InfoCatólica / Archipiélago ortodoxia / Archivos para: Enero 2023

11.01.23

Esperanza, elección y conversión de Israel en Claudel y Hadjadj

Paul Claudel

Se acumulan las lecturas, y más en estos días en los que, tras el paso de Sus Majestades los Reyes Magos, la pila de libros por leer ha crecido sustancialmente. Pero por mucho que tengan que leer, les recomiendo que dediquen una parte de su tiempo al número de la revista Cristiandad dedicado a Israel, especialmente a la conversión de los judíos, «primicia de la gran dispensación de misericordia que se manifestará con la con la conversión del mundo y que la Iglesia espera, desea y pide a Dios». Las historias de Eugenio Zolli, Martin K. Barrack, Jean-Rodolphe Kars o Jean-Marie Élie Setbon no dejarán indiferentes a nadie.

Mi aportación a este número ha sido un artículo titulado «Esperanza, elección y conversión de Israel en Claudel y Hadjadj», que aquí les dejo para que vayan abriendo el apetito. Y ya saben que pueden suscribirse a la revista a través de este link.

«El año 1950 tiene lugar un interesante debate entre dos célebres católicos franceses a propósito de la creación del Estado de Israel. Luis Massignon se muestra contrario, mientras que Paul Claudel acoge la noticia con entusiasmo y publica un texto titulado Una voix sur Israël, donde justifica su postura. Años más tarde, en 2016, es Fabrice Hadjadj quien se hace eco del escrito de Claudel en un largo epílogo que acompañará la reedición del mismo.

Tanto Claudel como Hadjadj concuerdan en otorgar a la creación del Estado de Israel un significado que va mucho más allá de lo meramente político y en el que reconocen la mano de la Providencia. «Cómo no ver una semejanza entre los acontecimientos actuales y aquellos de los que hablan los textos proféticos, por ejemplo Isaías 66, Ezequiel 26-32, Sofonías 3, 20», exclama Claudel. Aunque también señala el peligro de que ese Estado pueda convertir a Israel en un pueblo como los demás: «El destino de Israel es justamente responder a la llamada del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Pero veo a demasiados judíos que desean hacerse similares a los «goyim», a los pueblos, a las naciones». Un intento, por otra parte, piensa el poeta francés, condenado al fracaso. Precisamente esa imposibilidad de que el pueblo escogido sea uno más entre los restantes pueblos de la tierra es un aspecto en el que, señala provocadoramente Hadjadj, los antisemitas aciertan: «Más que el humanista que hace del judío un hombre cuya diferencia es la misma de cualquier otro, y más que el filosemita que ama particularmente al judío por un motivo individual y sentimental, el antisemita tiene el instinto de una elección objetiva y escandalosa. Y este instinto no deja más que dos opciones: o bien el exterminio, o bien la responsabilidad hacia el misterio. El antisemita, en una especie de fe negativa, se decide por el exterminio. Claudel se abre a la responsabilidad». Una actitud que Hadjadj ve en Claudel y que éste caracteriza así: «El verdadero camino que debe unir a Israel y la Iglesia no pasa por abajo, no debe fundarse en el aguachirri humanitario ni sobre lo que llaman tolerancia, sino sobre la única y ardiente persona de Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob».

Son palabras que transpiran esperanza y confianza, conscientes de que la historia de la humanidad está en manos de la Divina Providencia, que vela por nuestro bien y que, a través de Jesucristo, ya ha derrotado al mal y obtenido la victoria.

Si compartimos plenamente esta esperanza, hay al menos dos aspectos, señeros, en los que nos vemos obligados a matizar las afirmaciones de Paul Claudel y de Fabrice Hadjadj: los relativos a la elección y la conversión.

En lo que se refiere a la elección del pueblo de Israel es evidente que se trata de una elección divina, misteriosa y real, providencial e irrevocable. Sí, el pueblo de Israel es el pueblo elegido y las promesas de Yahvé siguen estando vigentes porque Dios no se echa atrás por mucho que nosotros le demos la espalda y le traicionemos. Es algo que experimentamos cada uno de nosotros, individualmente, y también colectivamente, como pueblo, y que el pueblo de Israel ha vivido de modo paradigmático. Por muchas miserias nuestras, Dios siempre es fiel.

