaria de este supuesto: el propio sentimiento como criterio de verdad. En las Escrituras la pedagogía de Dios viene a decir “Ya has visto quien soy. Sabes que puedes fiarte de mí. Cumplo mi promesa. Te llevaré a donde no sabes por donde no sabes. Hagamos un pacto, estas son mis 10 condiciones, que si te parecen muchas te las daré resumidas: me amarás sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo, has dar la vida. Y te la devolveré transfigurada. No lo entiendes. Seguramente no lo sientes ni lo puedes imaginar. Si cumples mi pacto con amor, iré haciendo de ti un hombre nuevo. Te arrancaré el corazón de piedra y te daré un corazón de carne. Fíate más de mí que de ti y tu gozo será infinito.”.
Esta simplificación que acabo de hacer, la hace de algún modo un padre con sus hijos, el maestro con sus discípulos. No hay amor sin obediencia, no hay libertad sin obediencia, no hay obediencia sin confianza, la confianza es la entrega del corazón, ciertamente cuando el hombre no entrega su corazón se pierde porque el corazón está hecho para amar. La fe no es un sentimiento sino un asentimiento. Como dice San Ignacio a Dios corresponde hacer sentir. Él sabe cuándo y cómo, y eso sucede en el momento extraordinario de la conversión y en aquellos regalos de gozo que Dios nos da a través de las criaturas, de nuestros semejantes, de la Palabra de Dios, del Magisterio, de los Sacramentos pues, en definitiva, todo es gracia: la fe, la razón, los dones del Espíritu Santo. La pedagogía de Dios, Cristo como Maestro, obra sobre nuestro corazón. Sólo su mirada nos muestra nuestra pequeñez, nuestra condición pecadora y, a la vez, hace renacer en nosotros el deseo de plenitud, de Verdad, de Bien, de Vida Eterna que anida en nuestro corazón. Nos atrae, nos mueve a confiar en Él y nos transforma, para hacer nuestro corazón a la medida de su Corazón, para dar al hombre la vida de Hijo de Dios. ¿Qué maestro da más?
Por Javier Navascués