Cuando un amigo se va
Mons. Jesús Sanz Montes y cardenal Carlos Amigo

Cuando un amigo se va

El don era de Dios, pero las manos las puso Fr. Carlos. Imborrable en aquella homilía lo que nos dijo a los ordenandos: que se note vuestro sacerdocio en todos vuestros costados, aunque sea vuestro ministerio como dice el cantar sevillano: El amor es invisible como la cara del viento, que no se ve ni se toca, pero te quema por dentro. Sea así vuestra entrega, nos dijo. Quedamos boquiabiertos, deseosos de la gracia de ese viento en el alma.

Muchas veces lo hemos tenido que vivir según van pasando los años: que personas a las que sinceramente quieres, que tanto bien en tu corazón han sembrado, desaparecen para siempre en esta tierra, cuando son convocados por el mismo Dios que los llamó a existir. Todo un itinerario que se cruza con nuestra biografía, por motivos de sangre al ser de nuestra familia, por razones de amistad cuando se entrecruzan nuestras vías, por medio de la generosa bondad si fueron maestros que nos dieron las verdaderas lecciones de lo que únicamente vale la pena.

Pero llegando ese momento, no cabe levantar la mano, hacer propuestas, indicar que hay cuestiones pendientes según nuestra particular agenda. Es implacable esa cita dulce y terrible a la vez, cuando la voz del Señor pronuncia el nombre de ese hijo o hija para decirle eternamente: ¡ven! Y ellos acuden sin demora, porque sabemos que Dios nunca se adelanta con anticipo ladrón, así como jamás se retrasa por distracción perezosa. Es la hora de nacer y la hora de morir, sin que nos pregunten pareceres y sin que pueda negociarse una fecha alternativa.

Todos tenemos padres que hemos debido, quizás ya, despedir en esa guisa. O hijos, tal vez. O esposos, hermanos y amigos, compañeros entrañables de tantos sueños compartidos, que nos acompañaron de tantos modos según íbamos creciendo nuestra propia vida a su lado amable y bondadoso. Así me acaba de ocurrir ante la muerte de un querido hermano Amigo, porque éste era su apellido. Fr. Carlos Amigo, Cardenal de la Iglesia, franciscano como yo, al que conocí unos instantes antes de la misa de ordenación en la que, por la imposición de sus manos episcopales, casi recién llegado a Sevilla como nuevo Arzobispo, tuvo a bien regalarme el don inmerecido de ser sacerdote. El don era de Dios, pero las manos las puso Fr. Carlos. Imborrable en aquella homilía lo que nos dijo a los ordenandos: que se note vuestro sacerdocio en todos vuestros costados, aunque sea vuestro ministerio como dice el cantar sevillano: El amor es invisible como la cara del viento, que no se ve ni se toca, pero te quema por dentro. Sea así vuestra entrega, nos dijo. Quedamos boquiabiertos, deseosos de la gracia de ese viento en el alma.

Pasado el tiempo volvió a imponerme las manos, en esta ocasión como obispo consagrante en mi ordenación episcopal. Las manos de Fr. Carlos fueron nuevamente el cauce de tamaña gracia, igualmente inmerecida. Me acompañó en Huesca y luego en Oviedo, con la creciente fraternidad que se da entre dos hijos de san Francisco, en donde la grandeza humana y espiritual de uno abre caminos a otro que con temblor los comienza.

Tengo ese recuerdo de Fr. Carlos: su bondad inmensa, tejida de inteligencia pronta y despierta, rematada de esa sencillez franciscana que jamás se hace simplona. Así pudo abrazar tantas realidades desde sus primeros pasos en Tánger, donde se estrenó como obispo en contacto dialogante con el Islam de Marruecos, donde vio nacer y pudo tutelar como padre el nacimiento de una familia religiosa nueva: los Franciscanos de la Cruz Blanca. Y, luego, su Sevilla del alma a la que tanto dio y de la que recibió tanto. Un castellano vallisoletano y riosecano, que fue enriquecido en su entrega sevillana, donde los cantares se hacen olés de alegría y gratitud, cuando se canta a la vida, al amor, o se hacen lágrimas cuando se llora por sevillanas, con un pañuelo de silencio por un amigo que se va, mientras a la hora de partir algo se nos muere en el alma.

Pero la palabra última no le corresponde al duelo, aunque nos duela tanto ese adiós, sino a la certeza cristiana que deja siempre su rastro de esperanza, como el azahar de la feria de abril y las flores abiertas en sonrisa reventona con todo su color y todos sus aromas. Lo sembrado en su entrecruce de nuestras vidas ahí queda siempre lozano, sin marchitarse jamás, hasta que volvamos a encontrarnos sin más separación en la casa que Cristo resucitado nos abrió de par en par. Alabado seas mi Señor por mi hermano Fr. Carlos Amigo, franciscano y obispo, hijo de la Iglesia, amigo del alma. In memoriam..

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

2 comentarios

Jorge Cantu
Hermosa reflexión en recuerdo de Mons. Carlos Amigo, un gran y valiente obispo. Dios le tenga ya en su Santo Reino.
13/05/22 5:38 AM
Marina
Que un cardenal merezca tan buenas palabras, me da mucha alegria.
17/05/22 8:53 AM

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