De esta elección, además, nos ha venido el bien supremo a todo el género humano: la salvación, la vida, pues es a través de Israel que Dios se ha encarnado. Claudel lo glosa así, poniendo estas palabras en la boca de un judío: «Es a nosotros a quienes Él debe su carne… Redentor es el nombre que ha elegido. En la palabra Redención está la idea de adquisición. Esta carne que le hemos suministrado, que hemos suministrado en comandita, es el capital del que Él se sirve para adquirir el mundo».

Hadjadj comenta esta afirmación del siguiente modo: «Esta carne, las naciones no la reciben más que en nombre de la gracia de Dios; solo Israel puede reivindicarla en nombre de su Justicia… El cristiano debe de reconocer que estará siempre en deuda con Israel, que ha suministrado la Madre, la Carne y la Cruz».

Que todos estamos en deuda con aquel pueblo que Dios se apartó para hacerse hombre y redimirnos es algo que no podemos dejar de repetir con agradecimiento, pero las palabras de Hadjadj podrían entenderse de un modo que reflejaría una cierta incomprensión de lo que es nuestra naturaleza y de lo que significa la gracia de Dios. En efecto, la salvación que nos viene de la carne de Cristo la recibimos no por méritos propios, sino por la gracia de Dios. Pero es que esa salvación también la recibe por pura gracia el pueblo de Israel, así como su propia elección. ¿O es que creemos que el pueblo de Israel era merecedor de la elección por no se sabe qué aspectos en los que sobresaliera por encima de los otros pueblos del mundo? No es así, la elección de Dios es gratuita y no obedece a ningún criterio de valoración humano, lo que no disminuye para nada la realidad y trascendencia de esa elección. Incluso, como tantas veces constatamos en nuestras vidas, Dios se solaza eligiendo muchas veces a lo más débil, lo más indigno, para así mostrar más a las claras que todo lo bueno es obra suya. Ha ocurrido con tantos santos, con tantos videntes y, en ocasiones, también parece el pueblo de Israel incapaz de la más mínima fidelidad, aquella que creemos que es una obligación de justicia. No importa, seguirá siendo el predilecto de Yahvé. Pero no nos engañemos, ni Israel, ni ninguno de nosotros es en justicia merecedor de nada. Todo es pura gracia, nuestra redención y también la elección de Israel. ¡Qué error sería envanecernos de ello! Otra cuestión, distinta, es que la elección y las promesas de Dios son gratuitas, pero su cumplimiento es de justicia y por ello podemos afirmar que la salvación viene por los judíos.

Encontramos también en la frase de Hadjadj una palabra que a los lectores más observadores les habrá llamado la atención. Escribe el reputado escritor francés «Israel ha suministrado la Madre, la Carne y la Cruz». La Madre y la Carne, es obvio, pero ¿la Cruz? ¿No habíamos quedado en que no se puede atribuir a Israel la condena a muerte en cruz de Nuestro Señor Jesucristo, clavado en la cruz por nuestros pecados, los pecados de todos los hombres? Así es indiscutiblemente, son nuestros pecados con los que carga Jesús en la cruz, pero resuena aquí, en esta extraña reivindicación, las palabras de José y Agustín Lehmann cuando reclamaban para ellos, judíos de nacimiento, lo que «todo el pueblo gritó» en respuesta a Poncio Pilato: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27, 25), recordando que si era la sangre de Cristo la que nos salvaba, entonces el pueblo judío bien podía reclamarla en primer lugar, y con creces. Todos somos pues deicidas, pues todos somos pecadores y, en consecuencia, hemos clavado a Cristo en la Cruz con nuestros pecados, pero añade Hadjadj que «sin embargo los judíos, en cuanto tales, han sido antes que nadie a la vez los instrumentos de nuestra bajeza y los instrumentos del Altísimo, es decir, como escribe Claudel, «los ministros solemnes de una expiación».

El otro aspecto que necesita de una puntualización es el que aborda la cuestión de la conversión. ¿Están llamados los judíos a convertirse y hacerse cristianos? La respuesta de Hadjadj es categórica y titula «Contra la conversión» el epígrafe en el que trata de este asunto.

