Iniquidad: violencia, civilización y el mito del buen salvaje pulverizado

 

Alejandro Rodríguez de la Peña es hombre de trilogías. La primera, para un público más minoritario, versó sobre la realeza sapiencial. La que concluye ahora con Iniquidad deja el Medievo para adentrarse en la Antigüedad. En Compasión asistíamos al desarrollo de una ética que gracias a ciertas figuras va ampliando su radio de acción… hasta que aparece Jesucristo y da un salto sustancial, llamándonos a amar incluso a nuestros enemigos. Luego vino Imperios de crueldad, donde observamos la presencia de la crueldad en la Antigüedad, su retroceso bajo el influjo del cristianismo y el retorno de algunos de esos fenómenos a medida que aquel influjo cristiano es cada vez más residual. Ahora, con Iniquidad, nos adentramos en el estudio de la violencia, la opresión y la crueldad socialmente normalizadas contra víctimas que no constituyen una amenaza para el agresor.

Aparecen, pues, dos grandes temas en Iniquidad: ¿es el ser humano alguien malvado y retorcido por naturaleza? Desde la luz de la fe, la pregunta puede formularse con un interrogante que ha dado lugar a intensas disputas teológicas: ¿hasta qué grado la caída de nuestros primeros padres dañó nuestra naturaleza? El otro gran tema plantea ecos roussonianos: ¿es la civilización la que convirtió (o al menos la que le hizo dar un salto cualitativo) al hombre en ese ser cruel y violento que nos muestra la historia de la humanidad?

Pero más allá de la temática concreta, el lector no puede dejar de notar algo que podríamos llamar el «método Rodríguez de la Peña». Nuestro autor avanza sin prisas y cada paso que da lo afianza con un estudio detallado de lo que se afirma. Quienes disfruten de la brocha gorda o de las grandes construcciones a velocidad sideral pueden quedar decepcionados. Los ejemplos se acumulan, consolidando o refutando la tesis, en una combinación de visión amplia y erudición. La obra resultante es más voluminosa que los libritos de moda (y sospechamos que hay mucho más, que el autor se ha reservado para hacerla publicable), lo que puede asustar a algunos, pero posee una valiosa virtud: lo que afirma no es ninguna ocurrencia, sino algo muy sólido, pasado por el filtro de un meticuloso análisis histórico.

El resultado de este ingente trabajo no deja en buen lugar a Rousseau ni a sus herederos, defensores del mito del buen salvaje. «La violencia y el sadismo estructurales -escribe el autor- son ubicuos en la historia humana, sin excepción conocida en ninguna latitud… El mal no es un producto cultural, aunque ciertas estructuras sociales e ideologías del odio lo puedan ciertamente exacerbar». De hecho, lo que sabemos sobre la guerra en la época prehistórica nos ofrece un panorama de crueldad tan despiadada como aquella a la que asistimos con el amanecer de los imperios de la Antigüedad. Nuestra naturaleza (que el autor recuerda que está herida, por el «pecado original, iniquidad o agresión maligna, según el registro que se maneje») es así y no ha sido la civilización la que la ha corrompido, ni tampoco es la ignorancia el origen del mal, como algunos torpes ilustrados creyeron y creen. No, es algo más profundo, lo que lleva a Rodríguez de la Peña a una expresión en la que encontramos ecos de Donoso Cortés: «el ser humano, sin una autoridad coactiva que lo reprima o una fuerza espiritual superior que lo contenga, tiende bien al caos «tribalista»… bien a situaciones de opresión».

El libro pasa revista a la guerra primitiva, que era el estado natural de los pueblos, «en esencia una guerra ritual», al sacrificio humano, más extendido de lo que uno pueda pensar a priori, a las masacre de pueblos y ciudades enemigos (algo que no sólo es un fenómeno del pasado, sino que pudimos ver con nuestros propios ojos en Ruanda no hace tanto) o a la esclavitud o a la violencia ejercida contra los niños y mujeres. Un panorama exhaustivo que no deja espacio para las dudas y que, más allá de documentar lo expuesto, nos deja apuntes y reflexiones de gran interés. Como por ejemplo, la distinción entre violencia, cometida sobre alguien singular, y crueldad, que «se ejerce sobre una persona individual que no es contemplada como un sujeto con un nombre propio, sino como alguien que pertenece a un grupo social».

Es en la segunda parte del libro cuando se aborda la cuestión de la relación entre violencia y civilización. La aparición de los imperios en la Antigüedad, o lo que se ha dado en llamar «Estados universales» se muestra como pharmakos en su doble sentido: «puede ser un veneno que contagia la violencia al universo entero o puede ser un antídoto contra esa violencia generando el orden y la paz a su alrededor». En realidad, sostiene el autor, los estados universales del mundo antiguo son ambas cosas, nacidos a partir de una violencia fundadora, para luego ser capaces de terminar con el estado de guerra permanente, con la violencia salvaje de los bárbaros. De hecho, citando a Matthew White, Rodríguez de la Peña recuerda que «el caos es más letal que la tiranía. Muchos de estos exterminios son producto del desplome de la autoridad más que del ejercicio de la autoridad».

Sigue el estudio, detallado como de costumbre, de esta violencia institucionalizada propia de los estados universales: masacres, etnocidios, urbicidios, abusos sobre los prisioneros de guerra («ninguna atrocidad, ninguna crueldad, se echa de menos en el trato a los vencidos»), torturas, suplicios, violencia sexual, reducción a la esclavitud y deportaciones.

Pero no sufran, todo esto, que el autor recoge con abundantes ejemplos pero sin regodearse en los detalles más macabros (no es necesario), va dirigido a sustentar su tesis. Así, el epílogo final es francamente rico en materia para reflexionar. Empezando por la distinción de cómo conciben el origen del mal el mundo griego y el mundo bíblico: trágico el primero (fruto del destino), dramático el segundo («nada está predeterminado… todo tiene su raíz en el corazón humano»). Aquí Rodríguez de la Peña dialoga con San Agustín, con Hobbes, con De Maistre, con Schopenhauer, con Nietzsche, con René Girard, con Simone Weil… No es lugar aquí para revisar a cada uno de estos pensadores a la luz de lo que el autor explica, baste decir que abre perspectivas realmente sugerentes sobre cuestiones que, aunque puedan parecer lejanas para alguien poco avisado, están repletas de implicaciones y enseñanzas para nuestro presente y que, en consecuencia, hacen de este libro un valioso marco desde el que repensar muchas ideas modernas (buen salvaje, imperialismo, tiranía…) que quizás hemos asumido demasiado acríticamente.

 

3 comentarios

  
África Marteache
En realidad el "Mito del Buen Salvaje" tiene muchas concomitancias con el buenismo actual y es fruto de la misma utopía. El buen salvaje era bueno pero tonto, porque tal vez esa es la única posibilidad de ser bueno para algunos, y ahora vamos a lo mismo.
20/12/23 1:16 PM
  
Chimo de Patraix
Aceptar el mito del "buen salvaje" implica negar el dogma del pecado original. No es, por tanto, aceptable, sino contrario a la fe católica y a la Revelación.
21/12/23 2:00 PM
  
Jove Llanos
Un libro, más que histórico, profético. El desplome del cristianismo va a traer días de gloria para los malvados de este mundo, y muchas lágrimas.
22/12/23 1:46 PM

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