Argumenta Hadjadj que «Israel es la obra de Dios pulida largamente a través de los siglos: querer la desaparición de esta obra, su asimilación, su vuelta a la fila, es perder lo singular y en consecuencia perder su misma catolicidad, que no es un universalismo, sino la sinagoga [en griego antiguo, Συναγωγή, lugar de reunión (N. del T.)] de todas las «tribus, lenguas, pueblos y naciones» (Ap 5, 9) unidos sin confundirse». Es por ello que la actitud del cristiano debería ser de pasividad y espera: «Nos confrontamos aquí al misterio de la obra de Dios: no se trata de realizar esfuerzos misioneros para convertir a los judíos, sino más bien de esperar la hora querida por el Señor en que estaremos todos unidos y en la que «todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y «le servirán como un solo hombre» (Soph 3,9)» (Nostra aetate, 4).

A pesar del acierto en señalar la valiosa singularidad del pueblo de Israel y la esperanza escatológica relativa a Israel, se nos presenta, no obstante, en la argumentación de Hadjadj lo que parece una concepción distorsionada de lo que significa y supone la conversión. Si conversión es girar el rostro hacia nuestro Salvador en lugar de darle la espalda, es evidente que todos estamos llamados necesariamente a la conversión, tanto si somos gentiles como judíos. El problema de Hadjadj es que identifica conversión con asimilación, con dejar de ser judío, con abandonar a su pueblo y diluirse en una abstracta humanidad. Y por supuesto, si conversión significase esto (y es cierto que algunos, a lo largo de la historia, lo han entendido así), si fuera sinónimo de desechar la obra de Dios y de echar en el olvido sus promesas, entonces claro que sería inaceptable. Pero conversión es sencillamente reconocer que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, muerto en la cruz para redimirnos y abrirnos las puertas del cielo, y que no hay otro nombre bajo el cielo que nos pueda salvar; y esto no es algo para algunos, sino para todos, para todo el linaje de Adán y Eva, igualmente culpables y pecadores, tanto judíos como gentiles, e igualmente salvados en Cristo. Además, se podría añadir, no ha sido la negación de su condición judía la experiencia de tantos cristianos, algunos incluso elevados a los altares, judíos por la carne y discípulos de Cristo. Por citar unos pocos: Edith Stein, Alfonso Mª Ratisbona o los Hermanos Lehmann no renegaron de su condición de judíos, al contrario, todos ellos expresaron cómo, tras su conversión, vivieron incluso más plenamente su ser judíos, como seguidores del también judío Jesús.

Otra cuestión es que esa conversión no sea nunca consecuencia de nuestros esfuerzos humanos: nadie convierte a nadie, es Dios quien nos da la gracia que requerimos para la conversión. Lo sabemos bien, Dios se sirve, cuando así lo estima conveniente, de nuestras pobres personas y acciones como instrumentos de su gracia, que es la única que puede mover corazones y transformar almas. No somos nosotros y ningún judío (ni tampoco ningún gentil) se va a convertir gracias a nuestros esfuerzos, argumentos o habilidades. Pero esto no quita que Dios, misteriosamente, haya querido valerse de instrumentos tan pobres como nosotros y nuestras acciones para hacer llegar su gracia en el momento en que Él sabe que es más conveniente… que casi nunca coincide con nuestros tiempos. Nosotros no convertimos a nadie, demasiado bien lo sabemos, pero no por ello dejamos de cumplir aquel mandato del mismo Jesucristo: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (otras traducciones de Mt 28, 19 dicen «a todas las naciones»). Eso estamos llamados a hacer: anunciar a Cristo a todos los pueblos, también al pueblo que Él eligió; ¿o es que acaso los apóstoles no lo anunciaron a sus compatriotas? Eso sí, sabiendo que la hora querida por el Señor en que todos le adoraremos no nos compete, sino que está en las manos de su Divina Providencia (a la que, no obstante, se le puede pedir, humildemente, que acorte los tiempos, pues «de no acortarse esos días, no se salvaría nadie» (Mt 25, 22).

En definitiva, que Israel sigue teniendo y siempre tendrá, en tanto pueblo, un papel único en los planes de Dios, que es siempre fiel a sus promesas. Esto es algo que creemos y que forma parte de nuestras esperanzas, pero de ello no se sigue ni que la elección obedezca a ningún mérito, ni que la conversión signifique renegar de lo que se es, ni que se pueda rechazar una conversión a la que todos somos llamados».